En el comedor del 5° J nunca falta el sol. Una bolsa de arpillera de café traída desde Centroamérica, donde se refugió a comienzos de la dictadura, ocupa buena parte de la pared. Las gatas siamesas exigen mimos a los visitantes. Un libro abierto abandonado sobre el sillón también reclama atención. El mate, pequeño y metálico, va y viene. Nunca salí de allí sin un nuevo proyecto. Juan Carlos Romero (1931-2017) era preciso, conciso para hablar, sin vueltas ni firuletes. Tan generoso para compartir su tremenda biblioteca y su enorme experiencia a cualquiera que se arrimara. Un motor inagotable a la hora de animar a conformar grupos y salir a la calle.
Lo conocí en 1991, cuando llegamos a ese comedor Mariano Mestman y yo a entrevistarlo sobre los inicios de su itinerario artístico y político, en los años 60. Y allí mismo nos encontramos por última vez hace un par de meses a conversar del Archivo de Artistas que conformamos como asociación civil hace unos cuatro años.
La condición indisociable entre su vida, su trabajo, su obra, su casa y su archivo es una de las claves para llegar a Romero. También su rotundo desinterés por el estrellato y el glamour tan habituales en el mundo del arte. Le provocaba extrañeza, incluso incomodidad, que lo tratasen como un mito. Mito porque estuvo allí, siendo un adolescente, en las movilizaciones del 17 de octubre de 1945. Y estuvo allí, de nuevo, en la formación del Movimiento Revolucionario Che (MR-Che), uno de los primeros grupos político-culturales de apoyo al foquismo guevarista iniciado en Argentina en los años sesenta por Jorge Masetti, el “comandante segundo”. Estuvo de nuevo implicado en la CGT de los Argentinos. Y podríamos seguir…
Si intentásemos el ejercicio de definir a Juan Carlos Romero con una única palabra, cualquier término, incluso “artista”, resultaría estrecho, insuficiente. Romero fue, es, qué duda cabe, un artista descomunal, prolífico e incansable experimentador, con una producción tan vasta como consistente, que va del grabado experimental al libro de artista, de la poesía visual al arte correo y la acción gráfica.
Pero pensar en Romero es, también, referirse al docente. Desde 1961 en su quehacer diario sostenido fue ser docente o maestro como muchos eligen nombrarlo. Su capacidad de transmisión a otros se expandió inagotable: en instancias formales e informales, en circunstancias institucionales o espontáneas, cerca de su casa o muy lejos, en cualquier punto del interior del país y muchas veces fuera. Son incontables los artistas que pasaron por sus clases, conocieron de primera mano experiencias de las que él fue partícipe directo o testigo privilegiado, se sorprendieron y ampliaron radicalmente su noción de arte y de artista, transformaron su práctica en complicidad con sus modos de hacer, encontraron en diálogo con él una clave nueva para desplegar una idea y salir del pantano.
Romero fue, de manera imposible de escindir con su producción artística y su labor docente, un prodigioso archivista. Su Archivo de Artistas es un cúmulo vivo y mutante, que se organiza con una lógica propia que es la de su sensibilidad, los asuntos a los que lo llevaba su obra, los hallazgos que encontraban sus ojos de hurgador de ferias, anticuarios y librerías de viejo. Sus incursiones, se trate de caminatas barriales o viajes por ciudades distantes, no son tanto del estilo del flâneur sino más bien del arqueólogo: provocan excavaciones, desentierros, develan lo olvidado o lo invisible.
Su archivo comienza en su casa, en ese comedor luminoso donde nos recibió a tantos, y sigue en la casa cercana que compró especialmente para albergar, organizar y abrir al público ese tesoro, que incluye desde una colección de miles de afiches y volantes políticos desde 1930 hasta cientos de libros de artistas, una colección sobre la yerba mate, otra sobre tango, otra de objetos sobre la muerte (en el retrato fílmico Queda la palabra que realizó María Rosa Andreotti en 2014, Romero se ríe diciendo que ahora que la muerte se aproxima prefiere no continuar esa colección) y cuántas más.
