Exageremos un poco: si los bandeirantes portugueses se adentraron hace siglos en el interior de Brasil en busca de riquezas –después de pasar décadas anclados en el poderoso litoral– ahora hacemos algo parecido. En un plan mucho más liviano pero también buscando nuestra recompensa. Sorteando el inevitable lugar común que resume Brasil=playa, trazamos un viaje por Minas Gerais, centro neurálgico de aquella fiebre del oro brasileña, que tiene una vida histórica y culturalmente encantadora. Haciendo eje en Belo Horizonte –capital del estado de Minas, unos 450 kilómetros al noroeste de Río de Janeiro– iniciamos un recorrido con subidas y bajadas que nos lleva a caminar por los pueblos más cautivantes de la historia colonial del país. Allí donde el siglo XVIII vio estallar el boom dorado en la región, y las bellas iglesias unieron lo intrincado de la pintura y la escultura barroca con el oro omnipresente.
“BEAGÁ” En la cronología partimos por el final. Desde una ciudad populosa, moderna y urbana como Belo Horizonte. Con ese apodo llaman los mineiros a su capital. BH suma con sus suburbios cinco millones de habitantes y es la capital estadual desde el año 1897, cuando la anterior ciudad fuerte, Ouro Preto, había quedado anclada en la colonia y se buscaba un nuevo centro. Uno que tuviera la mirada en el futuro. Y como no tenían una urbe así en el radar, la construyeron. “Hay pocas ciudades planificadas desde antes de su construcción. Belo Horizonte tiene un trazado con una avenida que la rodea, y calles atravesadas por grandes diagonales. Como La Plata, en la Argentina”, me dice José Natividad Tello Rodríguez, nuestro guía por cada recoveco del recorrido. A Beagá la rodea la Avenida du Contorno, y grandes diagonales cortan el trazado de calles: por ahí están Amazonas, Alfonso Pena, Barbacena y Avenida Brasil, entre otras.
Por fuera de ese Contorno, Belo Horizonte creció para todos lados, deslizándose entre montañas y valles. La Sierra del Curral enmarca un paisaje que une lo tradicional con la vanguardia. Tan de vanguardia que vio florecer las primeras artes del arquitecto que se transformaría en bandera estética del Brasil del siglo XX, el amado –y cuestionado por igual– Oscar Niemeyer. Para encontrarnos con sus orígenes nos encaminamos por la avenida Antonio Carlos con rumbo al norte. Apenas alejada unos diez kilómetros del casco “du contorno” llegamos a la Pampulha, el punto cero de la historia grande de Niemeyer.
Una gran laguna artificial de forma extraña es el corazón de esta zona que se construyó en la década del 40, por el impulso que el alcalde Juscelino Kubitschek quería darle a esta parte de la ciudad. Para planear la arquitectura en torno a la lagoa, Kubitschek convocó al joven Niemeyer. Al caminar nos vamos encontrando con el Casino, la Casa de Baile, el Club y la Iglesia, todos levemente extraños, sensualmente curvos –casi blandos– o drásticamente rectos y enmarcados por el paisaje creado por el paulista Burle Marx. Vamos parando en cada construcción, desde el círculo súper luminoso de la Casa de Baile hasta la altura vidriada en la que está el viejo casino devenido en museo. Una de las puntas de la laguna la corona el Mineirao, el remozado estadio de fútbol de la ciudad, sede del último Mundial.
Pero nos quedamos en la iglesia. Su parte posterior despliega los azulejos azules y blancos de Cándido Portinari. Él también pintó el interior de esta Igrejinha (iglesita, como le dicen por aquí) que tiene una historia increíble: terminada en 1943, su consagración formal como templo tuvo un solo problema: el obispo. Lisa y llanamente se negó a reconocer que “eso” fuese una iglesia. Quizá se haya sumado el detalle de la ideología comunista de Niemeyer, claro. Desde entonces, estuvo cerrada durante 14 años. La cosa recién cambió en 1959, cuando para una exposición en Milán se desempolvó una obra de Portinari que dormía dentro de cajas. Con entusiasmo, José cuenta que el papa Juan XIII vio la pintura, se maravilló y preguntó “¿de dónde vino esto?”. Y dio la orden, por fin, de consagrar el templo.
Kubitschek luego fue presidente y lanzó la construcción de la ciudad de Brasilia. Y la idea fue la misma que generó Pampulha: promover el crecimiento en zonas no habitadas, y correr la idea de tener que vivir sí o sí en la playa. La capital del país se movió de Río de Janeiro a la nueva y mediterránea ciudad y ahí Niemeyer dejó su obra para siempre. Aquí en Belo Horizonte, camino del aeropuerto, se puede ver también la Ciudad Administrativa, una de las últimas obras de Niemeyer, del año 2010. El edificio de gobierno suspendido en el aire es simplemente cautivante.
