El destino de Milei tiene las posibilidades de la contingencia, puede ser o no ser. Están quienes lo apoyan, quienes lo promocionan por razones diversas y quienes lo repudian, aunque no es suficiente una cuenta para saber su destino, pues voluntades y predicciones se disuelven en lo impredecible, para bien o para mal. Precisamente, los cálculos son apenas un pequeño sector de todo aquello que se conjuga en el concierto de las almas.
Hablaré del inhumano mundo de Milei, inhumano en su doble sentido. Como crueldad, por lo que significa de violencia para las mayorías la aplicación de sus certezas y, a su vez, inhumano porque nada de lo que Milei cree es compatible con la vida humana. Ninguno de sus preceptos tiene relación posible con nuestra subjetividad singular y colectiva. Milei, pues, habla de un mundo que no existe, que no es humano. Como diría L. Rozitchner (Ser judío) es necesario identificar “el índice de la inhumanidad de lo humano”.
Que sea inhumano, en los dos sentidos señalados, supone también que su consecuencia es destruir la realidad, no solo material sino como categoría simbólica común en la que se asientan los intercambios.
Una aclaración: el desenlace del macrismo no difiere en mucho; ambos están decididos a competir entre sí en la carrera deshumanizante. En suma, bajo el nombre de Milei, este artículo pretende llamar al análisis sobre la política de lo inhumano.
Una breve muestra
Frente a lo que Milei llama colectivistas él ostenta una presunta superioridad estética. Esta expresión contiene una gravedad que no debemos minimizar, recoge una larga tradición de odio y condensa la deshumanización que proyecta. No trata de una frívola distinción sobre la belleza, sino de la configuración de dos antropologías diferentes, la de los lindos (ellos) que merecen llamarse humanos y la de los feos (todos los demás) que no califican. Aquel sintagma enuncia que el destino de los feos es la muerte.
Los deshumanizantes desean quebrar el ya instituido nexo entre necesidades y derechos; no habría, para ellos, relación alguna entre unas y otros. Y luego proclaman el derecho a morirse de hambre, a vender órganos y, por qué no, a hacer de la infancia un mercado de compraventa. Al fin y al cabo, apologistas de la dictadura adhieren a sus planes.
Milei, lo hemos visto, se expresa con violencia: grita, insulta y degrada a interlocutores presentes y ausentes. Es radical su imposibilidad de dialogar, pues Milei no tiene hipótesis ni datos. Solo cuenta con un conjunto de frases automatizadas que, de nuevo, no tienen acercamiento alguno a la realidad humana. Su automatismo al hablar es ostensible y se reitera, por ejemplo, cuando repite la misma frase para definir su presunto liberalismo: “es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo basado en el principio de no agresión, en defensa de la vida, la libertad y la propiedad”.
El debate se extendería casi al infinito si nos propusiéramos un análisis fragmentado. Qué alcances tiene el adjetivo irrestricto, qué entiende por no agresión un sujeto que no cesa de insultar, qué entiende por respetar la vida, etc. Sin embargo, lo más significativo, lo que más deberíamos tomar en cuenta es el modo de su repetición, nuevamente, el automatismo.
Desde el jardín de Milei
Chance Gardiner convocaba una ternura que lo alejaría de toda comparación posible con Milei, pese a lo cual arriesgo un paralelo, parcial por cierto. En rigor, el acceso al centro del poder narrado en la entrañable película Desde el jardín no depende únicamente de los caracteres de su protagonista, sino también de las palabras de un hombre rico, del sensacionalismo de los medios y de la ingenuidad de una audiencia acrítica.
El personaje solo porta un nombre, Chance (que se traduce como oportunidad); aunque la sucesión de malentendidos lo cambia por Chauncey y transforma su oficio en apellido. El mundo humano le es ajeno; no comprende el dolor, la pasión amorosa, la pobreza, la violencia, ni la injusticia. Incorpora y reproduce gestos y frases que observa sin pausa en la televisión. El mundo para él es una pantalla y su vínculo un control remoto. Hay algo deshumanizado, que no de maldad, en el mundo de Gardiner. Ve la historia como una sucesión de ciclos naturales, como las estaciones del año en que las flores crecen y mueren. Si le preguntan sobre economía y política él responde, sin darse cuenta, sobre jardinería, y solo la perplejidad le hace creer a su interlocutor que está proponiendo una metáfora. Tal como expresa un conductor de TV: “Su posición en la comunidad financiera tiene mucho peso”.
Rand, el millonario que lo alberga, se queja de los impuestos y con visible enojo afirma: “no tolero a los que viven de la seguridad social”. Tal vez por ello se entusiasma con la cosmovisión naturalista de Gardiner.
Hacia el final de la película, en el funeral de Rand, los políticos conversan sobre Chauncey mientras trasladan el ataúd. “No sabemos nada de su pasado”, dice uno de ellos; otro responde: “Es un punto a favor. El pasado de un hombre lo paraliza”.
