El día que no me invitaron a la feria del libro decidí dejar de ser escritor. Salí a caminar muy angustiado, para qué negarlo, y tomé por Oroño hacia el río. Justo frente al Automóvil Club me encuentro con Liliana y Ernesto. Liliana, le dije, he decidido dejar de ser escritor. Liliana, que es poeta y profesa la poesía concreta con mucho entusiasmo me miró extrañada. Y vos, Ramiro, desde cuándo sos escritor, preguntó Ernesto, que escribe novelas policiales y oficia de novio de la susodicha. Yo pensé: desde antes que vos que te la pasás plagiando a Agatha Christie. Sí, nunca tuviste mucha imaginación, Ernesto, mirá que ponerle “La gata cristiana” a tu última novela, no quiero ni pensar en lo que te haría Poirot si, por casualidad, llegara enterarse de tu existencia. 

Pero, por supuesto, no dije nada, ya se sabe que entre escritores conviene no decir nada, solo hay que poner cara de inteligente y dejar salir con poco aire un ajá, ajá, o carraspear y chasquear la lengua acariciándose la barbilla con el índice y el pulgar pero, en esta ocasión no me salió nada de eso porque, como dije, estaba muy angustiado, así que puse cara triste, ese día no me costaba nada y dije ¿desde cuándo soy escritor? lo soy desde siempre porque escritor se nace, no se hace, como dijo Chejov ¿Chejov decía eso? preguntó Liliana, porque sí, la que preguntó fue Liliana, Ernesto no, Ernesto no hubiera podido preguntar porque Ernesto no sabe nada de literatura, sólo posa. 

Sí, Chejov lo decía, pero lo decía en ruso por eso nadie entendió un pomo, dije yo. Liliana sonrió. Y yendo al hueso del asunto que nos ocupa, la verdad es que escritor me siento desde que no gané aquel concurso de cuentos sobre la dieta de los faquires, dije, bajando un poco la cabeza, no por vergüenza sino porque se me había escapado de un agujero de la media el dedo gordo del pie derecho y me molestaba el roce con la punta del zapato. No ganaste pero igual te publicaron en la antología del concurso ¿no? dijo, Liliana, siempre tan concreta. No, te dije que no gané y a los que no ganan no los publican, los perdedores quedan ahí, en las sombras del anonimato más cruel mordiendo el polvo de la derrota. Pero ¿alguien supo de tu participación? No ¿lo supiste vos? No, nadie lo supo, no quise anticiparme a un triunfo que yo veía seguro porque, la verdad, hubiera merecido ganar, era un cuento magnífico, un cuento sobre un faquir gordo que quería adelgazar y no podía. ¿Un faquir gordo? preguntó el plagiario. Sí, al final se hacía un by pass gástrico, dije. Ah, final feliz, dijo él, seguro que pudo adelgazar gracias a la ciencia médica. Che, Lili ¿no había un cuento de Kafka que hablaba de un faquir? Sí, Ernesto, hay un cuento de Kafka, “Un artista del hambre”, se llama, pero yo no plagio, dije, faquires hay muchos, vos sabés, y el mío hambre no tenía. Sí, claro, dijo Liliana, faquires hay muchos. Bueno, no sé si tantos, dijo Ernesto. Es verdad, eso te lo concedo, dije yo, van quedando pocos, pero este era más glotón que un oso pardo, no podía parar de comer, eso era original no me lo van a negar. No, claro, dijo Liliana, como original es original. ¿Comía hamburguesas? Eso engorda, dijo el plagiario, que seguro por dentro se reía de mí y de mi tristeza. No, comía serpientes, dije yo, sobre todo cobras, de las escupidoras, las más venenosas, se las comía crudas ¿viste?

Listo, es tarde, vamos, dijo Liliana, que me conoce y seguro veía crecer en mí esa indignación que me pone los ojos inyectados en sangre. Se fueron y yo seguí camino hacia el río a pesar de la molestia que me producía el dedo gordo del pie derecho rozando con la punta del zapato.

Ya estaba menos angustiado, eso sí, pero en cambio se me había instalado ese enojo que me hace andar más rápido y bracear como si fuera un cabo recién ascendido en el desfile del 9 de Julio. Seguro que a ellos los invitaron pensaba yo y me imaginaba al plagiario muy ufano fumando su pipa en la mesa sobre literatura tibetana y hablando, como si supiera, con ese tartamudeo tan al uso. Qué tipo fanfarrón.