Antes de dejar Pampulha y Belo Horizonte, una foto junto al “Todos contra Bush” que el propio arquitecto dejó escrito en un mural de la Casa de Baile, en 2007, cuando pasó por allí a celebrar sus 100 años de vida.
VANGUARDIA Y BARROCO La base será Beagá y aquí volveremos después de algunos de días de internarnos un par de siglos en el pasado. Tomamos por la BR 040 –las rutas con esa sigla comienzan en Brasilia– y nuestro destino está a 90 kilómetros, en el núcleo histórico de la región: el entrañable Ouro Preto. Mirada desde Belo Horizonte, la zona sur es un campo con brotes de historia colonial. Pueblos más o menos grandes, según cada caso, coronados por iglesias barrocas. O mejor dicho, por muchas, muchas, iglesias barrocas. Caminando ya por las empinadas calles de empedrado de Ouro Preto, José (aunque prefiere que le diga Natividad) desgrana la historia. Los adelantados bandeirantes descubrieron oro en los riachuelos de este valle hacia 1692. Hasta ese momento los portugueses se habían quedado cómodos con los tesoros de la costa. Una vez que se lanzaron, sin caminos ni referencias, dieron en esta zona con oro en polvo al ras del suelo. En 1796 fundaron el pueblo de Mariana, unos pocos kilómetros más al este, y dos años después Ouro Preto. José mira el horizonte y señala hacia las montañas. Su dedo apunta al responsable de permitir los bandeirantes volver a ubicar este valle: el Pico do Itacolomí, una piedra que sobresale en la cima y hoy es postal ouropretana.
Esos portugueses encontraron mucho, mucho oro. Y se fueron quedando. Primero con casas provisorias, pero después con construcciones cada vez más sólidas, y al final levantando templos lujosos, dorados e impregnados del Barroco que llegaba de Europa. Sólo Ouro Preto tiene trece iglesias y ocho capillas barrocas. Al principio eran pequeñas, rectas, sin torres –más o menos hasta 1740– muy recargadas por dentro, trabajadas por artistas que venían de Portugal con todo su “miedo al vacío” del barroco a cuestas. Luego, hasta 1770, fueron rectangulares pero más grandes y con torres y algunos adornos afuera. Ya no eran tan recargadas y los artistas eran locales que aprendieron de los portugueses. El paso siguiente fue el de las fachadas redondeadas, y esas son las más queridas por el pueblo, me dice Natividad. Porque fueron hechas totalmente por artistas brasileños.
“Cuando uno visita diferentes iglesias puede ver que las franciscanas son súper alegres, y las carmelitas, mucho más tranquilas” dice. Estamos parados con la vista en la puerta de la iglesia San Francisco de Asís, “la joya de Minas”, justo frente a la Praça de Antônio Dias. Iniciada en 1766, fue diseñada por Antonio Francisco Lisboa, El Aleijadinho, para muchos el mayor representante del barroco latinoamericano. Encontramos aquí sus esculturas trabajadas en piedra jabón. El Aleijadinho nos acompañará entre pueblos a lo largo de todo este viaje por el siglo XVIII.
Una cuaresmeida –un árbol de tono violáceo, similar al que la liturgia católica utiliza en el periodo de cuaresma– nos mira desde la izquierda, mientras nuestro guía desmenuza el sentido de las imágenes en el frente de la iglesia. “Las fachadas franciscanas son como un libro abierto, se pueden decodificar buscando el símbolo de los dos brazos cruzados (San Francisco y Jesús) y los cinco estigmas”. Y la fecha aproximada de construcción surge de mirar el movimiento y los materiales: en este caso es redondeada y con columnas de piedra, que no se usaron hasta pasada la mitad del siglo. Ya sabemos un par de tips que nos van a permitir sacar algunas conclusiones en las futuras iglesias y templos, sin tener que perseguir al guía.
Adentro de San Francisco, la explosión es de color. Es cuando aparece el otro protagonista, Manuel de Costa Athayde (Mestre Athayde) y sus pinturas. Mucha madera, láminas de oro y un techo con la Asunción de la Virgen María, donde el trabajo con la perspectiva y los ángeles y querubines estalla en lo alto.
SABOR MINEIRO Escalinatas mediante, apenas un salto y estamos en la feria permanente frente a la iglesia, donde la piedra jabón es el estrella de cientos de artesanías. Desde mínimos adornos a enormes piezas de piedra. El sol pega fuerte en esta tarde, y las subidas y bajadas ya pasan factura. La mejor idea es dedicar un rato a otra de las obras de arte mineiras: la gastronomía. Entre las mesas del Chafariz camina su dueño Vicente Tropia, que nos recibe con una copa de cachaça y nos enseña la quintaesencia minera: comida potente a base de cerdo, más algo de tutu (un puré de frijoles con harina de mandioca), feijao, farofa, lingüiça (salchicha) y el infaltable couve, una hortaliza salteada que lo acompaña a todo.
