En el último tramo de su enseñanza, Jacques Lacan se propuso una presentación del goce femenino en su singularidad incomparable.
Más allá de la ardua construcción lógica y clínica que le demandó esta tarea, el punto de partida de Lacan, su intuición fundante, era que el goce (que no debe confundirse con el placer y su satisfacción), encontraba un más allá en la posición femenina. Se trataba de un más allá de los goces delimitados y regulados por el intercambio fálico. A su vez, la posición femenina no coincidía con el sexo biológico femenino.
Cuando el goce no es localizable en ningún lugar del cuerpo porque se extiende por él y no se puede delimitar por el falo en sus distintas variantes simbólicas, ni puede quedar circunscripto por ningún objeto, Lacan sostiene que se trata de un goce Otro, el denominado goce femenino.
No se trata de un factor cuantitativo, como sostuvo Tiresias, que al ser mujer por un día, luego testimonió que ellas gozaban "noventa veces más".
En los ejemplos que presenta Lacan se trata de una relación con el Otro que no está limitada por el falo o por los objetos que median siempre en las actividades sexuales. Se trata, si se pudiera decir así, de una relación sin medida con el Otro. De allí los ejemplos en los que repara Lacan: Santa Teresa (autora de las Moradas), San Juan de la Cruz (ser hombre no le impide acceder a ese goce Otro), la famosa escultura de Bernini, y sus distintas observaciones clínicas. Siempre moviéndose en un terreno muy delicado, porque como bien sabe Lacan, de este goce nadie pudo nunca hablar directamente.
En el goce femenino se presenta un modo de relación donde el cuerpo es poseído y afectado por el Otro sin ningún límite, en una entrega incondicional. De allí que para ser soportado y no derivar hacia la locura siempre serán necesarios algunos artificios simbólicos para que la infinitud del goce femenino encuentre un modo de ser vivido.
Lo que muestra la serie Santa Evita sobre los atroces represores, en particular Mori de Koenig, es cómo la relación con el cadáver implica la aceptación de que Esa Mujer (Walsh) no está nunca muerta del todo. Su cuerpo brilla, aún embalsamado, con toda su potencia aurática. Dicho de otro modo, ella ha muerto pero el goce continúa habitando su ser.
El cadáver de la Santa pone en juego lo que no es "matable" nunca del todo, y la sustancia de lo no matable es el goce femenino con el que sus captores desearían entrar en relación.
El cuerpo de Evita, como consecuencia del goce no fálico que la habita, sigue en su muerte hablando y proyectando luz. No está muerta nunca del todo porque su enigma espectral de santa plebeya ha logrado reunir a la fuerza de la "yegua" con la fragilidad de una belleza bastarda.
De este modo, su secuestrador Mori de Koenig, absolutamente indiferente a las mujeres y al goce sexual corriente, solo a través del delirio puede sostener un trato con esa infinitud inabarcable del goce Otro, que sigue viva en su cuerpo disecado.