Cuando cursaba el colegio primario en la escuela pública Nro. 1 de mi ciudad natal, Junín, en la provincia de Buenos Aires --escuela que funciona en un antiguo edificio que ofició de Fortín allá por los principios de nuestra Nación-- nos llevaron a todos los sextos grados de excursión a la Capital Federal, hoy la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. ¡Qué aventura! Conocimos el Congreso de la Nación, el Jardín Botánico, pero lo más fascinante para mí fue otra cosa. Ya desde muy chiquito, sin saber por qué, dado que en mi familia no había ningún artista, soy hijo y nieto de escribanos; me paraba frente al televisor blanco y negro de mi abuela, ese que tenía la “rutela pasa canales” que hacía “toc” cada vez que pasaba uno; me paraba frente a esa tele con una cuchara que oficiaba de micrófono y actuaba yo mismo el audio de lo que acontecía en la transmisión.
Luego con algunos años más, todas las mañanas porque íbamos a la escuela primaria al turno tarde, abría la puerta ventana que conectaba el comedor de mi casa con el patio y sus cortinas corredizas eran mi telón; convencía a mis hermanos para que hicieran de público y con un pasacassette que papá había traído de un viaje a los Estados Unidos les hacía shows de Sandro, Los Parchis y hasta Rafaella Carrá. Luego comercialicé mis shows en la terraza de casa, cobraba una monedita de entrada a los chicos del barrio y ya hacía diferentes personajes usando maquillajes, vestuarios y pelucas de cotillón. Era tal mi deseo de dedicarme a la actuación desde chiquito que escribía cartas a los artistas que veía en la televisión, recuerdo haberles escrito insistentemente a Nora Cárpena y Guillermo Bredeston que hacían Su Comedia Favorita en el que actuaban niños de mi edad como Pablo Rago. Recién cuando cumplí 15 años abrieron la Escuela Provincial de Teatro de Junín y ¡me mandé de cabeza!, hice desde tercer a quinto año colegio secundario a la mañana y terciario de Actuación a la noche.
Entonces, ¡claro está!, en el viaje a Buenos Aires con mi sexto grado, lo que caló hondo en el corazoncito de aquel pequeño deseoso de ser artista que aún era, fue que a la noche ¡nos llevaron al Teatro! El Teatro Liceo sigue siendo imponente sobre la Avenida Rivadavia y al entrar se vuelve majestuoso, pero cuando uno es pequeño, de edad y de tamaño, todo es aún más inmenso, recuerdo una sensación “pecho inflado”, como cuando no te entra más aire de lo mucho que aspirás con la boca abierta del asombro. Fuimos al “gallinero” claro, éramos un grupo de colegio, nos ubicaron en el tercer piso. ¡Qué maravilloso ver un teatro cómo el Liceo desde allí! La obra que vimos fue Salsa Criolla, del magistral Enrique Pinti y protagonizada por él mismo. Corría el año 1990 y el recordado Enrique Pinti estaba en su esplendor, fue revelador ver su obra, su pasión, su modo de contar, con esos monólogos interminables pero que sólo él lograba hacerlos tan entretenidos al punto de no perderte una sola humorada, una sola reflexión, una sola crítica a nuestro ser Nacional, a nuestra identidad demostrada por el paso de una historia que Pinti contaba identificándonos hasta la médula con su Salsa Criolla. ¡Y las malas palabras!, que pasaban como buenas de lo bien usadas por el cómico, que además se tomaba la licencia de referirse a su “mal hablar” y de invitarnos a no asustarnos de las formalidades sino de los contenidos, “cuántas veces nos han cagado bien cagados hablando lindo”, sentenciaba.
Si bien yo solía venir en las vacaciones de invierno sólo a ver teatro a Buenos Aires, veía tres obras por día y tenía un cuaderno de calificaciones de obras y actores y actrices que veía; Salsa Criolla me hizo sentir estar viendo algo importante, adulto, ¡mi primera obra para adultos!. Es increíble el paso del tiempo, es increíble que Enrique ya no esté, es increíble haber compartido cenas y reuniones con él; en 1992 me vine a Buenos Aires a seguir estudiando actuación en el Conservatorio Nacional, hoy UNA, y vi Salsa Criolla unas doce veces más; es increíble haber trabajado con casi todos y todas a los que calificaba en mi cuadernito, compañeros y compañeras de quienes he aprendido un montón y sigo admirando tanto, es realmente increíble hoy estar en el Teatro del Pueblo haciendo una obra histórica, importante y con ese humor del grotesco criollo como es La Patria al Hombro, con compañeros y compañeras entrañables. Y no quiero que deje de parecerme increíble, porque es una de las cosas que aprendí de Enrique en nuestros pocos pero inolvidables encuentros: era un genio ya consagrado que mantenía intacta esa sorpresa de haber sido tocado con la “varita mágica” al poder vivir de esta profesión. Hay algo de eso que puede llamarse humildad, la humildad de los grandes, creo que ahí puede estar la clave de que la pasión en escena esté intacta hasta la última función de un artista, como le pasó a Enrique, o a Alfredo Alcón con quien tuve el honor de compartir más de dos años de trabajo intenso, y a tantos otros que nunca se irán, porque cómo decía la canción final de Salsa Criolla: ¡Quedan los artistas!
Sebastián Pajoni (Junín, Provincia de Buenos Aires, 1973) es un actor, maestro de actores, autor y director de teatro, cine y televisión; en 2009 ganó el premio Argentores a mejor autor de Telenovela Episódica por Ciega a citas. En teatro co-protagonizó Muerte de un Viajante junto a Alfredo Alcón. En teatro trabajó bajo el mando de importantes directores como Tatiana Santana, Francisco Civit, Rubén Szuchmacher, Mariano Stolkiner, Pepe Cibrián y Ángel Mahler. En televisión hizo varios personajes, el más recordado es el de Resistiré. Como autor y director realizó Las Mujeres de Súperman, El Viejo Otelo, entre otras. Actuó en películas de Eliseo Subiela, Alberto Lecchi, Carlos Galettini, Lucía Cedrón y Roberto Salomone. Posee su propia escuela de actuación, TeatroClases.