Francis Beaufort, oficial de la Royal Navy, creó hacia 1805 una escala de vientos que intentaba terminar con lo subjetivo de las observaciones realizadas por pilotos y capitanes. Se ordenaba progresivamente de acuerdo con los efectos sobre el barco, desde “apenas suficiente para maniobrar”, hasta “insostenible para las velas”. Mantenía la ambigüedad, ya que un determinado viento no incide igual sobre un cutter que sobre una fragata de línea. Recién cuando se asoció a la escala el uso de anemómetros para medir la intensidad del viento, el cometido se logró. En principio, la escala abarcó trece estados del mar o fuerzas. La fuerza 0 designa vientos de hasta un nudo. La 1 abarca hasta tres nudos, la 2 hasta seis nudos, y así hasta la fuerza 12, que comprende los vientos de más de 64 nudos, o sea unos 118 kilómetros por hora. Posteriormente, se sumaron cinco estados o fuerzas más para que entraran en la escala de manera diferenciable huracanes del Caribe o ciclones tropicales.
Los vientos, para cuya definición se habían usado hasta entonces palabras, comenzaban a ser medidos y clasificados. Los viejos Austros, Bóreas, Notos y Céfiros cedían su lugar a cifras. Dejaban de tener personalidad para ser fenómenos tan mensurables como las superficies, las temperaturas, los pesos. En consecuencia, palabras que habían tenido vigencia en el vocabulario náutico durante siglos vieron modificada su funcionalidad y ya lejos del mar debieron resignarse a una sobre vida literaria. Perduraron algunas denominaciones como alisios o monzones, y con un alcance limitado, expresiones como sudestada o pampero
En tanto piloto y luego capitán de barcos ingleses, a cada cambio de guardia Conrad habrá anotado en el libro de bitácora la intensidad del viento según esa escala inventada por aquel antecesor en los barcos del imperio que “regía las olas”. Sin embargo, en El espejo del mar –una maravilla de 1923, cuando ya parecía que su época productiva quedaba irremisiblemente atrás– intentó restituir toda su antigua majestad a esos amigos –enemigos del marino: “Los vientos del norte y del sur son sólo pequeños príncipes dentro de las dinastías que en el mar deciden la guerra y la paz”; el viento del este se caracteriza por “su profunda doblez”; el viento del oeste es “un señor de la guerra que envía sus batallones de oleadas atlánticas”, “demasiado fuerte para los pequeños artificios”, pero que a veces, fuera de sí, “devasta su propio reino en la voluptuosidad de su furia”, “como un monarca enloquecido que con violentas imprecaciones arrastra a sus cortesanos más fieles al naufragio y a la muerte”.
Nunca ese gran lector de Shakespeare que fue Conrad se había acercado tanto a ese otro gran lector de Shakespeare que fue Melville. Un estilo a la vez sentencioso, melancólico, furioso, lírico y humorístico hermana muchas páginas de Moby Dick con el capítulo citado de “El espejo del mar”. ¿Habrá sido consciente, el viejo Conrad, de esa proximidad? En más de un escrito, se había ocupado de señalar que Melville era apenas un aficionado sin conocimiento cabal del mar, los barcos y los navegantes. Es cierto que Melville fue un aventurero más que un profesional, y jamás llegó a capitán como sí lo hizo Conrad. Pero su incursión por los mares, si bien más breve, fue muy completa: navegó en barcos mercantes, de guerra y balleneros. Acerca de todos ellos, de sus travesías y de sus tripulantes, dejó páginas memorables. Y navegó por una zona de los mares y de los vientos que viene a ser lo que es la cadena del Himalaya para las montañas: la Patagonia marítima, aludida ya al inicio de Moby Dick. Conrad, cuando divaga acerca de los vientos, se refiere sobre todo a los del Atlántico Norte y a los del Canal, con referencias a los de Oriente.
En mis épocas de piloto de la marina mercante –previas a la difusión de la meteorología satelital– a cada cuarto de guardia me tocó anotar sobre el libro de bitácora, hora a hora, el estado del viento según la escala de Beaufort. Nunca me conformó. ¿Cómo podían equipararse un viento enfrentado cuando se estaba saliendo al Pacífico por la boca occidental del Estrecho de Magallanes, a la vista del faro Evangelistas, con otro de igual intensidad en nudos pero en el Canal de La Mancha, o en las cercanías de los Penedos de Sao Pedro e Sao Paulo, o en el Báltico?