Como ya dije, en la comparación entre Milei y Desde el jardín debe tenerse en cuenta, por un lado, la parcialidad del símil entre el economista y Gardiner y, por otro lado, que tomamos la película en su conjunto más allá de su protagonista. Por ello, la alegoría que pretendemos requiere incluir a Rand, a los políticos, a los periodistas y a los ciudadanos que irreflexivamente escuchan lo que se dice en la televisión (al fin y al cabo, en eso no se distinguen mucho de Gardiner).
El mercado de los niños
Milei apenas pudo disimular que estaría a favor de un mercado de compraventa de niños y niñas. Un neoliberal, pues, es alguien que anula toda historia y, por lo tanto, toda filiación. Quizá sea posible definir al mercado como la negación de toda temporalidad.
Ni Jonathan Swift habrá imaginado que la sátira que escribió en 1729 algún día podría devenir en proyecto real. El irlandés escribió, con ominosa ironía, un breve texto cuyo título es “Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país y para hacerlos útiles al público”. El humor negro al que recurrió Swift no era sino el modo de exhibir el horror de quienes abandonan a los vulnerables: “Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres --dice--, que un tierno niño saludable y bien criado constituye, al año de edad, el alimento más delicioso, nutritivo y comerciable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido”. Y agrega: “pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del Reino, aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa”. Luego de presentar su proyecto con detalles hilarantes, sobre cómo aumentaría el “comercio” y disminuiría la carga social que suponen los pobres, concluye: “que ningún hombre me hable de crear impuestos para nuestros desocupados”.
El neoliberalismo es un número
La derecha solo hace números. La guía para sus cuentas son la codicia y la falsedad. Hasta en los DD.HH. ven un curro y pretenden discutir el número de desaparecidos, cual si la cifra no representara vidas, no fuera real ni tuviera un sentido simbólico. Una guerra, para ellos, es solo una variación en el precio de los commodities. Solo hacen cuentas, para su propio beneficio y para mentir. Cuentas cuyo saldo resta como muerte para los otros.
La lógica neoliberal, como modelo de la vida singular y social, se funda en la centralidad de los números. ¿Pero qué es este número? Es un número que representa cantidades no cualificadas; números que expresan magnitudes no diferenciales (donde son lo mismo el dinero, las dosis, las cuotas, los sujetos, las fechas o la presión).
Esos números constituyen la expresión de un estado psíquico particular, un modo de configuración de la masa sensorial, un componente central de las metas e ideales, así como también un articulador intersubjetivo.
En la historia de la escritura, el número fue utilizado, primero, como expresión de cantidades y, posteriormente, como expresión de la temporalidad. Nos interesa subrayar, sobre todo, aquel número que pone de manifiesto la regresión desde el empleo historizante hacia el valor meramente cuantitativo. Algo de esto queda reflejado en la expresión time is money o en la respuesta de un prestamista cuando le preguntaron cuándo nacería su hijo: “Para cuando venza el próximo cheque que firmé a 90 días”.
Se trata de un número que es un fin en sí mismo, como cuando un sujeto dice sentirse “un cero a la izquierda”. Ser un número para otro resulta la modalidad más regresiva e impersonal de la identificación. Dicho de otro modo, el mundo interindividual que se desarrolla a partir de ese número obstaculiza la producción de una comunidad centrada en la ternura y/o la solidaridad. De manera que cuando el mercado es hegemónico el número en juego no resulta apto para la identificación. A diferencia de quien dice “soy de la quinta promoción” o “nací el 1 de junio”, el número de la cantidad no representa una dimensión temporal, histórica. Este, entonces, es el número que caracteriza al ideal de la ganancia de los neoliberales, un número que sólo sustituye a otros números y no logra enlazarse con otros proyectos anímicos y comunitarios.
Aprender a contar
Contar no es hacer cuentas. La contabilidad es mortífera si no se enlaza con otros contares. Uno cuenta historias, cuenta cuentos, cuenta con el otro y vive para contarlo.
Hasta la misma economía nos dice que en el centro y alrededor del dinero transitan pensamientos y afectos variados: comportamiento de los mercados, racionalidad, egoísmo, pánico, creencia, descrédito, confianza, depresión, etc.
Freud (De guerra y muerte) afirmó que la comunidad de intereses --el mercado-- no podría llevar por sí sola (sin contribución libidinosa) a la tolerancia y convivencia recíproca. El mercado, sin ligazones libidinales ni restricciones del narcisismo, no logra sostener la tolerancia recíproca por más tiempo que el que dura la ventaja inmediata que se extrae del otro. También indica que la expectativa de que el mercado contribuya al desarrollo de la ética fue una expectativa falsa pues los individuos ponen en primer plano sus intereses para satisfacer sus pasiones.
Sólo a partir de su enlace con otros deseos y su entramado con los ideales y proyectos correspondientes, el ideal de la ganancia puede dotar al dinero de un sentido psíquico y comunitario. Cuando el dinero deja de ser complementario de alguno de los otros deseos sólo conserva su empleo especulativo, que rápidamente se vuelve mortífero.
Volvamos al comienzo: no es suficiente una cuenta para saber sobre el destino, pues los cálculos son apenas un pequeño sector de todo aquello que se conjuga en el concierto de las almas.
Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.