Otra serie que en los últimos años pega el salto al cine y van... ¿cuántas? Una enumeración rápida muestra que la cifra supera con holgura la decena e incluye títulos de toda calaña, desde algunos de acción y si se quiere clásicos (Los Angeles de Charlie, Brigada A, Misión imposible, SWAT) hasta comedias de tintes policiales (Comando especial, CHIPS) y, claro, infantiles relativamente contemporáneas (Power Rangers). Hay poco en común entre ellas más allá del origen televisivo. Algunas se limitan a replicar las características principales de su materia prima catódica, convirtiéndose así en un capítulo extendido, poco más que un ejercicio endogámico dirigido únicamente a sus fanáticos. Otras, en cambio, toman las directrices narrativas de antaño para terminar dando forma a algo distinto, y algunas, las menos, ensayan una lectura autoconsciente que raya con la burla. Baywatch: Guardines de la bahía es una buena (incluso muy buena, a veces) comedia cuando se encuadra en este último grupo, y deja de serlo cuando se toma en serio su trama delictiva.
La adaptación de la serie que catapultó a la fama a Pamela Anderson y David Hasselhoff –a quienes, claro, se les reservan sendos cameos– no descollará ni entrará en la historia grande de ningún libro, pero tampoco es el desastre que presagiaban las críticas norteamericanas. Es, en todo caso, una película insegura de su rumbo y algo dubitativa a la hora decidir qué quiere ser, pero que cuando apunta la proa hacia la comedia gana gracias a la aplicación y el buen uso de las armas más nobles del género: timing, gags efectivos, situaciones cuyo inverosímil se subraya desde la puesta en escena y un par de protagonistas en estado de gracia como Dwayne Johnson y Zac Efron, dos enormes actores que entendieron hace bastante que la fisonomía es su disparador humorístico más eficaz.
Sobre el contraste entre ambos se construyen las bases del relato. El ex The Rock encarna a Mitch Buchannon, el noble y servicial jefe de un puesto de guardavidas, quien ahora se apresta llevar adelante una convocatoria para reforzar el plantel a su cargo. Hay un candidato salido de la factoría de Judd Apatow. Ronnie (Jon Bass) es un gordito tímido, nerd y bonachón que presta su punto de vista para que la película observe con el mismo grado de ajenidad que cualquier espectador promedio todo un mundo que parece transcurrir en Instagram: atardeceres bañados en luz naranja, playas paradisíacas, ejercicio físico y una fauna de hombres fornidos y mujeres voluptuosas que la pasan bien y cuyos ojos son tan claros que cuesta no pensar que hay algún filtro de por medio. Esa distancia es también la que propone el realizador Seth Gordon (Quiero matar a mi jefe y Ladrona de identidades) respecto a la serie original. Baywatch se ríe tanto de las situaciones que se plantean como de la iconografía que Anderson, Hasselhoff y compañía supieron construir, empezando, claro, por la clásica corrida de frente y en cámara lenta.
Efron calza de maravillas dentro de esa perfección física. Es un auténtico muñequito de torta –un Ken, como le dicen por ahí– al que la película, y sobre todo Mitch, tratan como tal. El ex High School Musical encarna a un nadador profesional que ganó dos medallas en los últimos Juegos Olímpicos y ahora está en la lona después de haber perdido una carrera de postas por…vomitar adentro de la pileta. ¿Vómitos en Baywatch? Sí, y no uno sino dos. El problema es que en un momento los guionistas dejan de estar convencidos de explotar esa vertiente cómica e incluyen a una traficante de drogas que pone en peligro la tranquilidad del lugar. Johnson, entonces, pasa de ser gracioso a hablar sobre el trabajo colectivo y la importancia de priorizar el equipo por sobre los intereses personales. Efron, a su vez, se da cuenta de que fue egoísta y se redime. Lo que pica en Baywatch no son las aguas vivas, sino el síndrome de la culpa.