Carísimo lectore (un 8 por ciento más caro que el mes pasado, según me dijeron), quiero comenzar por decir que le estoy muy agradecido por su escucha, ya que, como usted habrá colegido al final de la columna anterior ("Angustia empieza con A"), no logré que el ministro de Psiconomía entonces vigente ni mi propio y querido analista, el Lic. A., calmasen lo que se vería como angustia según un psicoanalista, ansiedad según un psiquiatra, miedo según un sociólogo, y mishiadura según cualquier vecino que se precie de dar su opinión al respecto.
Debo decir que, perdido por perdido, recurrí a la juventud. No a la propia (ya que el "divino tesoro” parece que fue entregado a los acreedores externos como parte de pago por el tiempo de vida), sino a la de un sobrino, vecino o allegado milenial, de esos que nunca faltan. El joven me explicó que yo padecía de un problema generacional: era demasiado racional, era de los que aún se interesaban por el “porqué” pasan las cosas (totalmente vintage) y no por el “cómo” (que es lo fashion).
Yo le dije que me llamaba la atención que, habiéndose cambiado dos veces de ministro de Psiconomía, no hubiera cambiado prácticamente nada del programa inicial. Y que, “en mis tiempos”, cuando cambiaban un ministro era porque el anterior había fallado en algo, entonces traían otro u otra para que intentase hacer otra cosa, y no la misma pero con otro tono.
Él me miró como si yo fuera una computadora de escritorio, murmuró algo respecto de “desbloquear ajustes y eliminar subsidios”, me dijo que debía llevar a Batakis a la papelera de reciclaje y que a Massa lo debía “guardar como” “ministro de economía.fdt”, ya que era el nuevo driver de los argentinos. Le dije que no entendía nada, y me dijo que lo importante no era que lo entendiera yo, sino que lo entendieran los poderosos y, sobre todo, que funcionase, porque si andaba bien, habría Windows 2023, pero si no, íbamos a quedar casi todos y todas fuera del área de cobertura y no íbamos a poder cumplir con los tutoriales que nos mandó el FMI y entonces iba a aparecer un técnico de esos que nunca faltan a decirnos que pidamos un crédito para comprarnos un programa más inútil pero mucho más caro aún.
Si usted es sigloveintenial como yo, seguramente tampoco entendió nada, y seguramente también se asustó un poquito –o un muchito–, lo que tiene su lado bueno, ya que el miedo compite con la angustia y uno puede dejarlos peléandose entre ellos e irse a ver una buena serie de Nefli, tal como anuncié la semana pasada.
Encendí la tele, y me llevó derecho a una serie que ya tiene varias temporadas; no sé por qué episodio iban, pero había un fiscal que no paraba de “alegatear”, y un grupo de seguidoros que lo miraban embelesados (o “envelezados”, en honor a Vélez Sársfield, el creador de nuestro Código), mientras le cantaban “See you later, alegato” ( famosa canción que se conoció por estas tierras con el extraño título de "Hasta luego, cocodrilo”.
La cuestión es que el fiscal acusaba, acusaba, acusaba, y no paraba de acusar. "Esto no debe ser Nefli", pensé, "porque hasta el peor guionista de esas series sabe que cualquier fiscal que acuse a alguien, por más ficticio que sea, tiene que presentar algunas pruebas y no apelar al 'sentido común'”. Que si el fiscal dice: “ Y…, si Pepe estaba en un bar un sábado a la noche, es obvio que es culpable de robo a mano armada. Si no, ¿para qué iba a ir a un bar? ¿Para tomar un whisky, encontrarse con un amigo, de levante? ¡Naaa...!”, esa serie, salvo que se trate de una comedia, no dura un capítulo más, los televidentes le ponen el dedo para abajo, y ¡si te he visto, no me acuerdo!
Y yo tenía razón: no era de Nefli…, ¡era de verdad! Un fiscal del fisco, un representante de la ley, todo un abogado en un juicio, apelando….¡al sentido común! ¿Pruebas? ¡Naaa...!, con pruebas, cualquiera, como dijimos con Daniel Paz en un chiste hace un par de días. “Las pruebas, querido tío”, me explicó el milenial, “son vintage, passé, demodé gagá; ahora se usa el lawfare, capisci?”.
El lawfare, me explicó Gugl, es la persecución judicial: usar la Justicia como si fuera un arma de guerra, condenar a alguien sin que tenga la menor importancia si es realmente culpable o no. Si la prensa usa el término “posverdad” para hablar de “cosas falsas que actúan como si fueran ciertas”, podríamos decir que ese fiscal y su claque acuñaron un nuevo concepto: “posculpable”, o sea: “No es culpable, pero la condenamos como si lo fuera”. Y digo “la” porque en este caso era “la”, pero podría ser “lo” o “le” cualquier otro día.
¿Se imaginan si ese concepto de “íntima convicción” atravesara lo jurídico e invadiera otras disciplinas?
* “Sé que los exámanes de laboratorio dicen que está todo bien, pero yo tengo la íntima convicción de que esto es un infarto, así que lo opero ya mismo”, podría decir el cardiólogo.
* “Sí, parece que no tienen oportunidades, pero yo tengo la corazonada de que lo que pasa en verdad es que no quieren trabajar”, diría el gobernante.
* "¿Botón nuclear? ¡Naaa...! A mí me parece que este cosito rojo es para llamar al mozo y pedirle una pizza napolitana, así que lo aprieto y chau”, diría el líder de alguna potencia mundial, y entonces... ¡chau, chau, chau!
Me parece que voy a cambiar de canal.
Sugiero acompañar esta columna con el video “¡La morochenka no se tocatoff!”, canción antilawfare de RS Positivo (Rudy-Sanz), acompañados por el Coro Cosaco del Conurbano estalingradense.