La ciudad está invadida por la niebla, tan densa que bien podría haber salido de la famosa película de horror de John Carpenter The Fog. Las calles se ven vacías, mucho más de lo que deberían estarlo en condiciones normales. Es que las imágenes, aterradoras y poéticas, fueron filmadas a mediados de 2020, cuando el arranque de la pandemia condenaba a la mayoría de la población al encierro. Cuando por fin una silueta humana en movimiento aparece en cuadro, se trata de personas montadas en bicicletas o motos de pequeña cilindrada. Repartidores de comida cuyas espaldas están parasitadas por esos mochilones cuadrados con logotipo bien visible. El realizador Ulises Rosell y su equipo de rodaje salieron a la caza de historias en aquel momento en el que todo estaba suspendido, y continuaron filmando durante un año y medio, recorriendo de punta a punta el país. El resultado de esa pesquisa cinematográfica se llama El futuro, documental que tiene su estreno en la sala de cine del Malba este sábado a las 22 horas, e incluye segmentos registrados en la Ciudad de Buenos Aires, el conurbano bonaerense, Tierra del Fuego y Salta.
“No hay ni un solo plano por la ventana”, afirma con vehemencia Rosell, haciendo hincapié en un lugar común de tantos films rodados en pandemia: las circunstancias del encierro vistas desde el interior. “La cosa transcurre en la calle: en lugares de trabajo, en la montaña, en el río. Volví a filmar a los wichís y a John Palmer, el protagonista de mi película El etnógrafo. Estuve en los hospitales cuando aún no había vacunas, en los controles de la ciudad; registré también la vida de la gente de la calle, que sorpresivamente estaba más cómoda que nosotros, los que tenemos casa. Se filmó entre julio de 2020, en medio del cierre profundo, y diciembre de 2021. Supongo que es una especie de interrogación sobre lo que pasó, pero aún más acerca del país”. En el comienzo de El futuro, que tuvo su estreno mundial en la Competencia Argentina del último Bafici, un grupo de enfermeros conversa después de su turno a bordo de la ambulancia. Bromean catárticamente, como una respuesta automática ante las urgencias y el dolor, pero en medio de los chistes y las anécdotas se filtra un comentario: “Subió lo más bien y en 25 minutos estaba intubado”.
“Lo primero que comentamos todos en el grupo de amigos directores era que en ese momento ya se veía como venía la cosa, por las imágenes que llegaban de otros lados. Sobre todo de Europa”. El director de Bonanza, Al desierto y la reciente López recuerda que, durante esos primeros meses de cuarentena, no hallaba ningún disparador para salir a filmar, “más allá de que pensaba que estaría bueno registrar algo de lo que estaba pasando. Ahí fue cuando llego la propuesta, gracias a un llamado de la Fundación Bunge y Born. Ellos fueron los que me convocaron, supongo que porque conocían mi laburo previo. Tuvimos una videollamada con la gente de la Fundación y básicamente me dijeron que querían dejar un registro. Obviamente, en esa época no sabíamos qué cierre iba a tener toda la situación ni hacia dónde iba; era un momento de incertidumbre total, sin vacunas además. Me pidieron una propuesta escrita y mi respuesta, que a la distancia considero atinada, fue que si nos poníamos a escribir nos íbamos a perder cosas que ya estaban ocurriendo en la calle. Cosas que iban inexorablemente a desvanecerse. Era cuestión de salir y filmar, hacer el trabajo de campo con la cámara. Les pedí unas diez jornadas más de lo que me llevó filmar mis últimos documentales. Eso los entusiasmó, y la verdad es que realmente hubo cosas que ocurrieron durante esa primera salida de rodaje que después se transformaron. Creo que El futuro capturó algo de ese primer momento de desconcierto”.
-¿Cómo se llegó al tono general de la película, sus alcances y límites en términos narrativos?
