Una integrante de un programa de radio comenta un diálogo que tuvo con un taxista porteño. Le preguntó cómo andaba el trabajo y el chofer le contestó que “había que pelearla” que se acabó el tiempo en que ganaba la plata fácil. Es decir, que hay que esforzarse para que Argentina mejore. Y tiene esperanzas de que así ocurra. No sé cuántos argentinos piensan así, pero me temo que no son pocos. Al menos yo fui testigo de dos casos de trabajadores que sostienen lo mismo. Los que saben dicen que el gobierno lanzará una campaña para octubre basada en la “pesada herencia”. Eludirán las referencias a la situación económica, que no le es favorable y apuntarán todas las baterías hacia el pasado, al que le cargan todos los males del país. Machacarán con que “nos salvamos de convertirnos en Venezuela”, sin explicar las razones. Una simple ucronía indemostrable. “¿Y por qué Venezuela y no en Ecuador?”, se pregunta mi compañero de teatro Raúl Brambilla. Y por ese camino se puede predecir que con Cambiemos vamos camino de convertirnos en Brasil.
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El control remoto me instala en un diálogo entre economistas cuyos nombres no pude registrar porque ingresé al programa ya empezado. Analizan la situación en Brasil. Uno de ellos dice que “Lula le dio de comer a 30 millones de brasileños”. Otro opina que es una pena lo que ocurre políticamente en el país vecino “en momentos en que la economía muestras signos de recuperación”. Cosa de tecnócratas. La economía “mejora” aunque 30 millones de seres humanos padezcan hambre.
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Ya hace un tiempo caminaba yo por la calle Callao, cerca de Las Heras, cuando me topé con una pareja que se despedía. “Glugialo y después nos tuiteamos”, dijo él. Sentí un malestar en el estómago, llegué a casa, tomé un Eudon y me fui a dormir sin cenar. No pasó mucho tiempo desde aquel día cuando en similares circunstancias un cuarentón le decía al que podía ser su amigo “nos meiliamos”. Estuve tres días en cama con vómitos y algo de fiebre. Y no va que el mismo día que salgo a la calle, escucho a una maestra de guardapolvo decirle a una colega “nos uashapeamos”. Me desmayé en plena calle. Me llevaron al hospital Alemán, una semana en terapia intensiva y otra en intermedia. El mismo día que dejé el hospital, tomé la decisión: me encerré en mi departamento, desconecté la computadora y planté el televisor en Neflix para ver, sólo, películas subtituladas. Incluso le prohibí el habla a la señora que viene a trabajar a casa. Una casualidad pone en mis manos un ejemplar del diario La Nación. Leo una nota de un columnista de buena pluma que en un momento comenta que “Macri dedicó un tiempo a couchear a sus ministros.”
Esto no da para más. Mañana me suicido.
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Don Vicente era un inmigrante italiano, sin mucho oficio, que se dedicaba a construir casas elementales. Tenía un ayudante, también italiano, Carmelo, al que solía maltratar. Carmelo, resignado, obedecía en silencio. Solo se le oía farfullar, una y otra vez, una frase en cocoliche que divertía a Don Vicente: “Má cosa e’ Susana babiche, Carmelo”. Así un largo tiempo, hasta que una hija de Don Vicente, que estudiaba inglés, desentrañó la frase que machacaba Carmelo. “Susana babiche” era, en realidad “Son of the bitch”. Carmelo había pasado un año por Nueva York antes de radicarse en la Argentina. Ninguno de la familia se lo reveló jamás a Don Vicente.
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Mauricio Macri, preocupado por lo ocurrido con Temer en Brasil, estaría dispuesto a tomar una medida extrema. Una fuente insospechable me reveló que el Presidente dispondría que, a partir de ahora, toda reunión que incluya a ministros, empresarios y legisladores se realicen con todos los presentes totalmente desnudos. Inclusive los empleados que ingresen a la reunión y hasta el mozo que sirve el café. Todos en bolas. Menos el Presidente, por supuesto.