“Mi local abre de las doce a las siete de la mañana. Lo llaman ‘El restaurante de Medianoche’. ¿Tengo suficientes clientes? Más de los que cualquiera esperaría”, dice el maestro de cocina en la apertura de Midnight Tokyo Stories. Sus diez capítulos conforman una de las apuestas más recientes y singulares del menú Netflix. En el establecimiento Meshiya solo hay cuatro cosas: sopa de miso y cerdo, cerveza, sake y shochu. Pero su dueño (Kaoru Kobayashi) puede cocinar a pedido de los clientes “siempre y cuando tenga los ingredientes necesarios”. Estos encargos especiales son apenas un entremés, el plato fuerte son los dilemas existenciales de sus comensales. Todos posibles suicidas que, en vez de tirarse a las vías del tren en la metrópolis de neón, calman su pena llenando su estómago. 
Poco es lo que se sabe del chef. El patrón de este pequeño izakaya toma distancia de sus parroquianos, habla lo justo y se dedica a cocinar. Hay algo muy misterioso en ese hombre con una cicatriz que cruza su cara, pero la serie no se esmera en develar demasiado. El maestro oficia de guía espiritual con lo que mejor sabe hacer. En poco menos de media hora se presenta una receta (omelette de arroz, tofu de huevo, salteado de cerdo) y a quien lo ha pedido. Los que llegan a ese lugar tuvieron un pasado más o menos virtuoso y atraviesan un presente complejo. Nada se resuelve por completo, pero al final del episodio sobrevuela la sensación de que podrán seguir andando. ¿Algunos protagonistas? Una taxista que recuerda su tiempo de gloria en un programa de tevé símil Power Rangers. “Era la peor actriz de todas y eso me molestaba”, dice mientras da sorbitos a su sopa ramen. Aún más extraño es el caso de otra mujer obsesionada con tejer suéteres para hombres y que no encuentra cariño real. En otro se opta por una relación imposible: un científico japonés enamorado de una dama de compañía coreana. También están los vínculos irrompibles, como aquel entre un cómico y su antiguo asistente, que ha superado al maestro y se volvió una estrella mediática. Los celos del más viejo aparecerán en una discusión por un palito de salchicha empanizada. Las historias suceden entre los cuchicheos y chismes de la clientela. Es como si el lugar les permitiera dorar a todos sus sentimientos reprimidos: amor, honor, piedad, orgullo, amistad. 
En este gran arco de la cultura japonesa, lo sexual también está presente. Una esposa tipo trofeo se reencuentra con un ex amante que fue estrella del porno. Para desconocimiento de su marido, ella también fue actriz ocasional del cine XXX. También en el episodio en el que un almacenero quiere rememorar las frutas agrias que le hacía su madre muerta. El fantasma de la mujer lo acecha y al hijo no se le ocurre mejor idea que regalarle al cocinero la colección de arte erótico de la fallecida. En pantalla irrumpirán ilustraciones de Shunga, esos dibujos que se les daba a las novias “para que la noche de bodas no las tome desprevenidas”, cuenta una voz en off. ¿Será la voz del espectro? Lo dicho, Midnight Tokyo Stories es una serie original de Netflix y confeccionada en Japón, que sin negar las iconografías de su país, tampoco cae en didactismos innecesarios. Aunque por momentos su sabor sea tan peculiar como el de ciruelas al vinagre. 
En su timing y esquematismo narrativo, la propuesta se aleja del frenesí y las vueltas de tuerca de la TV moderna. Lo mismo puede decirse de sus actuaciones, una mezcla de minimalismo o sobrecarga propia de la comedia oriental. Por momentos contemplativa, a veces descarnada, con trazos melancólicos o con un humor tontorrón como el que se respiraba en las películas El sabor del té (Katsuhito Ishii; 2004) o El verano de Kikujiro (Takeshi Kitano; 1999). La cámara se deleita con la elaboración, cocción y presentación de las comidas. No puede acusarse a Joji Matsuoka, su director, de aprovecharse del fenómeno foodie. Midnight Tokyo Stories está basada en un manga editado a mediados de la década pasada que tuvo sus versiones para la TV asiática, dos películas, y una nueva temporada en camino por Netflix. Seguramente sea con el mismo esquema. Una comida, un sujeto, un problema humano y panza contenta. Ese molde que acabará indefectiblemente con algún personaje rompiendo la cuarta pared, mirando a cámara y dando las buenas noches a los espectadores: “Oyasumi Nasai”.