-El tono se encontró durante la segunda salida, unos dos o tres meses después de la primera. Ahí ya estaba la idea de visitar y registrar otros lugares del país. El problema era que ese momento todavía no se podía viajar. Originalmente sólo fue CABA y el Gran Buenos Aires, pero incluso así teníamos unos quilombos infernales para pasar de la provincia a capital y viceversa. Hubo cosas que queríamos filmar, como los controles de tránsito, pero venía la policía y nos frenaba. Todo estaba muy distorsionado, era insólito. En la segunda salida todavía no teníamos personajes, y en ese sentido me sentí muy apoyado, porque sabía que si seguíamos filmando tarde o temprano iban a aparecer las historias. Y así fue. En ese momento apareció el arco narrativo de Sergio Guiñazú, que es el médico a cargo del centro de hisopado. Fue un salto enorme en la estructura argumental, mejor que si hubiera estado guionado. El mismo tipo que teníamos filmado diciendo ‘yo no me voy a enfermar, toco madera, pero creo que hay algo muy de la cabeza’ se termina contagiando y está internado en el mismo lugar donde trabaja. Fue genial, porque si uno piensa en filmar a alguien internado es una cosa espantosa, pero si con esa persona ya tenés una relación la situación cambia. Fue una forma de visibilizar algo, porque todos sabíamos que los enfermeros, la gente del ámbito de la salud, se rompían el orto, pero verlo en persona, filmarlo, es otra cosa. Hay algo en ese primer episodio de la película que es de ciencia ficción. Una ciencia ficción de bajo presupuesto.
-Ahí aparecen los trajes herméticos, el spray de alcohol en todo el cuerpo, hasta en las suelas de las zapatillas. Algo que fue moneda corriente hace dos años y que hoy vuelve a parecer futurista.
-Trabajé con Alejo Maglio, el mismo director de fotografía de López. De hecho hubo una continuidad muy grande, porque estábamos editando López y ya habíamos arrancado a filmar lo que sería El futuro. Nos juntamos y empezamos a pensar: ¿cómo ver la pandemia? La sensación era que había algo muy cinematográfico, pero al mismo tiempo había que atraparlo. Filmamos mucho de noche, la ciudad de noche. Justo ese invierno hubo unas nieblas extraordinarias. Además veíamos las imágenes que llegaban de Italia, de China, y al rato veías que eso se corporizaba acá. Las máscaras, los trajes. Hubo un tratamiento cinematográfico tradicional, en cierto sentido, más allá de salir a pescar imágenes. Lo loco es que había referentes previos, pero eso fue parte de la pandemia, ¿no? Ver en la realidad situaciones que antes pertenecían al terreno de la distopía. Y todos con las pantallitas, onda Los supersónicos.
-La película tiene una estructura integrada por cuatro segmentos extensos, separados por secuencias más breves, que funcionan como “separadores”. ¿Eso estuvo presente desde el inicio?
-Ese formato lo fue aportando el mismo rodaje: íbamos filmando cosas y algunas crecían. Otras, en cambio, quedaban simplemente como vistazos, impresiones de un momento. El banderazo, por ejemplo, que fue algo notable, porque de pronto había gente en la calle y parecía un mundial. La imagen es esa. Y es más notable aún porque fue en octubre de 2020; todavía era algo muy discutible salir a la calle y juntarse. Un par de meses antes se decía que por salir a cobrar la jubilación y hacer la cola se iban a morir no sé cuántas personas. Una demencia todo (risas). Volviendo a la película, escenas breves como esa o la de los controles en el transporte público no tienen personajes y son breves, como clips de uno o dos minutos, pero son importantes porque te instalan en la pandemia.
-Y luego están los segmentos largos, como el segundo, con ese grupo de hombres que vive debajo de un puente y que parecen disfrutar de una libertad vedada al resto de la población.
