La obra de Paulo Rocha, uno de los directores más importantes del cine portugués de los últimos 60 años, vuelve a ser objeto de revisión en Buenos Aires. La Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín ofrece desde este viernes y hasta el jueves 11 de agosto El cine nuevo de Paulo Rocha, que incluye seis de los doce largos que el luso realizó para el cine y la televisión, en los que se encuentra representada cada etapa de su filmografía. Entre los títulos elegidos están La isla de los amores (1982), La isla de Moraes (1984) y Máscara de acero contra el abismo azul (1989), que recorren la lista casi completa de sus trabajos de la década de 1980, además de su segunda película, Cambiar de vida (1966), El río de oro (1998) y Si yo fuese ladrón, robaría (2013), su último trabajo, estrenado tras su muerte. A pesar de su carácter parcial, el conjunto cumple en presentar amplia y profundamente su labor como cineasta.
Pero las películas de Rocha no serán lo único que podrá verse en la Lugones esta semana. Junto a ellas se estrena en La mesa de Rocha, documental de Samuel Barbosa (ver crítica aparte) que recorre de forma libre la vida del director. En ella, escenas icónicas de la obra de Rocha comparten pantalla con imágenes tomadas de películas familiares en 8mm, en las que se lo ve al cineasta aún niño jugando con su madre en la playa, en un bote, en el jardín de una casa. La mesa de Rocha incluye los testimonios de algunos de sus colaboradores cercanos, como la actriz Isabel Ruth, protagonista en diez de sus películas; el actor Luis Miguel Cintra, presente en cinco títulos; o Regina Guimaraes, guionista de cinco de sus últimos trabajos. La película además viaja a Japón, donde Rocha vivió una década obsesionado con una mujer, con la cultura nipona y la vida del escritor Wenceslao de Moraes, en cuya biografía parece reflejarse.
También portugués, Barbosa trabajó en los últimos rodajes de Rocha y, a pesar de no ser uno de sus colaboradores más próximos, llegó a crear un vínculo estrecho. “Comencé a trabajar con él en 2001, como asistente de producción en Vanitas, película que él estaba haciendo entonces. Entre mis funciones estaba la de ser chofer del director y en esos recorridos que hacíamos entre el lugar donde se alojaba y el lugar en el que trabajaba, terminamos conversando mucho y creando una relación”, cuenta Barbosa. “También descubrimos algunas coincidencias, como que nuestras familias eran originales de la misma ciudad. Todo eso, además de nuestra forma de pensar, un punto de vista más regional, menos cinematográfico (aunque ambas cosas estaban ligadas), ayudaron a unirnos”, concluye.
-La mesa de Rocha se concentra en los caminos que Rocha fue abriendo en el cine y no tanto sobre su vida fuera de él. ¿Por qué?
-Si pienso en el proceso creativo de Paulo Rocha, que ahora comienzo a entender, diría que se trata de un autor para quien su vida es su cine. Eso suele ocurrir con muchos autores. Pero en su caso, a medida que fuimos entrando en contacto con pormenores de su vida íntima pudimos extrapolarlos de tal forma, que nos terminaron ayudando a entender mejor ciertos acontecimientos e incluso secuencias enteras de sus películas. O a trazar líneas de investigación dentro de su cine, que es muy diferente de una película a otra, porque su obra es muy diversa. Nuestro objetivo era ver si podríamos trazar un discurso más académico que formalmente explicase la importancia, por ejemplo, del modernismo en su obra. O que explicara de forma explícita la importancia de hacer cierto tipo de cine de vanguardia en el momento en el que el contexto del país no era receptivo a esas formas de expresión cinematográfica. Preguntas como esas se van a seguir haciendo siempre, pero puedo darme por satisfecho con el resultado, porque también me gusta que se perciba el lado humano del hombre. Y creo que eso se aprecia bien en La mesa de Rocha.
-Su película está atravesada por este vínculo personal con Rocha ¿Diría que lo que lo impulsó a filmarla fue el miedo a que esas memorias suyas se perdieran con usted?
-No solo mi memoria, sino la del cine portugués y del resto del mundo. Porque la figura de Rocha acabó siendo un poco olvidada y no es raro que eso ocurriera, precisamente porque su obra no es lineal. Es decir, que el espectador al que le gustaron sus dos primeras películas no será necesariamente el mismo al que le gusten la tercera o la cuarta. Aún así, esos espectadores podrían existir. Sin embargo, por la forma en que sus películas comunican y tratan asuntos tan dispares y de modo tan diferente, en un período del arte contemporáneo de experimentación constante, tampoco resultó extraño que se fueran perdiendo algunos espectadores. Desde el punto de vista comercial, Rocha tuvo tres o cuatro éxitos comerciales (hablando a escala portuguesa, que es muy chica). Pero ahora que pasó un tiempo y hubo una maduración del país y de sus personas, tiende a haber un redescubrimiento de otros trabajos que al momento de su estreno fueron menos relevantes. Eso también se confirma en el hecho de que La mesa de Rocha impulsó a que se organicen ciclos sobre la obra de Rocha no solo acá en Portugal, sino en lugares tan lejanos como la Sala Lugones o el Festival de Joenju, en Corea del Sur. Así que, felizmente puedo decir que aquel objetivo de mantener viva esa memoria se está cumpliendo.
-¿Qué le resultó más difícil de la experiencia de hacer contacto con un pasado que no es del todo suyo, sino que es un pasado ajeno?
