“¿Cuántas veces más grande es el valor de 5 en 2573 que el de 5 en 6459?”
Esta es la primera pregunta de un examen estandarizado para niños de cuarto año de primaria en Florida. Hay preguntas más fáciles y más difíciles. Ahora, si usted es un adulto y necesita más de treinta segundos para responder correctamente, es que algo no está funcionando en nuestro sistema de educación primaria. Algo no está funcionando en el mundo donde es más importante el éxito que el existo.
Por este camino, seguramente tendremos más matemáticos y más ingenieros y necesitaremos más psicólogos y terapeutas de los que ya tenemos para atender a una inmensa cantidad de niños estresados, con problemas de ansiedad y con una infancia destruida. Es más: difícilmente tengamos adultos maduros y equilibrados con niños sin infancia, realidad que observo cada vez más en mis alumnos y pupilos universitarios.
Por supuesto que muchos responderán que por algo Estados Unidos en un país desarrollado y el más rico del planeta (dejemos de lado otras razones menos admirables), pero con semejante argumentos materialistas podríamos decir que el incentivo del consumo de azúcar y tabaco se justifica con la creación de puestos de trabajos.
El estado de Florida se encuentra en el puesto 40 en las famosas y obsesionantes pruebas PISA, por encima de cualquier país latinoamericano y por debajo de muchas ciudades asiáticas. Estas pruebas son importantes para tener una idea de cierto estándar, pero no deberían ser el objetivo de ninguna educación. James Joice, García Márquez, Steve Jobs, Thomas Edison y muchos otros hubiesen renqueado muy bajo. De hecho, brillantes intelectos como Galileo Galilei, Isaac Newton, Albert Einstein y muchos otros fueron considerados retardados o incapacitados en sus inicios.
En Japón, país admirado por su alta disciplina y eficiencia, el bullying grupal es un problema grave. En China, ciudades como Shanghái encabezan la lista gracias a un régimen educativo casi militar (que, además, margina a la población rural). Hasta el momento, la desproporción entre las billonarias inversiones en el sistema educativo chino y los niveles de creatividad de su población (en su sentido actual y reducido de la palabra) deja mucho que desear. Pero aun si lograsen ser los innovadores del siglo XXI, algo muy probable por otras razones, quedaría la pregunta de si todo eso vale realmente la pena desde un punto de vista humano.
Una vez, en una reunión, un estudiante de posgrado en producción porcina observó que una mayor producción de cerdos lograría reducir dramáticamente el hambre en el mundo. Luego me arrojó en la cara la pregunta: “y la literatura, ¿para qué sirve la literatura?”, con la elegancia suficiente para no herir sensibilidades. “Bueno, la literatura sirve para muchas cosas”, contesté, con menos diplomacia, “entre otras cosas sirve para no comer tanto cerdo”.
Mi padre era un carpintero que solía cambiar muebles por libros que casi nunca leía. “Para qué tenés esos libros si nunca los lees”, le pregunté yo alguna vez. Con la sabiduría de un hombre humilde, me contestó: “porque los libros no le hace mal a nadie y siempre hay alguien que sacará provecho de ellos”. A la edad de mi hijo, con ocho o diez años, yo no vivía estresado como él por mis pruebas en la escuela. Cada día me hacía mi café (sí, tomaba café, té y los sábados les robaba el vino a los empleados de mis padre) y leía un artículo de la enciclopedia. Por las noches leía a escondidas Shakespeare en español, porque tenía terror de que mis amigos me consideraran maricón por semejante afección. Yo iba a la escuela más pobre de mi pueblo, la 127, donde cada vez que llovía afuera llovía adentro también. No había calefacción pero nuestras maestras tampoco nos acosaban con las notas.
En 1999 renuncié a enseñar tecnología a adolescentes de trece años bajo argumentos que luego publiqué en algún diario: cuanto más bajo en la escala educacional, más preparación didáctica es necesaria, algo que yo carecía por completo. Por otra parte, el sistema educacional se basa en un error al no reconocer que el cerebro de un niño pasa por diferentes etapas hasta alcanzar la madurez de un hombre de veinte años. Hay una etapa emocional, otra social, otra estrictamente intelectual, etc. Cualquiera lo puede observar echando una mirada profunda a su propio pasado. Claro que los intereses y las capacidades individuales varían, pero el proceso de maduración intelectual y emocional es más o menos universal.
Es aquí, en Estados Unidos, donde veo el problema central del éxito: la pasión por el trabajo intelectual está destruida en la mayoría de los casos. En nuestro mundo crecientemente automatizado, cada vez es más necesaria más educación para lograr la misma seguridad laboral de generaciones anteriores. Básicamente por un problema ideológico: cada vez se le exige más al 99 por ciento mientras el 1 por ciento acapara cada vez más los beneficios de dicho progreso tecnológico. Un salario universal podría ser una solución parcial a un problema mayor. ¿Seguiremos insistiendo con una mayor e ilimitada efectividad? ¿Efectividad de qué? ¿Para ganar, para llenarnos de medallas de oro mientras el resto del mundo se muere de hambre, por los conflictos o simplemente se suicida con sus “teléfonos inteligentes”? ¿Es necesario recorrer el arduo camino de los genios para terminar siendo unos depresivos adictos con claras deficiencias intelectuales y emocionales?
Mi padre me envió a la capital para terminar la secundaria. En mi melancólica soledad de Montevideo, por estudiar día y noche la Teoría de la relatividad de Einstein, tenía muy malas notas en física, por leer a Sartre, a Kierkegaard y a Sabato, tenía pésimas notas en literatura. Mi padre nunca me observó ni se fastidió por tantos fracasos; solo se limitaba a decir: “Cuando uno quiere, sube al cielo en una escalera de piola”.
Aquella pequeña gran sabiduría de mi viejo la compruebo cada día como profesor, como padre: de nada sirve tanta presión. A la larga, mil veces más importante que las habilidades es querer hacer algo. Sin embargo, casi toda la educación está organizada para matar la pasión por el conocimiento y la curiosidad intelectual. Todo con nuestra ayuda, si no de profesores al menos de padres que presionamos a nuestros hijos en un mundo híper competitivo para que no sean más desgraciados de lo que serían sin esa misma locura.
Sin embargo, de poco o nada sirve el rigor militar fuera de los cuarteles. No se puede amar ni esperar ser amados a la fuerza. Si no se ama, el amor es solo una palabra vacía. Como la vida, si no se vive.
Ese debería ser el objetivo central de toda educación: no el éxito de los esclavos sino la pasión de los libres.
* Escritor uruguayo, profesor en Jacksonville University, College of Arts and Sciences, Division of Humanities.