Pareciera que, de un tiempo a esta parte, siempre hay más de una obra escrita por Santiago Loza en la cartelera porteña. En un momento hubo ocho. Ahora son dos, entre ellas un estreno. Y hay más dentro del país y en otros del mundo. Loza, quien congenia con la idea de que el artista es un laburante, aparte es guionista y director de cine. Está terminando una película y proyecta estrenar otra a fin de año. A los 46 años publicó su primera novela, El hombre que duerme a mi lado (Tusquets), “policial de entrecasa” en sus palabras, una historia sobre el vínculo entre una madre y un hijo. Ya está escribiendo otra, anticipa. Es mucha y variada su producción, pero su presente parece quedar resumido en esta frase: “Mis intentos narrativos estaban camuflados”, dice el artista cordobés, con su acento mixturado.
Y continúa: “Pasaron muchísimos años en los que escribí teatro o cine. Había algo que el cine o el teatro completaban. No tenía confianza en mi escritura”. Cuando atravesaba una crisis con el cine comenzó a estudiar en la EMAD, donde maestros como Mauricio Kartun lo impulsaron, y se identificó con la dramaturgia. La “intensidad” que atravesó en los últimos años en lo que respecta al teatro –con obras como Nada del amor me produce envidia, La mujer puerca y Todo verde, entre tantas otras– empezó a instaurarle aquella confianza de la que habla. Porque no fueron pocos los que al ver los espectáculos señalaban la potencia del relato.
Entonces se publicó Textos reunidos, en 2015, compilado de su producción teatral hasta entonces inédita, que ya se disfrutaba como literatura. No falta mucho para que salga un segundo libro con materiales más recientes: Obra dispersa. “Me siento un vendedor que va sacando cosas”, se ríe a medida que hace cada anuncio. La novela El hombre que duerme a mi lado tiene un antecedente llamado Yo te vi caer. “Un texto híbrido, hecho de cachos, retazos, embriones de otras obras que quería escribir, una casi novela”, sintetiza. Se convirtió en espectáculo en 2013, con dirección de Maricel Alvarez y coreografía de Diana Szeinblum. El libro publicado en octubre reúne ambos textos: la “casi novela” y la “casi obra de teatro”, escrita diez años después.
En El hombre… la mayor parte del tiempo habla Nelly, en primera persona, una mujer de pueblo que “embromada por la salud” se instala en la casa de su hijo, en la ciudad. En esa casa, Mauro vive con su pareja, Daniel, y en la convivencia forzada Nelly entablará con su yerno una relación muy particular. La que tiene con el hijo también lo es: no lo soporta. Dice sobre él que es “un pesado en plena realización”. Dice: “Lo quiero a mi manera, parca, desganada. Lo quiero sin la voluntad del cariño. Lo quiero porque tengo la obligación de quererlo”. La verborrágica y peligrosa Nelly es para el autor una encarnación del “fascismo del medio pelo argentino”. “Tiene una cosa de clase media un poco ruin, de mala conciencia social. Quería hacer un personaje inimputable, que pensara lo que uno no quiere escuchar, que tuviera un costado quejoso y prejuicioso y que eso se fuera expandiendo hacia un lugar medio inesperado. Me gusta mucho trabajar sobre el chisme, como relato en mutación, que siempre tiene una víctima, alguien difamado que no se puede defender. Es un policial doméstico, que no saldría en los medios”, lo presenta.
“Atravesé el libro de manera impúdica. Es descaradamente emocional, tiene humor y distancia pero es impúdico en su aproximación emotiva. Corre el riesgo de ser cursi, pueril, desmesurado y ridículo. Sentí que puse menos trabas a cierta zona emocional, que no tuve prejuicios con mis emociones o con quedar bien parado literariamente”, expresa el autor. Pero antes de decir todo esto dice que en la adolescencia escribía cuentos. Es ahí adonde lo lleva esta novedad en su carrera: al despertar de su vocación, la de escritor, ya no uno camuflado quizás. Porque después de querer ser sacerdote, sólo quiso ser escritor.
–¿Se acuerda de qué tipo de cuentos escribía en la adolescencia? ¿Hay alguna conexión con lo que escribe ahora?
