Zimmermann respondió:
-Las explicaciones son tantas… Algunos conjeturan que San Martín cayó en una celada; otros, como Sarmiento, que era un militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió (…) (Jorge Luis Borges, “Guayaquil”, El informe de Brodie.)
“Vámonos” -dijo. “Volando, que aquí no nos quiere nadie” (Gabriel García Márquez, El general en su laberinto.)
Ya en aguas del Guayas, San Martín recibió una carta de Bolívar para asegurarse de que estaba allí. Guayaquil pertenecía hacía muy poco a la Gran Colombia como lo había determinado el mismo Simón Bolívar: ni independencia, ni República del Perú. El Libertador lo aguardaba. Él le sugirió que se encontraran en la goleta que lo había traído desde El Callao. Pero sin duda Bolívar deseaba que el Protector del Perú pisara suelo guayaquileño. Y así se lo hizo saber.
El Protector del Perú repasó toda la experiencia anterior con el Libertador. Una por una releyó las cartas que llevaba en su archivo. Prolijo hasta la obsesión, el general argentino anotaba y clasificaba todos los documentos.
Lo habían recibido los edecanes cuando la goleta ancló. Se hospedó muy cerca del malecón y de la Casa de Gobierno. Al mediodía se reunió con Bolívar.
Simón Bolívar era un hombre excesivamente delgado. San Martín había pensado en un Napoleón. Se veían por primera vez. Tal vez el otro vio también algo distinto en su fisonomía, pues San Martín alcanzó a adivinar cierto asombro en su mirada. ¿Qué había esperado Bolívar de su apariencia, de sus ojos, de su andar? Hubo un momento de reconocimiento, quizás de estupor. Se abrazaron. Bolívar se mostró nervioso y siempre alerta, práctico, sin rodeos y sin proyectos sublimes. Era huesos y piel. Los ojos desorbitados, las manos frías y con callosidades por la espada, el pelo blanco que había sido ensortijado, las piernas doloridas denunciaban una salud quebrada. La tisis había hecho estragos en ese hombre.
Bebió una tisana y protestó con ironía:
- ¡Estos médicos! Ya ha visto, usted, general, el estado de estas poblaciones, el escorbuto, el tabardillo, la fiebre tifoidea, y no falta la rabia en los animales. Hubo que sacrificar a cientos de canes por este mal. Y las supersticiones de los esclavos. Esta es la América por la que peleamos.
San Martín asintió. Le dijo que en el sur, tanto en Chile y el Perú como en el Río de la Plata, la naturaleza inclemente y el temperamento de sus habitantes también hacen lo suyo. Levantamientos, desobediencias y sobre todo desilusión, en cada provincia, en cada pueblo, en cada ciudad. Decepción por la sangre derramada y la falta de futuro.
¿Qué hacer? ¿Qué rumbo tomar?, se preguntó San Martín para sus adentros. El había pensado por su parte en la propuesta de Belgrano, un príncipe inca, una idea que ya había naufragado; pero existía también la posibilidad de un heredero de alguna dinastía europea. La responsabilidad ahora era un peso imponderable sobre sus espaldas, una capa de plomo, luego de haber hecho la guerra. ¿Qué aguardaba a América?
Era necesario terminar la contienda cuanto antes, su prolongación acarrearía infinitos males al continente. Ya se avizoraba la desgracia por las rivalidades entre los militares, los odios y las traiciones. Y en la Argentina, los intereses de Buenos Aires habían llevado a la peor de las desgracias en la gran frontera desde Atacama hasta Paraguay y desde Tarija a Tucumán, con el asesinato de Martín Miguel de Güemes, el general más valiente de las luchas independentistas, traicionado por propios y ajenos. Alguna vez él pensó en Güemes como su sucesor porque había demostrado con creces su hidalguía y su estrategia de guerra de guerrillas, acorde con los lugares inhóspitos y duros donde combatía. General de gran inteligencia, joven y abnegado, héroe de Suipacha, se enfrentó con el poder de Buenos Aires. Casi nadie, salvo los más cercanos, lo sabían: Güemes debía haberlo acompañado con sus escuadrones montados por tierra mientras el Ejército Libertador navegaba desde Chile al Perú. Como una pinza, Güemes y sus guerrilleros gauchos que eran cerca de 8.000 hombres hubieran cercado a los realistas, la victoria hubiese sido completa y se habrían ahorrado muchas vidas. Ese plan no se pudo concretar porque mataron al general Güemes. El peligro crecía. El ejército real podía, sin el ejército gaucho en la frontera con el Alto Perú, entrar cómodamente en el Río de la Plata. Pero Buenos Aires no lo entendía. Tampoco le importaba, mientras hiciera buenos negocios con Inglaterra y con Francia.
