El verso que se atraviesa (un canto o una forma complicada de hablar para no ir al tema de manera tan directa sino darle alguna vuelta y encontrar en el lenguaje otro sentido) es tal vez el primer conflicto. En gran medida porque esta tribu perdida, lechiguana sobreviviente, hace del canibalismo un idioma o una máquina de lenguaje y de escritura.
Si los antropófagos brasileños decían que no había que negarse a la civilización sino engullirla para que el sistema digestivo funcionara como un cerebro que mastica y procesa (es decir, se adueña) de esa cultura ajena, en Piedra sentada, pata corrida, Ignacio Bartolone le suma al canibalismo el acto espasmódico y físico de cagar. Es en el momento en que el cuerpo de estos hombres suelta el resto de esa ingesta nocturna, suerte de experiencia lujuriosa porque, al fin de cuentas, se trata de la posesión de otro cuerpo, que el lenguaje aparece.
Al defecar la lengua deviene carne y se aprende a hablar en el idioma del enemigo. Pero la madre, la única mujer de la tribu, se opone a esta costumbre. Ella será la versión civilizatoria enquistada en el origen de esta tribu de hombres vagos y angurrientos. Bartolone no atenúa la caracterización del indio, esta tribu lechiguana hace honor a su vagancia y a sus deseos de comer todo cuerpo que se le cruce.
Si el Martín Fierro era un texto que pregonaba la incorporación del gaucho a un cierto orden, también es verdad que dejaba al indio en el desamparo de la pampa, abandonado a su propio salvajismo. Bartolone no quiere embellecer ni endulzar al indio, por el contrario, busca reivindicar, de algún modo, ese estar ahí como piedra y hacer de la barbarie un exceso. Bartolone mira la tradición en términos de vanguardia y trae esa vanguardia a un territorio contemporáneo. Para esto se vale de otro mito, el de las cautivas.
Existieron relatos de cautivas blancas pero también de cautivas indias solo que aquí no se trata de mujeres sino de un hombre. El cautivo será un español que llega haciendo gala de su pluma, de su escritura. El gesto que dibuja el actor Cristian Jensen es esa forma culta que será distorsionada y discutida. Si, su personaje, Luciano Cevallos llega como un conquistador pero también como etnógrafo (entonces podemos pensar en Claude Levi -Strauss en Tristes trópicos cuando se arrepiente de haber acercado la escritura, es decir, la civilización a las tribus de la Bahía de Guanabara en Brasil por el simple hecho de anotar en el terreno sus observaciones y provocar el deseo de los indios de copiarlo) viene a enrostrar un saber que va a ser liquidado por la voluntad de Lechiguana Vieja que decide convertirlo en cautivo.
La madre (a cargo de Cristina Lamothe) destruye el reinado del cacique, interpretado por Jorge Eiro, para ponerse como matriarca. Ella reemplaza la ingesta por otra clase de posesión. Lo que ella logra en este español amanerado, travestido es la conversión, tema borgeano por excelencia. Pero esta mutación no es una fantasía, son variados los textos teóricos que sostienen que los conquistadores se sintieron fascinados por lxs nativxs, que en ese encuentro inhóspito, cuerpo a cuerpo, la fuerza terminó transformándose en negociación y también en atracción. Bartolone cuenta este pasarse de bando como un puro efecto porque Piedra sentada, pata corrida es un texto que se estructura en la palabra. Entonces Luciano Cevallos deja la pluma, ya no escribe para ir hacia la oralidad pero esta oralidad es también una escritura.
De hecho el narrador de esta obra es el perro Faustino, un poco como si Bartolone le discutiera a Sarmiento desde el estilo, desde una palabra salvaje, desde un pensamiento animal como la verdadera voz de las pampas.
Piedra sentada, pata corrida se presenta los viernes a las 22 en el Teatro El Extranjero.