–Me parece que uno empieza a escribir imitando. Leía a Bradbury y escribía ciencia ficción. Me gustaba mucho Arlt, lo leía e inmediatamente había un relato que lo imitaba. Quizá uno tarda muchos años en encontrar una voz, si es que existe eso. Uno la vive buscando. Sí recuerdo que eran cuentos medio tristones, eso quizás es lo único que se puede asemejar a lo que escribo. Ya había cierta carga melancólica, pero había mucha referencia a libros y cierto cine que veía.
–¿Cuál era ese cine?
–La adolescencia fue un momento de cambio, de descubrimiento literario y cinematográfico. Pasé de ver un cine de entretenimiento, que me encanta, a descubrir a Tarkovski, Pasolini o Fellini. Leía mucho pero lo que había en mi casa, y no había buena literatura. Había best sellers y libros más religiosos, pero no había descubierto la literatura que me conmovía más.
–¿Alguien tuvo que ver con eso?
–Fui a un colegio de sacerdotes, de varones, medio infernal. Un perito mercantil. Todo era desfavorable, malísimo. Yo era muy mal alumno en todo, nunca fui aplicado, pero me gustaba hacer redacciones, y había un profesor que se llamaba Jorge Torres. Le gustaba mucho Marechal, era especialista. Y no sé por qué, en un momento me dio el Adán Buenosayres. No lo leí todo, lo leí mucho después, pero recuerdo que algunas cosas me gustaron. Torres me propuso que me presentara a concursos literarios. Fue el impulsor, el profe que te salva, la primera persona que autorizó la vocación. Yo de chico sentía que tenía una vocación muy fuerte hacia la escritura, pero era muy temeroso a manifestarla. El cine y la literatura me salvaron en el momento duro que es la adolescencia.
–¿De qué lo salvaron?
–De la soledad extrema de alguien que se descubre abismalmente diferente, solo en el mundo, y se identifica con algo. En mi caso, el arte reemplazó el lugar de la vivencia religiosa. Es una manera de seguir creyendo. Tuve una crisis religiosa, pero con el tiempo me doy cuenta de que la escritura o el cine están íntimamente ligados a la creencia. Son un acto de fe. También es trabajo, paciencia y fracaso. Cuando alguien te valora te podés marear y no entender que la relación que uno tiene con el trabajo es más privada, espinosa y rara, y está en una búsqueda que no siempre tiene que ver con lo que se ve afuera. Ahora se habla del libro, pero lo escribí hace dos años, un poco más. No es lo que me está pasando a mí con el trabajo ahora.
–¿Y qué es lo que le está pasando?
–Estoy intentando otras formas de narrativa, intentando hacer otra novela, pensando otros guiones. No estoy escribiendo teatro. Vuelvo a poner en crisis la escritura y vuelvo a descubrirla, sigo sintiendo que estoy aprendiendo, con mucha curiosidad de qué puedo llegar a encontrar en el camino. Conforme con algunas cosas que han pasado, pero temeroso y con dudas sobre lo que va a venir.
–Al estar tan asociado a la dramaturgia, ¿le producía temor publicar una novela?
–Sí: el temor de ser mal leído. Lo hablaba con Romina Paula, que había pasado por esta experiencia. Le decía, “me siento muy poco escritor en relación con los escritores, lo que suelen hablar, las discusiones”. Me siento muy poco intelectual, no sé si mis lecturas son las que se deben leer en este momento, leo desordenadamente, no tengo opinión sobre muchas cosas más que mi trabajo. Siempre en el ámbito del cine me siento un poco de costado; en el teatro, como no dirijo y no soy parte de los ensayos, también; y en el ámbito de la literatura no soy alguien conocido. Soy un personaje lateral. Estoy conforme con la novela que entregué, me identifica, no es lo que escribiría ahora. Siempre me pasa cuando termino una película o estreno una obra: me dan ganas de decirle a la gente “no lean esto que lo que viene va a ser mejor”. Pero la escritura de El hombre… fue de mucho disfrute.
–¿A pesar de lo dolorosa que es?
