“Mientras América latina lamenta sus miserias generales, el interlocutor extranjero cultiva el gusto de esta miseria”. Las palabras escritas por el cineasta Glauber Rocha a mediados de los años 60 en “La estética del hambre”, su celebérrimo manifiesto, no sólo no han perdido vigencia, sino que pueden antojarse más certeras que nunca. Y continúan siendo tomadas por muchos como una suerte de piedra angular teórica de cierto “movimiento” que nunca fue tal de manera precisa, por la amplitud estética y temática de las películas que suelen incluirse dentro de sus filas y los diversos intereses formales de sus principales cultores. Lo que sí resulta indiscutible es que el Cinema Novo (la escasamente original gracia con la cual fue bautizado) fue el más creativo, poderoso y rutilante de los nuevos cines que florecieron en el continente sudamericano a la sombra de sus pares europeos. Ya sea en su vertiente más experimental y política o en aquella otra que, siguiendo parcialmente los lineamientos neorrealistas, concentraba sus armas en la descripción de entornos y conflictos sociales.
Quizás con la intención de demostrar la pertinencia contemporánea de esas películas, el Espacio de Artes Audiovisuales del Palais de Glace ha organizado –con la colaboración de la Embajada de Brasil– el ciclo Cinema Novo: estética y política, que recorrerá algunos de sus títulos más representativos, comenzando mañana por la tarde con la exhibición de Barravento y continuando durante los viernes, sábados y domingos de este mes, julio y la primera quincena de agosto (ver programación completa en el recuadro). Uno de los principales hitos precursores del Cinema Novo fue precisamente un coletazo tardío de ese “nuevo realismo” que terminó de cuajar en Italia en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Rio 40 Graus (1955), del todavía hoy activo Nelson Pereira dos Santos, no forma parte del ciclo programado por el Kino Palais, pero no puede dejar de mencionarse por el impacto indirecto que generaría en futuros jóvenes realizadores como Ruy Guerra, Anselmo Duarte y, por supuesto, Glauber Rocha. Su retrato de un Rio de Janeiro estratificado en diferentes clases sociales molestó a algunos y enamoró a otros, pero fundamentalmente demostró que el cine podía representar la vida en las favelas sin adornos, atenuaciones melodramáticas o visiones dulcificadas por vía de la chanchada, esa particular forma del cine brasileño popular. Pereira Dos Santos sí está presente en la programación del ciclo con un largometraje posterior, Boca de oro (1963), estrenado pocos meses antes del golpe de estado del 31 de marzo de 1964 que derrocaría al presidente João Goulart.
Con Barravento (1962), largometraje que Rocha recibió en sus manos como una papa caliente cuando el director original abandonó súbitamente el proyecto, se transformaría en uno de los gritos primigenios de ese nuevo cine brasileño recién parido. Su relato, concentrado en la esforzada vida en un pueblo de pescadores bahianos, comienza con todos los rasgos neorrealistas a flor de piel, pero rápidamente comienza a impregnarse de la teatralidad distanciada tan característica en el cine posterior del realizador. La tirante dialéctica entre mito y realismo no hace más que poner de relieve el costado más político de un film que se permite resolver una situación climática con una escena de capoeira y registrar, por primera vez en un film de ficción, una ceremonia de umbanda, gallina sacrificial incluida. “Algunas preocupaciones del film forman parte de mis preocupaciones: el fatalismo mítico, la agitación política y las relaciones entre la poesía y el lirismo, una relación compleja en un mundo bárbaro. Un ensayo cinematográfico, una experiencia de principiante”, escribió Rocha.
Como ocurriría posteriormente con la mayoría de los títulos más reconocidos y respetados del Cinema Novo, el film recibiría una inmediata aprobación de la crítica brasileña e internacional, pero no lograría conectar de manera visceral con el gran público. Según afirma el crítico peruano Isaac León Frías en su volumen El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta, respecto de las experiencias posteriores de Rocha y sus compañeros de viaje, “en varias de estas películas, el lenguaje audiovisual, ya de por sí exigente en las óperas primas, se hace más complejo e incluso hermético, lo que reduce la asistencia del público, pese a la enorme resonancia periodística que el movimiento había logrado captar desde sus primeros momentos. Ese será el talón de Aquiles del Cinema Novo, pese a lo cual –y a diferencia de lo ocurrido en Argentina con la Generación del Sesenta– la actividad prosigue y se diversifica”. La constatación más exacta de esa diversidad es la algo olvidada Pagador de promesas, estrenada ese mismo año, 1962, y ganadora de la Palma de Oro en Cannes. A pesar de elaborar una parte del relato a partir de la misma materia religiosa y mística que inspiró Barravento, el film de Anselmo Duarte no podría ser más diferente a la de Rocha. La historia de Zé, el hombre que le hace una promesa a una virgen si su mejor amigo logra curarse de una enfermedad, termina cuajando en un retrato acerca de la creación de un mito religioso.
