“Cuando dicen ´expedición´, ya escucho con particular atención”, dice Cristian Pauls cuando recuerda el momento en que unos amigos le hablaron del militar sueco Gustav Emil Haeger, quien en 1920 llegó a la Argentina, se adentró en las profundidades del noreste y conoció en detalle cómo vivía la comunidad Pilagá. Aquel encuentro fue registrado por una cámara con el objetivo de realizar un documental que se llamaría Tras los senderos indios del Río Pilcomayo. Con el director de Sinfín (1988), Por la vuelta (2002), Imposible (2004) y Tiburcio (2018) ya obsesionado con la expedición, la llegada a sus manos de los diarios del sueco, que habían sido traducidos por una antropóloga para una tesis, promovió la idea de “recorrer cien años después los mismos caminos que esa gente, intentando ver qué es lo que pasa ahora en esos lugares”, como define el hermano mayor del clan Pauls. El resultado es el documental El campo luminoso (ver crítica aparte) que luego de su paso por la Competencia Argentina del último Bafici llegará este jueves a la cartelera del Cultural San Martín.
En la primera escena se ve a Pauls hablando con una lingüista sobre las particularidades de la lengua Pilagá. Es, pues, una carta de intenciones de un director interesado no solo en poner en tensión el pasado con el presente, sino en pensar la poética y la musicalidad de las palabras mediante un film que pendula entre el ensayo, el documental etnográfico y la bitácora de un viaje hasta el núcleo más profundo de una cosmovisión indígena muy distinta a la Occidental. Un choque cultural similar al que vivenció el sueco un siglo atrás, aunque su objetivo, en realidad, era muy distinto. Habla Pauls: “Esta expedición, a diferencia de otras, no tuvo un fin científico. Haeger vino con propósitos medio raros, porque la idea original era ir para el sur y no al norte. En cierto sentido, podría pensarse que le daba todo lo mismo, solo sabía que iban a filmar una película porque habían contratado un cameraman”.
-Decís que la palabra "expedición" atrae tu atención, y en las notas de prensa contás que te interesa "el instante en que la exploración ya no reconoce final sino sólo un punto de partida". ¿Qué ocurre en ese instante?
-Me interesa cuando la expedición deja de lado su propósito y empieza a perderse en el proceso, cuando el objetivo se diluye y aparecen otras cosas: el trayecto, el proceder, el día a día, el presente puro del monte, la temperatura, el barómetro, la obsesión por el calor, la relación con los demás. Ahí la meta, el objetivo, aparece cada tanto como una especie de orientación un poco errática. De todas formas, si uno mira bien, no hubo un final, porque supuestamente iban a seguir hasta Bolivia, pero por las inundaciones decidieron volver. En la mayoría de las expediciones los tropiezos y los accidentes aparecen diluidos, como si la búsqueda de un objetivo los ocultara. Acá, en cambio, están con mucha fuerza, como si fueran un presente continuo. Es una expedición sin destino que vacila todo el tiempo.
-En la entrevista por Tiburcio con este diario contaste que esa película te dio la posibilidad de hacer lo que te interesaba en ese momento, que era hablar con la gente. ¿Lo mismo aplica para El campo luminoso?
-Totalmente. Siempre pienso la idea de una expedición como una manera de rehacer un recorrido. Rehacerlo no en términos geográficos -si la ruta fue tal o cual, si pasaron o no por un determinado lugar-, sino para ver quiénes habitan hoy esos lugares y qué relación tienen -si es que la tienen- con ese pasado. Ahí aparecen las personas. Podríamos quitar toda la geografía y la historia y siempre van a quedar las vidas de esas personas.
-Esa idea de indagar en la relación de quienes están ahora en esos terrenos con el pasado le da a la película un aire fantasmagórico, como si estuviera en una nebulosa.
-Sí, completamente. Una cuestión en la que fracasé fue en pensar que en las imágenes que conseguí había algo que, presentado a quienes hoy viven allí, iba a producir una suerte de reencuentro con el pasado. No sucedió porque para ellos la imagen no implica eso. Para nosotros sí garantizan, por ejemplo, una relación con nuestros padres, abuelos o bisabuelos. Uno puede suponer que al mirar una foto encuentra cosas que lo atan a eso. Pero acá no se sabe muy bien qué son esas imágenes para ellos, porque la relación con el pasado se inscribe en una tradición oral. No tienen una tradición con la imagen como nosotros creemos que está dado. Ellos no miran las fotos de esa manera. Ese “fracaso” nuestro, mío, abrió las puertas para ver qué tipo de relación hay con el pasado.
- ¿Y qué tipo de relación hay?
-Si esa relación no es por la imagen y sí por lo oral, es válido preguntarse qué tipo de oralidad queda hoy, cuando muchas de esas personas murieron. Ahí aparece cierto sentir inexorable: muertos aquellos que conservan los “relatos originales”, qué pasa ahora con ellos, con los que viajan a las ciudades y entran en contacto con el hombre blanco. Parecería que solo el no-cruce con los blancos podría permitir que esas tradiciones se mantuvieran. Y al mismo tiempo es un callejón sin salida, a tal punto que su escritura es un trabajo “blanco”. Ellos ahora tienen escritura porque los lingüistas, entre ellas Alejandra, que aparece al principio de la película, hicieron un esfuerzo denodado para enseñar esa lengua. Se les atribuye a los blancos la masacre de esos pueblos, pero al mismo tiempo debería atribuirle la posibilidad de resurrección de un lenguaje. Uno podría pensar al blanco como una gran figura monolítica y homogénea, pero no es así.
-En ese sentido, el documental tiene un interés por la palabra.
-Me interesa la poética de la palabra. No solo por el choque que producen la lengua española, sueca y pilagá combinadas, sino también por una zona de la palabra que no es la discursividad textual, sino como sonido: el texto entendido como una sonoridad con un timbre, un color y una gestualidad corporal propios. Por eso hay zonas de la película que no están traducidas, porque hubiera implicado diluir el sentido de las cosas a lo textual, a lo que está diciendo.
-En un momento de la película hablás de “salvar los gestos de un mundo que se nos escapa de las manos". ¿Te referías a la palabra?
-Sí, y también a un tipo de relación con la naturaleza y al interior del idioma mismo, es decir, a saber que cuando uno hace una película con gente cuyo idioma primario no es el español, hay de su parte una traducción porque es la única forma de entendernos. Ahí entra a jugar la variable de qué están queriendo decir. Eso es lo particular del cine, un arte que salva los gestos y resucita muertos.