–Tiene zonas de humor y de dolor. Me divirtió en el sentido de que había que poner el cuerpo. Fui tomado por la escritura. Me divirtió y me amargó, me hacía llorar. Decía, “si todo esto me está pasando a mí, a alguien más le va a importar”. Después, es una brasa que querés soltar. Te quema la ansiedad. Y el otro completa algo. Durante muchos años escribía y hacía cine para entenderme y descreía de la idea de un público, o no me importaba. Pero con el tiempo, sobre todo con el teatro, con la gente que empezó a ver las obras y me empezó a hablar, entendí que tenía un diálogo con otros que no conocía. Y me empezó a importar. Es mi forma de estar en el mundo y me importa ser parte del mundo, no estoy tan enajenado. Me importa tener una función. Fue fuerte lo que ha pasado con el teatro, más que en el cine. Esta novela, quizás no la que viene, está vinculada a ciertas zonas que trabajé en teatro.
–¿La empezó a escribir pensando en teatro?
–No, quería escribir una novela sobre esta relación entre una madre y un hijo. La empecé a escribir con la voz del hijo. No funcionó, se me agotaba, no podía ver el personaje, no se constituía como tal y su voz no era interesante. Fue un volantazo: “esto lo tiene que contar ella”. Me sentí mucho más yo siendo Nelly. La entendía mucho más. Esta voz que se vuelve inimputable, que dice todo lo que no queremos escuchar, esta persona que es como un Terminator de lo incorrecto…
–Que no quiere a su hijo.
–Es lo peor que alguien puede… Uno da por sentado ciertos vínculos como si fueran naturales. Y son construcciones culturales. Como la maternidad. Uno aprende a ser hijo, madre, pareja… En el caso de la novela, esta madre e hijo se miran como extraños. La sangre es la fatalidad, los une la sangre. Eso, “los une la sangre”, es un mandato cultural. Porque estas personas podrían no verse más. Y no existiría la novela. Fui emocionándome con ella, que no tiene muchos puntos de contacto, a priori, con uno. Yo sentía que era una novela porque me empezaba a divertir la idea de que era una saga. No sabía hacia dónde iba, pero sentía que la voz de este personaje era imparable. Iba por más. Había una extensión, una expansión que el teatro no permitía. Tensiones y derivas. Porque, por un lado, estaba la mirada de ella, pero también la del hijo. Es como si convivieran dos relatos. El otro día (Guillermo) Cacace decía: “será novela hasta que a alguien se le ocurra hacerla en teatro”.
–¿Por qué cree que le funcionó más escribir desde la voz de Nelly?
–Fue correrme un poco de mí mismo y travestirme. Sería una travesti senil, una vieja travesti. Me permitía decir cosas sin juzgarla, que pertenecen a un imaginario colectivo. Fue como entregarse a la parte más chota de uno, la más fulera y funesta. Uno es una ensalada donde conviven la mugre y lo más puro. Me entregué a este personaje; trataba de entenderla. Es una topadora, pero sufrió, ha sido profundamente ofendida. Generalmente la gente que ofende ha sufrido alguna ofensa.
–¿Ella es enteramente producto de la imaginación o está inspirada en…
–Nelly no es mi madre (risas). Nunca pude escribir sobre mi madre. Todavía no he podido. Escribí varias veces sobre madres e hijos. Quizás tenga algunos rasgos, pero no es mi madre. Tiene rasgos de muchas mujeres que me fui cruzando en la vida, pero es un personaje totalmente imaginario. Nelly sería alguien imposible en la vida.
–Esto de escribir una novela, ¿era algo que sentía que tenía pendiente?
–Lo que estaba pendiente era “quiero ser escritor”, voluntad que se fue camuflando. Pero en teatro me empezaron a señalar: “hay alguien que escribe”. Se señalaba que había relato. Ya era escritor, sí… pero nunca me animé a decir, “bueno, lo soy”. Cuando empecé a escribir teatro, era como si la dramaturgia no fuera literatura, era como la parienta boba y lejana. Todo eso hacía que tuviera conflicto.
–¿Hoy se siente, por decirlo de algún modo, “más escritor”?
–Siento que soy alguien que escribe y termina haciendo cine, teatro… Finalmente, desde chico lo que ha perdurado es la escritura. O las preguntas que me hago sobre esto.