Eran las tres y media de la tarde, más o menos, a esa hora por lo general no entraba nadie, así que ponía la música fuerte. En esa época lo único que teníamos en la tienda era el compact de Tina Turner de una compañera y el mío de Vinicio Capossela, no sé cuál de los dos estaba sonando en el momento en que entró. Solían ser un par de horas relajadas que las dedicaba a enderezar los zapatos en el escaparate, trepaba las largas escaleras del húmedo almacén medieval para guardar los pares que se habían probado por la mañana, colocaba etiquetas caídas, empujaba pelusas con el plumero y esperaba a que llegara la clientela.
Tipo cinco empezaban a caer clientas y ya para las seis la coqueta tienda en el corazón del Gótico, que durante dos horas había sido un oasis en la siesta, se transformaba en una selva de rebajas para las turistas, no importaba la altura del año en que estuviéramos. Aquella tarde cuando entró me impactó bastante, era mayor de cincuenta, la piel color oliva, gastada con una varicela leve y antigua. Tenía el cuerpo fibroso y pequeño calzado en un traje beige, combinado con una corbata de rombos bordó y una camisa azul claro. Llevaba el pelo moreno engominado y tenía la voz y los modales suaves y cortantes que marcaban el tono distante en que tenía que producirse el intercambio.
Me pidió unos zapatos de charol color obispo que estaban en la vidriera, el tacón aguja de doce centímetros fue nuestro secreto durante diez minutos, estaba claro que no iba a darme ninguna clase de explicaciones. Rápidamente se desacordonó los botines italianos, se enfundó con los calcetines descartables que usaban las clientas para probarse. A través del nylon pude admirar en silencio el barniz morado de las uñas manicuradas, los nudillos de los dedos con sus respectivos callos limados, el empeine arqueado como un salto de clavadista. Se calzó los tacones con el calzador de metal, haciendo uso de una habilidad que me dejó expectante y me ofreció, sin ofrecérmelo, pero sabiendo que los dos sabíamos que era un regalo, un rápido y elegante desfile por la alfombra púrpura de la tienda.
Los espejos y yo fuimos testigos, nadie más interrumpió ese momento afortunado, desde uno de ellos me clavó sus ojos negros, nunca más volvió a hacerlo. El pago fue expeditivo, en efectivo, la despedida, correcta y fría.
Las tardes siguieron igual de tranquilas hasta que con el tiempo se volvieron más animadas cuando empezaron a llegar de una en una, luego en grupos, las travestis que trabajaban en la calle Robadors. Me pedían la talla cuarenta y dos, cuarenta y tres, imposibles cuarenta y cuatro. Empecé a buscar por el ordenador los números más altos de los modelos de tacones que había por todas las tiendas, me las hacía traer con los chicos de las motos, y quedaba para que pasaran a la hora de la siesta así podía dedicarme a ellas tranquila. Conversábamos de moda, de papeles o no papeles de residencia, de los precios de los alquileres, de nuestros países de origen, invariablemente latinoamericanos, de tarifas de teléfono, de sus temporadas en Holanda.
A veces discutían entre ellas, pero ninguna diferencia pasó a mayores, eran puntuales, cariñosas y mal habladas, nos entristecíamos juntas cuando algún modelo no les entraba, tenían un gusto amplio y con ellas se me ofrecía la posibilidad de ver cómo quedaban algunos diseños fantasiosos que casi nadie se probaba. Hice una bonita clientela, no siempre eran las mismas, se iban rotando, pero coincidían en que ninguna quería detenerse demasiado a explicar qué había pasado con las que ya no venían. Jamás me dejaron clavada con algún modelo que hubiesen reservado, ni se excedían pidiendo más descuento del que podía hacerles. Adoraban los zapatos tanto como yo, les encantaba que les revelase trucos que me habían enseñado mis compañeras para detectar los zapatos de mala calidad, les expliqué cómo leer las etiquetas de fábrica y varios recursos de zapatera prodigiosa que agradecieron y no tuvieron en cuenta a la hora de enfrentarse a ciertas ofertas que las enceguecían igual que a las demás clientas.
Las jefas nunca quisieron ascenderme a vendedora, las ayudantas no cobrábamos comisión, en teoría tampoco podíamos quedarnos solas atendiendo la tienda, pero para ellas ese era un detalle sin importancia, o al menos no tan importante como el hecho de que yo tuviera un NIE. Mi calidad de inmigrante me colocaba en la situación de ser una aprendiza constante, no importaba cuánto tiempo llevara en la empresa, ascender implicaba más esfuerzo, yo no tuve esa paciencia ni ese empeño y al tiempo me fui. Mis jefas lo lamentaron, apreciaban mi inglés de latinoamericana colonizada, más fluido que el de las vendedoras nativas, pero no lo lamentaron tanto como para hacerme una oferta mejor.
A algunas de las chicas las vuelvo a ver cada tanto por la calle o tomando café con hielo en algún bar y me cuentan que ahora consiguen los zapatos por Amazon. A él en cambio no lo volví a ver, una lástima, me hubiera gustado tener otro desfile.