-El mayor riesgo era terminar banalizando algunas cuestiones, simplificarlas o terminar siendo demasiado explicativos en relación a su cine. Contradiciendo algo que dije, el cine de Rocha tiene elementos que es posible encontrar en todas sus películas. Una de esas cosas es que no tenía necesidad de hablar en profundidad sobre todo lo que en ellas se trataba. A veces parecía abordar asuntos de gran relevancia con una ligereza que era solo aparente. Ese recurso, que tiene que ver con su capacidad para trabajar en distintos niveles de sentido, es importante en su obra. Ahora, si él abordó estos asuntos de esa forma, sin preocuparse por explicar cada detalle, confiando en que el espectador podría llegar a comprenderlos por sí mismo, hubiera sido arriesgado que lo hiciéramos nosotros en esta película. Por eso no nos preocupamos por interpretar nada y seguimos dejando que de eso se encargue cada espectador.
-El género biográfico implica decidir qué momentos de la vida de alguien es interesante contar y cuáles no. Y de eso se trata básicamente el montaje en el cine ¿Considera que a partir de ese mecanismo el cine puede ser el mejor lenguaje para contar una vida?
-Es difícil generalizar, pero en este caso fue así y en ese sentido fue importante recolectar todo el material que pudiéramos usar a la hora del montaje. Así conseguimos esas imágenes de archivo increibles, algunas históricas, de ciudades como Oporto o de la playas de Furadouro, porque pasó mucho tiempo y esos lugares hoy son radicalmente distintos. Además, muchas son películas caseras filmadas en súper 8, a través de las cuales logramos entender la intimidad del vínculo con su madre, una figura fundamental no solo en la vida de Rocha sino en la concreción de sus proyectos fílmicos. Y al encontrar aquel material fue imposible no profundizar en la figura materna, obligándonos a relacionarla con otros asuntos. A partir de eso intentamos llevar adelante un montaje intuitivo, donde los temas se fueran encadenando de modo tal que cada uno conduce al siguiente. Es por eso que la película no respeta un orden cronológico. En su lugar sigue una línea de puntos que a veces tienen más que ver con una cuestión orgánica de lo visual, intentando que el final de una imagen permita el surgimiento de otras. Por eso el montaje es fundamental en esta película y está en relación con los trabajos de Rocha. Porque si bien no se habla de sus métodos de montaje, en parte nosotros intentamos reproducirlo como forma de reconocimiento a lo que representa dentro de su obra. No estoy en condiciones de hablar acerca de sus métodos, pero siento que mi película respeta aquello que él hizo a lo largo de su recorrido cinematográfico y que esas citas (o rimas) que intenté crear entre mis imágenes y las suyas son una forma de homenaje.
-Recién mencionó la importancia de la figura materna, pero también es muy relevante la presencia de Isabel Ruth, la protagonista de la mayoría de sus películas. ¿Puede trazarse un paralelo entre ellas?
-La madre fue fundamental en su vida, porque de alguna forma propició la posibilidad de que se dedicase al oficio que le gustaba, que era el cine. Y creo que a eso se debe ese reconocimiento que aparece muchas veces en sus películas. En El río de oro, por ejemplo, un personaje usa una cadena de oro que perteneció a su mamá. Y luego hay cosas que tienen que ver con lo territorial, como cuando filma paisajes próximos al mar o cuando filma en Furadouro, el pueblo de pescadores del la familia de su madre; que son lugares de encuentro cinematográfico con ella. En cuanto a Isabel, la colaboración con Rocha comienza con su primera película, Os Verdes Anos, y él siempre decía que había tenido mucha suerte de encontrar a una actriz así, capaz de dar vida a los personajes de lo que se dio en llamar el Cinema Novo Portugués. Lo que Rocha buscaba era una espontaneidad que, por su forma de ser y actuar (que a veces eran parecidas), Isabel tenía y la diferenciaba de otros actores contaminados por un modelo de representación antiguo. Isabel era bailarina, no actriz, y eso era una novedad para el cine. Él la descubre Os verdes anos y siguieron trabajando juntos. En el medio hubo un intervalo, porque ella se fue a vivir a Italia, pero cuando regresa vuelven a trabajar juntos de nuevo, hasta Si yo fuese ladrón, robaría, la última película de Rocha.
-En su película también viaja hasta lugares que fueron importantes en la vida de Rocha, para tratar de comprender el vínculo que tuvo con ellos. ¿Cree que los lugares que uno habita son tan importantes como las personas con las que se comparten el tiempo y el espacio?
-En el caso de Japón es así. Rocha vivió diez años ahí que fueron muy relevantes en su vida no solo por la cantidad de tiempo, sino por la tarea que se propuso hacer allá. Una parte es íntima, ligada a la conquista de una amiga japonesa que conoce en París. Y que él decide hacer a través del reconocimiento y el conocimiento del Japón ancestral al que ella pertenecía por ser de una familia influyente, los Iwanami, que de alguna forma se relacionaban con el Japón feudal. Entonces, por ejemplo, cuando él aprende a hablar japonés lo hace a partir de textos ancestrales. Él mismo contaba que en los '80 los propios japoneses no lo entendían, porque hablaba un idioma antiguo (risas). Luego, a través del embajador portugués en Tokio descubre la figura del escritor Wenceslao de Moraes (1854-1929), quien también había tenido la necesidad de conocer Japón. Moraes escribió trabajos enormes sobre la ancestralidad, los rituales y la forma de ser de los japoneses. Entre ellos ocurrió una simbiosis perfecta porque –y esta es una conjetura mía— a Rocha el trabajo de Moraes le sirvió para conocer mejor al Japón y, al mismo tiempo, impresionar a su amiga. Creo que Rocha también encontraba similitudes entre su historia y la de Moraes, aunque, como cuento en mi película, él se ocupaba de desacreditarlo, diciendo que quien pensara eso estaba haciendo una lectura lineal. Pero yo estoy tan convencido de eso que en La mesa de Rocha me ocupo de oponerme expresamente a eso que el mismo decía.