Entonces, el Protector del Perú le dijo abiertamente a Bolívar:
-Hay que terminar esto cuanto antes.
Bolívar lo miró entre interrogante y asombrado. ¿Qué les aguardaría si se apresuraban a terminar la lucha? No, no era posible. Los refuerzos que San Martín le solicitaba eran demasiados. No podía dejar desguarnecido el territorio de la Gran Colombia y menos ahora a Guayaquil. Era un riesgo.
- Las estrategias deben ser pragmáticas, dentro de un plan, permítame el calificativo, general, un plan matemático -dijo San Martín.
-Usted es un hombre cerebral -contestó Bolívar- Yo, en cambio, me rijo por las intuiciones, las pasiones de los pueblos. Y camino de acuerdo con sus imperativos.
-Usted hizo una campaña brillante, general, de alta estrategia -contestó San Martín- Por eso, y perdone, no pretendo aconsejarle, la pasión no debe obnubilar nuestros planes. Pero, eso sí, estoy íntimamente convencido de que se debe finalizar la guerra pronto, de lo contrario la anarquía y el dolor por los muertos, la violencia y la pobreza, harán estragos. Ya lo están haciendo. Necesito refuerzos, general -concluyó.
En medio de la conversación, San Martín vio al otro, vio sus manos afiladas y pálidas, la piel curtida por la intemperie, vio su extrema delgadez y su palidez de muerto, los ojos abiertos por la atención y el insomnio y, tal vez, por el dolor. Sí, él sabía que Bolívar sufría de dolores, bastaba con mirarlo. Además lo sabía porque había presenciado los vómitos de sangre de Remedios, sus temblores, sus ahogos. Bolívar estaba igual. La tuberculosis lo llevaba a la tumba.
Era el otro, era su espejo. Era él mismo caminando hacia la tumba con un séquito de oficiales, de soldados, de criollos y de negros. Era él mismo tomando su láudano, vomitando en la noche y en las madrugadas, era él mismo helado por las fiebres mientras lo transportaban a través de la cordillera con sesenta paisanos. El otro estaba allí: afiebrado, pero altivo, dolorido pero inclaudicable. Era el rostro de la batalla, de la guerra y la decisión por la libertad.
-A usted, general -dijo Bolívar- lo guía Minerva, porque es un gran alumno de Lord Wellington. A mí me dirige Marte. Son las reglas de este continente.
-A usted lo guía también la Razón, mi querido general, la de la Suprema Logia que nos tuvo por discípulos y hermanos. Las Logias de Cádiz y de Londres. No será difícil ponernos de acuerdo -contestó San Martín.
-Creo que usted es además un estadista -aseguró Bolívar-, un estratega brillante, como Napoleón, a la europea. Además usted es un político y tiene razón. Pero la sangre y la historia, este torrente que es América y que quizás el general no comprenda del todo pues viene de España, a pesar de ser hijo de las Misiones que reverencio. Yo sé que su amor por esta patria es desmedido como el mío y está dispuesto a todos los sacrificios. La América del Sud, nuestra amada madre y hermana, exige el sumo sacrificio.
-La guerra debe terminar -afirmó San Martín- Me pondré bajo sus órdenes, señor. Y podremos por fin hacer flamear el pabellón de la libertad desde Caracas a Montevideo, desde Lima a Buenos Aires. Pero no se haga ilusiones, general, los realistas poseen el doble de veteranos. Debemos unir nuestros ejércitos. Ya sabemos que la Gran Colombia, el Perú y Chile correrán con gastos y pertrechos, porque Buenos Aires nos ha abandonado. Buenos Aires mira a Europa. La historia debe escribirse sin ella. Mejor dicho, ella me empuja a actuar solo.
Bolívar pensó que sin duda Buenos Aires no soportaba la idea de una América del Sud unida, un gran estado, y por eso había quitado el apoyo al Ejército Libertador, porque era una ciudad de mercaderes ricos, en manos de un obcecado representante de la burguesía porteña, equivocado y altivo: Bernardino Rivadavia. A él y a Buenos Aires no les interesaba América. Entonces comentó:
-Me imagino su contrariedad y sobre todo la desprotección que sienten las fuerzas a su cargo. La patria por la que luchan les vuelve la espalda… Perdone, no soy quien para aconsejar a una eminencia militar e intelectual como usted. Pero, y disculpe que lo diga sin rodeos, cuídese, general, cuídese de Rivadavia…
-No hay más ciego que el que no quiere ver -acotó San Martín-. Y muchos en mi patria están ciegos. No pueden comprender que la guerra contra España y el Rey continúa. Se sienten a salvo. Quieren las luces, los libros, las universidades, solamente para ellos. El continente, allá… allá lejos… Buenos Aires nos deja solos. Lima está vapuleada por facciones irreconciliables, en Chile nos difaman. Solamente queda la Gran Colombia y su ejército para auxiliarnos. Hay un camino, por cierto: unir los ejércitos bajo un solo mando: el suyo, general.
