Exceptuando al "raro" Guillermo, ninguno de los integrantes de la barra pretendía ser como el Acertijo, el capitán Monasterio o Claudio María Domínguez. El último de los tres villanos era el más odiado, tal vez por el hecho de haber sido impuesto por los padres como un ejemplo a seguir. Para nosotros se trataba de un niño viejo, un aparato compitiendo por dinero en un programa de conocimientos innecesarios para nuestro mundo de fantasías. El Guille era distinto a todos, no sentía afición por ningún deporte, juego o entretenimiento alguno, su vida estaba condicionada por su fanatismo a la infelicidad. Su fatalidad lo acercaba a una extraña perversión, decía que la maldad sólo era un síntoma, una espina venenosa de una planta con raíces profundas arraigadas en la soledad de las almas. Su pánico al futuro pronto lo catapultó al pasado, quedó atrapado en su propio laberinto de sombras, locura y penas, como un náufrago solitario en medio de un océano imaginario, habitado por monstruos marinos y deidades anticuadas. El pibe "Odolito" fue para él como el Jasón de su propio Argo, el niño prodigio lo inició en un viaje con un sólo destino, el canto de sirenas. Mi amigo nunca conoció el mar, honduras, misterios y tormentas venían con él. Su decurso monotemático comprendía un castellano anacrónico con inclusión de términos desconocidos para la mayoría. La burla, hija predilecta del miedo, fue la moneda con la que devolvimos sus ricos relatos, nuestras carcajadas fueron rachas de Eolo hinchando las velas de un frágil navío bordeando un abismo circular. La trabajosa muerte de la abuela que lo había criado, sumado a la repentina mudanza de Silvia, su Penélope, quien en una noche sin luna se fugó de la casa, del barrio y del permanente acoso de su vecino, precipitaron lo temido, el navegante imaginario perdió todo contacto con el continente. Un buen día abrió como una boca la puerta de su casa y comenzó a rematar el conjunto del mobiliario como si se trataran de piezas dentarias. Hizo plata todo aquello que no necesitaba, heladera, cocina, mesas y camas. De traje y corbata se hizo tratar como un señor en restaurantes y hoteles del centro de la ciudad. Se burló de los poderosos, de la vulgaridad del dinero que los igualaba en la mediocridad de sus apariencias, del espejismo de tener para poder ser. Continuó liquidando activos, siguió por la grifería, caños, aberturas, chapas y tirantes, se convirtió en un albañil experto en la deconstrucción. Se refugió bajo un alero en los restos de una antigua galería con sólo lo imprescindible, un tocadiscos, una caja llena de vinilos y un ropero con un colchón en su interior, casucha en donde dormía acurrucado junto a su mascota. Aquella madrugada de domingo la tragedia griega se desató musicalizada por Santana, con Abraxas de fondo a todo volumen, mezclado con gritos de guerra y risas sombrías, roció las paredes con nafta y les prendió fuego. Un 31 de julio, día de su cumpleaños, lo visité en el Agudo Ávila, los enfermeros me comentaron que hasta ese día no había hablado con nadie. Perplejo y vivo inició un monólogo con mirada perdida y voz agusanada: "Entiendo que te envió Zeus, él está al tanto de todo, mis hombres enloquecieron, no pude evitar que consumieran la flor de loto con que la psiquiatra Escila los envenena diariamente cumpliendo órdenes de Poseidón. Ahora no quieren volver a sus casas, son monoteístas del Lexotanil. La historia a veces no se repite, pero yo te juro que volveré a Ítaca, aunque sea lo último que haga en esta vida". Le llevé de regalo un pullover tejido a mano con los colores de su equipo favorito. Una rígida sonrisa se dibujó en su rostro después de pasar la cabeza por el cuello redondo de la abrigada prenda. Ignoro si me escuchó cuando le conté que su galgo había logrado salvarse de las llamas y que se encontraba bajo mi cuidado, su mirada congelada sólo parecía estar atenta a ecos de voces vibrando en el horizonte. Después de tomar unos mates juntos, me acompañó hasta la puerta del internado desde donde se despidió con un consejo y un pedido. Me advirtió que la flecha de París seguía en el aire cargada de veneno, que no cometiera el mismo error de Telémaco y que abandonara su búsqueda de inmediato, que hiciera mi vida. Sólo me suplicó que no lo olvidara. Si bien los recuerdos no cumplen años, recibí la grata noticia sentado a la sombra de mi morera, la misma que alguna vez fue esqueje de un árbol chamuscado en el escenario de la catástrofe. Mónica, mi compañera, todavía impresionada por lo acontecido aquella mañana, me comentó sobre la visita de un ser extraño, un viajero de la eternidad o acaso un habitante de otro planeta, a quien Nerón, lejos de ladrar furiosamente como lo hacía frente a todo indigente, lloró y movió la cola durante el transcurso de la visita del forastero de piel curtida y olor a sal marina. La informante recordó que después de una minuciosa observación del territorio, el linyera se presentó con educación y estilo: "No se asuste señora, mi nombre es Ulises, mi vida fue un constante nostos, conocí a su esposo, el taimado Víctor, en otra vida, mis amigos del corazón fueron los únicos que me acompañaron durante este largo viaje". Acto seguido, visiblemente emocionada cual presa de un encantamiento, mi mujer revivió el instante en el que el repatriado depositó en sus manos un ovillo de lana negro y otro rojo junto con este recado: "Son para Penélope, su marido sabe lo que tiene que hacer, mi Odisea ha llegado a su fin". Escuché el relato en silencio, no creí oportuno explicar ni agregar nada, solamente me dejé llevar por un pensamiento hasta enredarme en el mástil de una duda, ¿será que nuestras vidas están guionadas o sólo seremos anónimos intérpretes de historias sin tiempo ni final?