-Claro, eran mucho más libres que todos. Eso comenzó de una manera particular. Tengo un hijo con autismo y cuando habilitaron los permisos para salir un rato para aquellas personas dentro del espectro (me acuerdo de que era una hora diaria) aprovechábamos y salíamos a andar en bicicleta. En una de esas salidas, volviendo desde Aeroparque, vemos que debajo del puente de Salguero hay una fila de colchones, con tipos tapados hasta el cuello mirando la tele y escuchando con un equipo de audio increíble, magnificado por la acústica que ofrecía el lugar. Estaban viendo una película. Unos maestros: se habían armado un microcine. Paré, les dije algo y enseguida me dijeron ‘quedate, quedate’. Unas semanas después pasé por ahí de nuevo y ahí surgió la idea de filmarlos, después de una jornada en la que nos habíamos estrellado con todos lo “no” del mundo. Nos tiramos un lance, fuimos y los filmamos charlando.
-Recuerda en parte a Bonanza, porque lográs un grado de intimidad muy grande con un grupo de personas particular.
-Con el tiempo, siempre se va armando una complicidad con el sujeto que estás filmando, y el mismo tipo se da cuenta de qué cosas hacen brillar la jornada de trabajo, por decirlo de alguna manera. Y mirá que el equipo no era mínimo: filmamos con una cámara de la FUC (Universidad del Cine), una Red Epic 8K con unos lentes increíbles, a la que jamás había tenido acceso antes. En algún momento dijimos bueno, ya está, porque habíamos llegado a un nivel de intimidad tal que no podíamos seguir avanzando. Nunca había estado en una conversación tan íntima, tan sacada, entre hermanos. El siguiente paso era filmarlos mientras se mataban. Cosa que no íbamos a hacer, obvio.
-Y después llegaron los rodajes en el norte y el sur del país.
Creo que ese eslogan, de Ushuaia a La Quiaca, es muy bueno para describir la idea. Nieve y el Chaco salteño, donde además vive gente que realmente está fuera del mapa. Que no se ve ni en YouTube ni en los noticieros. Justamente ahora estoy en la casa de Andrés Tambornino, el montajista de El futuro. Fue él quien al mirar el primer material en bruto me dijo “acá falta algo”. Fue muy directo: “El material que están filmando está muy bueno, pero falta la muerte. Y si no aparece el tema de la muerte es como que le estás esquivando el bulto”. Tenía razón. La imagen de un cementerio caía de madura, pero por otro lado ese tipo de imagen estaba banalizada. ¿Cómo construir una imagen diferente? En Ushuaia está este cementerio increíble, nevado y pegado al canal, y al comenzar a filmar nos topamos con el chico que aparece en la película, el sepulturero hijo de sepulturero, cuyo padre está enterrado allí. Además filmamos en un hospital local, así que todo ese segmento está ligado a las terapias intensivas y a la muerte.
-El cierre es en Salta, donde volvés a encontrarte con John Palmer, el protagonista de El etnógrafo, y algunos referentes del pueblo wichí. Imagino que fue sencillo el reencuentro.
-Más o menos, porque allá está todo desconectado. No es que llegás y preguntás “dónde está el cacique” y enseguida te responden con precisión. Nadie tiene idea de nada, es desconcertante. Pero enseguida entramos en contacto con Rogelio Segundo, el hijo de alguien que yo había filmado para un programa de Canal Encuentro hace tiempo, un hombre con un notable pensamiento filosófico. Ahí me enteré de que su padre había muerto de Covid. Todo se fue armando sobre la marcha. Ese viaje se postergó mil veces, y cuando finalmente salió justo coincidió con la asunción de Rogelio como diputado provincial, algo que pudimos filmar. Los wichís están super activos. Es la única historia que tiene un futuro, en verdad: dieron el primer paso importante de algo que se viene gestando desde hace quince, veinte años, cuando comenzaron con el reclamo legal de las tierras.
-¿De ahí el título El futuro?
-En parte. El futuro siempre fue una posibilidad como título, por lo que decíamos de la ciencia ficción clase B. Pero John tiró eso durante una charla: que el futuro es algo muy diferente para cada cultura. El desafío desde el montaje era cerrar el último episodio y además cerrar la película, dándole a todo una unidad. Esa idea nos cayó del cielo.
- El futuro se exhibe en Malba Cine (Figueroa Alcorta 3415) los sábados 6, 13, 20 y 27 de agosto a las 22 horas.