De vuelta al empedrado el subir y bajar nos lleva hasta la Iglesia del Pilar, donde todo lo que aprendimos parece caerse a pedazos. “Es una iglesia sobria”, arriesgamos después de aprender sobre volúmenes de fachadas, movimientos y piedra jabón. “Eso es mentira”, responde José y nos baja de un saque. En realidad, dice, hay una trampa. El frente actual de la Iglesia del Pilar es una segunda fachada, más sobria, pero su interior no puede más de tanto “horror al vacío”. Realmente impresiona. Una verdadera telaraña dorada de figuras, ángeles de plata, angelitos negros, más pequeños, más grandes. Dice ser la segunda más rica de Brasil, después de una en Salvador de Bahía, algo ciertamente incomprobable. Y como si no alcanzara con la riqueza, la del Pilar ostenta ser la iglesia con más figuras de ángeles de todas.
Cuando salimos, agazapada en un rincón encontramos a la restauradora de esta iglesia. Pura sonrisa y timidez, trabaja lentamente sobre las paredes a la luz de un pequeño velador. Cuenta que en un espacio entre el retablo y el techo encontraron muchas cabezas de angelitos que nunca fueron utilizadas, y que aún descansan ahí.
Y aunque parezca todo montado por un guionista, el nombre de la restauradora es Ángela.
CONGONHAS, OBRA MAESTRA La traducción del nombre Aleijadinho sería algo así como “lisiadito”. Se sabe que alrededor de los 40 años de vida, Antonio Francisco Lisboa comenzó a padecer una enfermedad degenerativa que le atacó los miembros. Sus retratos de mulato con gesto poco amigable lo muestran siempre con una mano escondida entre las ropas. Dejó esculturas, imágenes y trazos por toda la zona, pero para llegar a su obra máxima nos encaminamos ahora a Congonhas, a unos 50 kilómetros de Ouro Preto. En el camino pasamos por su espejo, el pequeño Ouro Branco, que hoy ha perdido casi todo rastro del fulgor del pasado. En Congonhas nos espera un imán para los conocedores de arte barroco de todo el mundo: el Santuario del Buen Jesús de Matosinhos, el conjunto colonial más importante del país. Está formado por la iglesia, capillas, y figuras de tamaño natural, en un torbellino de trabajos de Aleijadinho y Athayde. Las pequeñas capillas guardan las esculturas que van desde la última cena hasta la crucifixión. Los rostros exagerados, de grandes narices, casi grotescos, nos llevan cuesta arriba hasta desembocar en las escalinatas de los doce profetas. De Isaías a Joel, de Baruc a Jonás. Todos en tamaño natural, con sus miradas en el horizonte y las espaldas cansadas por los siglos. Entre ellos hay uno que se ha vuelto símbolo de toda la obra de Aleijadinho: el profeta Daniel, de tamaño levemente mayor que los demás, y tallado en una sola pieza de piedra.
La parada final es Tiradentes. Nos estamos alejando cada vez más de la capital, pero no se puede conocer el Brasil colonial sin Tiradentes, distante unos 200 kilómetros de Belo Horizonte y 150 de Ouro Preto. Para los conocedores de la costa brasileña, Tiradentes sería algo así como una Paraty de montaña. Empedrados, construcciones coloniales y un marcado perfil turístico. Su nombre nos viene sonando desde el comienzo del viaje: Tiradentes se llama la plaza central de Ouro Preto, Tiradentes es la ciudad administrativa de Belo Horizonte. Y esta ciudad lleva ese nombre: el de su hijo más ilustre. Ninguneado durante muchos años, Joaquim José da Silva Xavier, Tiradentes, fue el responsable de la Inconfidência Mineira de 1722, el primer y fallido intento de independizar a Brasil del Reino de Portugal. Castigado con la muerte (y muchas atrocidades más) el tiempo lo elevó al lugar de héroe nacional.
El final del viaje colonial también está elevado. En el punto más alto de la ciudad, la última iglesia dorada de este recorrido: San Antonio. Líneas rectas en su fachada, trabajos del Alejaidinho y un interior a puro oro. Para un cierre de expedición barroca como debe ser, hay que intentar llegar a esta iglesia un viernes por la tardecita. Ese día, entre sus gruesos muros suena el órgano original de la iglesia, que data de 1788.
El regreso a Belo Horizonte es de unas cuatro horas por ruta y casi 300 años en el tiempo. Y del arte pasamos al sabor. Beagá es la capital brasileña de los bares, tomando como lema la canción de Michel Teló -ese mismo que supo quemarnos la cabeza con su si eu ti pego- cuando dice “Se não tem mar, vamos pro bar”. No hay mar por aquí pero sobran los botecos (bares tradicionales) donde comer unos petiscos (distintos platos para compartir, al estilo picada argentina) y buscar la cerveza estúpidamente gelada. Esto es, según me cuentan los mineiros, la forma en que sí o sí debe estar la cerveza. Cubierta por una capa de escarcha, y si es posible, no escaparse nunca de una frappera. Gelada hasta el momento de tomarla, y brindar por el otro Brasil.