“Voy a contar una historia / de verdad y de imaginación / Abran bien sus ojos / para escuchar con atención / Es cosa de Dios y del Diablo / En los confines del sertão”. Esas frases –que bien pudieron haber sido escritas por Sérgio Ricardo, el músico y letrista que compuso las canciones que acompañan el film– abren el pressbook original de Dios y el Diablo en la tierra del Sol, el magnífico segundo largometraje de Rocha y uno de los pilares del Cinema Novo. Su estreno en Cannes en mayo de 1964, un mes antes del lanzamiento en su país natal, afianzó internacionalmente el nombre del realizador, elemento que le permitiría en un futuro no muy lejano comenzar una nueva etapa en el exilio, cuando la situación política en Brasil le impidiera continuar desarrollando su carrera en libertad. Con su cruza de misticismo, realismo extremo y reelaboración de ciertos arquetipos del western clásico –apoyado por el contraste extremo de la fotografía de Waldemar Lima, que hace de cada negro un abismo insondable y de cada blanco un resplandor hiriente– Rocha daba un paso más en la experimentación formal y dejaba en claro que su cine, más allá de las obvias influencias neorrealistas y del montajismo de los soviéticos de los años 20, seguiría el camino de la modernidad. Más cerca de Pasolini y de Godard que de cualquiera de sus coterráneos, a pesar de la temática estrictamente local, que retoma las viejas leyendas de los cangaceiros (los bandoleros que asolaron las haciendas de los terratenientes del nordeste brasileño, a fines del siglo XIX y comienzos del XX) Rocha reconvierte esas influencias en espejo social y político de su país. En palabras del director: “Si el estilo es, en el cine, una cuestión de política, este film es el pensamiento del equipo que lo realizó”.
Entre los títulos que también podrán verse en la sala de cine del Palais de Glace se encuentran algunos largometrajes que, a pesar de resultar emblemáticos en el momento de su realización, han quedado un tanto alejados del canon esencial que se ha ido formando alrededor del Cinema Novo con el correr de las décadas. Entre ellas, La fallecida (1965), de Leon Hirszman, realizador que murió en 1987, a los cincuenta años, luego de que una transfusión de sangre lo infectara con el virus del vih. La mirada afilada y, por momentos, pesimista sobre la vida de sus personajes lo acercan al universo del cine de Michelangelo Antonioni y en este film, protagonizado por una ama de casa obsesionada con su propio entierro, las aristas alienantes de la vida contemporánea adquieren el peso de la evidencia indiscutible. La fallecida comparte algunas inquietudes con otra de las películas fundacionales del Cinema Novo, Os cafajestes (1962), dirigida por Ruy Guerra, que no forma parte de la programación del ciclo. Sí podrán apreciarse las virtudes de la ópera prima en el largometraje de ficción de Joaquim Pedro de Andrade, El cura y la muchacha (1966), que retrata la convulsión provocada por la llegada de un joven sacerdote a un pueblito de Minas Gerais. Basado libremente en un poema de Carlos Drummond de Andrade, el film introduce otra clase de elementos folclóricos y formales en el torrente del Cinema Novo, que en el caso de la filmografía de Pedro de Andrade tendrían su máxima expresión en la explosión de color y tropicalismo de Macunaíma (1969), retrato en clave paródica y filosamente irónica de la convivencia inseparable de un Brasil mitológico y otro moderno. En un film que nunca abandona el sentido del humor como antídoto contra la solemnidad, la escena de la orgía en una piscina repleta de sangre, vísceras y miembros de animales muertos sigue resistiéndose al análisis simbólico facilista.
Además de otro film esencial como El bandido de la luz roja (1968), de Rogério Sganzerla, el Kino Palais presentará dos programas de cortometrajes sobre la cultura popular brasileña –varios de ellos realizados por Pedro de Andrade y Glauber Rocha entre los años 1959 y 1968– y un título que no sólo ha sobrevivido al paso del tiempo, sino que continúa describiendo de manera certera algunos de los conflictos y problemas esenciales de la política latinoamericana contemporánea. Tierra en trance (1967), cuya copia debió ser enviada de manera ilegal a Europa para su exhibición a tiempo en Cannes (la dictadura brasileña se negó a que la película fuera en representación oficial), posiblemente sea la obra maestra en la filmografía de Rocha, el retrato de un país imaginario llamado Eldorado que se debate entre el populismo y el conservadurismo. La última imagen congelada del protagonista, fusil en mano en medio de un paraje desértico, es testimonio de su mirada, que fue atacada en su momento tanto por derecha como por izquierda. Luego de ese grito furibundo parecido a un callejón sin salida, el bahiano comenzaría a alejarse de la estética del hambre para cruzar el océano y entregarse a la del sueño. “El irracionalismo liberador es la más fuerte arma del revolucionario”, afirmaría después, para concluir que no podía explicar su sueño “porque él nace de una intimidad cada vez mayor con el tema de mis films, sentido natural de mi vida”.