El invierno de 2015, en cercanías de la Isla de los Estados, esa cuestión volvió hacia mí. Con mayor de capa y tormentín habíamos sorteado el Canal de Beagle desde Ushuaia. A mediodía, con la marea bajando, pasamos al través del Islote de los Veleros para iniciar de sur a norte la navegación del Estrecho de Lemaire. Pasadas las seis de la tarde, sin vientos superiores a la fuerza 7, embocábamos la angostura de Puerto Parry exterior, y antes del anochecer estábamos amarrando a la boya de Puerto Parry interior. La isla se preparaba para la primavera con una fiesta de verdes. Únicamente en las cumbres resplandecía el blanco de la nieve. Junto al Apostadero Naval Piedrabuena, el agua de una cascada proveniente de laguna Dufour, allá en lo alto, estallaba contra las rocas.
Esa misma noche, el viento de la isla nos hizo escuchar su verdadera voz. A la mañana siguiente era todo blanco alrededor y la cascada se había vuelto cristal de roca. La nieve, arreada por las ráfagas, cruzaba el aire en latigazos horizontales. En pleno vuelo, se congelaban los pájaros y caían. Pasamos así una semana.
Cuando al fin logramos zarpar hacia el fondeadero de Bahía San Sebastián, en la punta noreste de Tierra del Fuego, aprovechando una supuesta ventana meteorológica, debimos descongelar la cubierta. Ya la primera noche de guardia, el viento afirmaba algo que excedía nuestro vocabulario. Los ingleses, pese a ser más afectos al understatement que al tremendismo, habían bautizado la franja del planeta situada al sur del paralelo de 40° S como the roaring forties (rugientes cuarenta). Y nosotros navegábamos al sur de los 50: the screaming fifties (aulladores cincuenta). Estaba más que oscuro y compartíamos un rato en cubierta con Marcelo Naón, veterano de regatas oceánicas. No necesitábamos decirnos nada para saber en qué pensaba el otro. Las velas de tormenta, diseñadas por nosotros y construidas en un muelle de Ushuaia con retazos de velas viejas, ayudados por Victoria Esplugas y Gastón Ortié, dos compañeros de tripulación. Los obenques sometidos a un trabajo que podía cortarlos en cualquier momento. El timón tironeado por la repetida maniobra de orzar y luego derivar ante cada ola. Mirábamos el resplandor fugaz de las olas que golpeaban contra el costado. Mirábamos esa forma de acostarse del ketch La Sanmartiniana, animoso pájaro de metal que pechaba el viento del oeste y aguantaba, aguantaba, aguantaba. Pero no sin dejar de abatir fuera de la derrota prevista hacia una zona peligrosa: el Banco Burdwood.
El viento era algo sólido. Nos empujaba, nos obligaba a entornar los ojos, nos hacía doler la cara. Ni una sola estrella se avistaba. Permanecíamos sin decirnos nada, atentos a la inmensa voz del viento.
Hasta que Marcelo habló. O mejor dicho, para que yo pudiera escucharlo en medio de todo ese fragor, gritó:
–Este viento es acojonante.
En ninguna de sus travesías había escuchado algo así. Ese aullido de bestia herida y vengativa, de monstruo en celo, de dios o demonio. Ni siquiera había escuchado él algo así cuando era soldado de la Fuerza Aérea, apostado en una carpa-enfermería junto a la pista de Puerto Argentino, durante la guerra de Malvinas, y los vientos que sonaban eran los aviones Harrier, y las olas que rompían eran bombas. Porque no hay nada como la voz de aquel viento sobre aquel mar.
Extrañamente, o no, su forma de hablar me alivió aquella noche. Mil veces preferible un viento acojonante a un viento de fuerza 9 o 10. Nombrar esa voz interminable hacía que la pudiéramos enfrentar de otra manera. Tanto esos capítulos de Joseph Conrad plenos de lirismo y humor como el súbito mot juste (palabra justa) proferido por mi compañero de tripulación, responden a una misma necesidad y a un mismo impulso: hacer más habitable el mundo. Incluso al sur del paralelo de 50° S, donde los vientos aúllan con una voz que no parece de este mundo.
* Escrito sobre el agua, ensayos. Editorial Caterva, 2017.