Podría haber muerto en el mar, mientras viajaba para encontrarse con su novio y estaba atrapada en una novela, aunque Amalia siempre se preocupó por mantener el encanto y hacer que la realidad no fuera tan filosa, tan invasiva mientras le duraba la juventud y las cartas de su amado eran un estilo que ella analizaba con una sonrisa petulante. Dos adjetivos y dos sustantivos hacían de Eduardo un ser esquemático.
La actuación de Sofía Brito se construye entre una estética propia del cine argentino de los años cuarenta y una posible caracterización del personaje del folletín de José Mármol donde el contrapunto con la empleada que destella una comicidad astuta y suelta en Maruja Bustamante recrea una dupla temática que se complejiza en la tensión entre dos registros interpretativos.
Pero la Amalia de los años 80 es intrépida, expone una impunidad diáfana en relación a su familia. Su hija no se le parece en nada. Del glamour y la mundanidad de Amalia, a la hija solo le queda un divorcio y una existencia apagada. Amalia, convertida en Graciela Dufau, es una malabarista que mientras culpa a su hija de cada drama doméstico le pide ser su amiga. No para enmarañarse en sus problemas sino para divertirse con sus secretos.
Lxs jóvenes hablan del tiempo, del pasado y del futuro pero sobre todo de ese presente inasible en el que no saben qué hacer. El triangulo amoroso se repite en las tres historias como un predestinación ineludible, en contraposición con ese dos que usaba Eduardo en su escritura. El triángulo es la instabilidad, lo insatisfactorio y es también lo que vendrá porque ese presente de a dos necesita una fuga prometedora como la reescritura que instaura Mariana Chaud en su dramaturgia.
El romance es para Amalia el sustento de una narrativa que la estimula y es la válvula de una trama que le permite a Chaud entrar en complicidad con su protagonista. Los personajes en No me pienso morir tienen plena conciencia de su transcurrir en el mundo. La Amalia joven porque navega en la tempestad, entonces se presta a disfrutar lo que ese barco le propone, la Amalia madura puede ver toda su biografía y la del resto de su familia. La vejez es en el texto de Chaud una etapa de lucidez demoledora. Amalia es un torrente frente a su hija y sus nietos, toma decisiones, resuelve como una autora en escena ante criaturas tambaleantes. En los diálogos se enlaza un tono coloquial con una capa de reflexión propia de situaciones donde siempre hay algo suspendido. En esa quinta de los años 80 la familia de Amalia está en una instancia de descanso y la Amalia joven es una pasajera en transe. Puede enamorarse de otro, puede llegar a una Europa desgajada por la guerra, todo es muy épico. Ella parece la diva de una película de teléfonos blancos pero su hija y sus nietos no serán parte de esa aventura, no tendrán oscuridades atenuadas por recepciones en embajadas y viajes. Su realismo es algo melancólico. Amalia tiene la imaginación de su lado. Sus delirios de grandeza le otorgan una felicidad excepcional. Es la versión triunfal de Blanche Du Bois. Ella es una actriz frente a su hija y sus nietos, frente a su criada y mucho más frente a los hombres. Pertenece a una época donde la belleza femenina era una totalidad arrasadora que conquistaba como en un hechizo. Su descendencia habla de un entorno sin ambición, donde los seres se encuentran doblegados, o al menos intimidados por las circunstancias, y eso se expresa en una corporalidad desarmada a diferencia del porte invulnerable de Dufau y Brito. Hay en Amalia un deseo temerario que no podrán aprovechar las generaciones siguientes como si ella lxs hubiera desheredado de toda inventiva y lxs dejara desamparadxs en pleno realismo.
No me pienso morir se presenta de jueves a domingos a las 21 en el Teatro Cervantes.