Y de pronto, en Oroño y Córdoba, me cruzo con Adalberto Frías, mi compañero en el taller literario de Gregorio Peldaños. Al principio me alegré porque me cae bien Adalberto y porque pararme a charlar un rato supuse que me iba a servir para aliviar la molestia del dedo gordo. Adalberto ¿qué tal? ¿adónde vas? A la presentación de mi libro, voy ¿Vos no vas a venir? No sabía nada, Adalberto ¿Cómo? ¿Adriana no te avisó? No. Qué macana, bueno, venite igual, yo estoy yendo para allá, acompañame, es en la biblioteca. No, no puedo, Adalberto, tengo un compromiso, una cita con mi editor, es por mi libro de cuentos ¿viste? Creo que en un par de meses se va a publicar. Si hubiera sabido no me lo perdía pero nadie me avisó, viste. Ah, qué lástima, che, esta Adriana siempre tan despistada ¿Sabés que Gregorio me lo va a presentar? Y también me escribió el prólogo, no sé cómo retribuirle ¿Gregorio te lo va a presentar? Qué bien, sí, gran tipo Gregorio, muy generoso. Bueno, te lo merecés, Adalberto, que vaya todo bien y reservame un ejemplar, no te olvides. Claro, te lo dedico. Qué vas a dedicar, qué vas a dedicar, pensé mientras me alejaba renqueando, te creés que sos Roberto Arlt, ahora. Así que no sabés cómo retribuirle ¿eh? Bueno, no te hagás problemas, él seguro que sabe, ya te vas a enterar, porque ése sí que no da puntada sin hilo ¡ja!

Seguí caminando cada vez más despacio, me preocupaba pensar que mi santa indignación fuera cediendo su lugar al vulgar dolor de mi dedo gordo porque, poco a poco, la molestia inicial, casi imperceptible, se había ido transformando en auténtico dolor. Así que para avivar la bronca me esforzaba en odiar a Liliana y a Ernesto y a Adalberto pero, sobre todo, a Gregorio porque era él quien de verdad me había clavado la puñalada trapera. 

Cómo podía prologar el libro de Adalberto, nada menos que Adalberto, casi un analfabeto, Adalberto que no puede escribir una página sin cometer al menos cincuenta faltas de ortografía, y a mí para quien, sin exagerar, la Real Academia debería instituir el premio a la excelsa ortografía al sólo efecto de entregármelo, tenerme dando vueltas con infinidad de correcciones menores y con la promesa de que ya lo iba a lograr. Falta poquito, me decía, sólo hay que mejorar la conjugación de los verbos, aplicar correctamente el subjuntivo, disminuir la cantidad de adverbios y la proliferación de gerundios sin olvidarse de quitar las rimas, que usás como si fueras Bécquer, Gustavo Adolfo, y esto es prosa no poesía del siglo XIX, no lo olvides. Si me hacés caso en todo lo que te recomiendo, y no dudo que lo vas a hacer porque para eso te sobra talento, yo mismo te voy a presentar en la editorial y seguro te publican, vos vas a ser el primero del taller en llegar a la letra de molde, Ramiro, ya vas a ver. Así que me sobra talento para hacerle caso, mirá vos. Cuando pienso en eso de Bécquer, Gustavo Adolfo, me da risa, pero a él le gustaba llamar de esa manera a los escritores consagrados, Cortázar, Julio; Borges, Jorge Luis; Castillo, Abelardo; Nemirovsky, Irene y así, como si estuviera en un aula tomando asistencia. Yo tengo mi teoría para explicar esa extravagancia: es un efecto de su delirio de maestro universal.

Con cierta dificultad crucé Rivadavia, en la avenida de la Costa casi me atropella un Audi 7 Sportback (bello auto, quién pudiera) pero al final llegué al pastito, miré los silos que hoy en día hacen de museo, lindo, colorido el museo, de arte contemporáneo tenía que ser. Siempre me resultaron atractivos esos mamotretos, ahora más que nunca parecen tarros de pintura, pintura derramada, para colmo. Me senté en el suelo. Primero me quité los zapatos, a quién se le ocurre calzarse con borceguíes para salir a caminar, luego me saqué las medias, con el índice exploré el agujero de la derecha, miré mi dedo gordo, colorado e hinchado como un tomate maduro, me lo acaricié un poco, pobrecito, miré el río, tan ancho, tan marrón, tan profundo, tan frío.