Bolívar lo miró como lejano. Algo pasó por su mente y tuvo la certeza del gran corazón de San Martín que denunciaba la indiferencia del Río de la Plata, de esa Buenos Aires compleja y que le había quitado el apoyo y, a la vez, su preocupación por la patria por la que había dejado su prestigiosa carrera en el Ejército del Rey. Bolívar vio en los ojos de su ilustre huésped el brillo de la decepción y advirtió, sin duda alguna, el dolor del argentino ante el juego centralista y antiamericano del gobierno de Buenos Aires que no vacilaría en hacer valer su hegemonía en todo el continente. Más aun, comprendió que si aceptaba el ofrecimiento de San Martín, los oficiales de ambos ejércitos caerían en una rivalidad imparable, producto de orgullos y sentimientos locales. Eran previsibles los enfrentamientos en el seno de las tropas: bolivarianos y sanmartinianos, pensó, un triste panorama que agregaría más desencuentros y violencia, más rispideces y debilidad ante la Corona de España. Superó un primer momento de duda y confesó que su delicadeza le impedía aceptar el ofrecimiento de San Martín de ponerse bajo sus órdenes.
-Para mí -aseguró San Martín- terminar la campaña a las órdenes del Libertador de América del Sur, sería el colmo de la felicidad.
Mientras decía esto, San Martín vio en ese espejo que era Bolívar su cifra definitiva. No dijeron nada más. Se abrazaron. Eran ahora dos caminos que se abrían para decidir el futuro de la lucha. El futuro de la patria grande sería por cierto Ayacucho y Junín. Y sería Bolivia libertada y el asesinato por la espalda del Mariscal Sucre, la renuncia definitiva de San Martín, el desmembramiento de los ejércitos, la decepción, el retorno de Arenales, Guido, Luzuriaga y Alvarado a la Argentina, el crimen de Monteagudo en Lima, la guerra civil.
La libertad se escribía en sus cuerpos, los moribundos, los heridos, los muertos en las batallas, esos campos de dolor. La guerra. La batalla. La carga. La derrota y la gloria. Todo, todo eso los unía. Bolívar y San Martín se miraron y comprendieron. No había retorno. Otra vez se reunirían, por la tarde, y hablarían de las dinastías de Europa dispuestas a gobernar América. Al día siguiente conversaron un poco más y llegó el momento de la cena y de la música.
Otra vez el espejo. Bolívar estaba vestido de gala pero aun así se advertía su debilidad. Luego de la comida y los brindis, San Martin sintió una opresión en el pecho, el asma, el ahogo que había sufrido tantas veces. En los espejos de la sala se vio y vio al otro, al grande, al único, al general capaz de llevar al ejército a la victoria, pero vio también el fin, el oprobio, el desenlace y la desilusión, la certeza de la muerte que sería impiadosa y prematura para el venezolano.
-El temperamento de estos países nos llevará a la muerte -dijo San Martín.
No acabó de pronunciar esas palabras cuando advirtió la desdicha de Simón Bolívar. Advirtió el desenlace, el camino final por el Magdalena, la envidia, la incomprensión, el odio, la ingratitud y el descreimiento que lo llevó a decir unos años después que había arado en el mar… Todo el ejército libertador se diezmó y se disgregó, la Gran Colombia se descuartizó. Y Simón Bolívar debió ir hacia Cartagena con lo poco que le quedaba, o sea sus granaderos, su asistente, su Manuela Sáenz, su edecán Wilson, su cocinera, sus baúles vacíos. Iba a embarcarse hacia Europa pero murió, porque los pulmones ya no le resistían. A pesar del esfuerzo de los médicos, se impuso en esa batalla definitiva el triunfo de la fiebre, del delirio, de las hemorragias y los vómitos.
-Me voy -dijo el general San Martín a sus edecanes- me voy. Esto ha terminado para mí.
*Fragmento de la novela Rosa de Guayaquil, de Liliana Bellone, Editorial Verbum, Madrid, 2022