Abro Instagram y gente que sonríe en todas sus fotos; un video de Youtube cantándote que todo va a estar bien, un anuncio que corta al mismo video y promete soluciones que te harán sentir la felicidad; mi tía enviándome ositos cariñositos y arco iris para desearme un feliz día de los Alejandros. La realidad y la virtualidad se han vuelto una carrera estrepitosa en la búsqueda de la felicidad. Aquí es donde aparece Hoscos, de Celina Galera como ese oso cariñosito, sólo por decirlo de manera amable, en un sueño de Homero Simpsons y nos dice mientras avienta una palanca: ¡Aquí tengo tu cariñito!
Sí, Celina nos ofrece el día no feliz, que quizá mucho de nosotros tenemos y son mayoría, pero lo escondemos de las redes, de nuestros conocidos, lo escondemos de nuestra familia por qué no. Solamente con los amigos más íntimos podríamos hacernos eco de ese día no feliz, de ese cuerpo no feliz, de esa casa no feliz, de esa taza que tuvo un final no feliz: nadie es feliz, intensamente feliz, permanentemente feliz, / feliz por siempre, / desagradablemente, feliz todos los días porque hay días que, para aguantarse uno, deben vivirse intensamente negros.
Y aquí nos pregunta a todos: ¿acaso no es con ese amigo o esa amiga a quien nos mostramos negros, muy negros, y lo llevamos por los recovecos más oscuros de nuestra vida? Eso es el libro de Celina: alguien que nos muestra su soledad, su casa sin jardín, su trabajo mal hecho, su cuerpo que le pesa y no responde pero tampoco le preocupa, esa canción desafinada, su gato que es igual de hosco, su barrio ruidoso, los políticos viejos y nuevos que son lo mismo -¡Que todos son la misma mierda!– y uno se ríe bajito.
Es un libro atípico y novedoso en la literatura catamarqueña y, hasta me animaría a decirlo, en la literatura del NOA: una mujer que escribe hosca, mala y peligrosa, y no siente vergüenza de este estado. Todo lo contrario, cree en la soledad como mudanza o limpieza / jamás como conciencia del rechazo. Las escritoras catamarqueñas han ahondado en la paz del campo, en la madre benefactora, en la esposa abnegada, en la hija sumida en la melancolía o la tierna infancia; ya más aquí en el tiempo algunas señalan estos mandatos y los revocan. Celina, como escritora, nos da lugar a todos para reencontrarnos con nuestro costado más tenebroso como personas; porque todos somos hoscos en algún momento, y lo peor de todos muchas veces lo somos con quien percibimos más débil: Fui bestia, espanto, fiera, monstruo, temblor; cree tormentas con nada y avente personas tristes por el aire.
¿Quién de niño no le tuvo miedo al viejo de la bolsa y ahora no lo somos de algún sobrino? ¿Incluso de niños, quien no hizo la maldad de tirarles piedras a los pájaros? Porque si hay ambigüedad, o luces y sombras, sí señores, es en la infancia. Y ahora estamos aquí de manera cínica e inescrupulosa, borrando ese ADN. En cambio el Hosco de Celina nos dice: A esta edad y ya sin fotos es difícil reinventar la infancia. / Los recuerdos están mordidos. No hay temor a lo extraño ni lo que se es.
En este reconocerse enojada, extraña, solitaria y reflexiva, esta voz cruza el puente de la espera, del otro lado los amigos a quienes les abre la puerta para ir de nuevo a jugar, la nostalgia de los coches donde cabían muchos; del otro lado esta voz vuelve a calzarse el saco y a insistir en la vida, vuelve a cantar: conozco algunos arrullos y melodías mansas/si esta noche te acuestas en mi cama/quisiera cantártelas. Pero ojo, esa misma voz nos interpela y obliga a algo importante que se mantuvo en todo el libro de poemas: decirnos siempre la verdad.
El libro de Celina, Hoscos como nos lo presenta, es un amigo fiel al que podemos volver para escucharlo y escucharnos, refugiarnos y estar en esa oscuridad a la que tanto tememos pero la necesitamos para saber dónde estamos, pero principalmente, para saber quiénes somos.