Ninguna de estas cosas está allí de modo aleatorio, y Romero tenía la memoria fresca y precisa para contarnos las circunstancias del hallazgo, las razones de la incorporación. Con generosidad incondicional, brindó siempre sus materiales a quién se acercaba. Por eso, el archivo de Romero está tan vivo: porque en él se alimenta su obra y la de otros, porque sobre sus papeles y objetos respiramos muchos. En sus atiborradas estanterías conviven un repertorio de coloridas calaveras provenientes de mercados populares con ex libris, letreros de campo con catálogos de tipografías extrañas, ejemplares de la revista-sobre Barrilete, que editó (y le entregó en mano) el poeta desaparecido Roberto Santoro, con catálogos de la actividad del CAYC, imágenes del primer Siluetazo con afiches de la resistencia peronista, serigrafías del grupo CAPataco con sobres de arte correo enviados por Edgardo Vigo…
Romero fue, además, y desde muy joven, un inquieto activista sindical: a los 17 años fue delegado de una fábrica metalúrgica en Avellaneda. Después de 1955 y hasta los años de la privatización de ENTel, fue parte de varias listas de oposición dentro del gremio telefónico. En los primeros años setenta, cuando inició su actividad docente en la Universidad Nacional de La Plata (de la que en 1975 fuera cesanteado), impulsó la sindicalización de los docentes universitarios en la carrera de Cine. Entre 1973 y el golpe de Estado de 1976, fundó y encabezó la comisión directiva del Sindicato Único de Artistas Plásticos (SUAP), breve pero intensa experiencia de agremiación alternativa que llegó a tener más de un centenar de afiliados. En este sindicato confluyeron artistas próximos a alguna variante de la nueva izquierda de la época.
Romero fue, durante medio siglo, un gran articulador y promotor incansable de iniciativas colectivas de artistas. Desde la experiencia de Arte Gráfico-Grupo Buenos Aires iniciada en 1970, que se propuso socializar en plazas públicas de la ciudad las técnicas de grabado, hasta el grupo Artistas Plásticos Solidarios (que lleva quince años de participación activa en las movilizaciones, junto a Ana Maldonado, Diana Dowek, Luis Felipe Noé, Javier del Olmo, Hugo Vidal y Cristina Piffer). Es difícil encontrar un período en que no haya alentado la conformación de agrupamientos más o menos permanentes y redes de artistas dispuestos a tomar posición pública con sus acciones colectivas. Incluso a comienzos de la década menemista, Romero impulsó junto al grupo Escombros, a Hilda Paz y a muchos otros, diversas convocatorias artístico-políticas en calles y baldíos, en sindicatos y museos. Desde hace diez años integró la Red Conceptualismos del Sur, desde donde lanzamos con él por todas partes la acción gráfica “Todos somos negros”, recuperando la radical y olvidada revolución haitiana en medio de los festejos oficiales de los bicentenarios de la independencia.
Romero funcionó como bisagra o transmisor entre las experiencias de arte y política de los años sesenta y setenta y aquellas surgidas desde la posdictadura, permitiendo la conexión del legado de prácticas bloqueada por el golpe de Estado. Fue en sus clases en la Escuela Pueyrredón que muchos estudiantes, entre ellos las integrantes del Grupo de Arte Callejero (GAC), conocieron las prácticas de activismo artístico de los años ochenta.
Romero también fue escritor, que recurrió a la poesía y al ensayo, y produjo textos de batalla, manifiestos, declaraciones, críticas sobre producciones ajenas, análisis de coyuntura y sobre todo intervenciones gráficas. Convirtió en método de trabajo la apropiación de citas ajenas, textos e imágenes que arrebata a los diarios o a los libros, a la calle o a la biblioteca, ideas encontradas y resignificadas, en un programa de acción, un recurso creativo para incidir en su entorno. Fue además editor (junto a Hilda Paz y a Fernando García Delgado produjo libros sobre el arte correo en Argentina y revistas de poesía experimental como Dos de Oro o Vortex). Fue curador: ejerció ese rol en espacios institucionales como el Museo de Telecomunicaciones (entre 1980 y 1983), en una gestión que intentó de ampliar las fisuras y puntos ciegos del régimen dictatorial, al dar cabida a exposiciones que hablaban de alguna manera elíptica, metafórica o camuflada, del terror reinante. Organizó numerosísimas exposiciones colectivas e individuales en diversos espacios, reconocidos o emergentes, reales o ficcionales, desde el Centro Cultural Recoleta hasta el versátil Museo del Objeto Contemporáneo.
Lo vi más de una vez trepado a la escalera con clavos y tanza, cuando llevábamos juntos la programación de la sala “Clement Moreau” –literalmente, un garaje– en los primeros tiempos del CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina). Junto a Fernando Davis, curó en los últimos años preciosas exposiciones, entre otras “Poéticas oblicuas” en la Fundación OSDE en 2016, que develó un panorama desconocido en torno a la poesía experimental en la Argentina.
Romero fue, por sobre todo lo demás, un querido amigo. Tozudo, generoso, con un sentido del humor sutil. Quizá desde allí haya que entender, como un guiño, su último deseo: que sus cenizas sean arrojadas al Riachuelo. No al Río de la Plata, no al Océano Atlántico. Al Riachuelo. ¿Será una burla a la solemnidad de los rituales fúnebres? ¿O quería atravesar una vez más el puente hasta la Avellaneda de su infancia?
Lo despedimos en Chacarita. Éramos muchos, callados por la pena. Mientras caminábamos hacia el crematorio, su amiga Ivana Vollaro nos contó que al desayunar había abierto el diario y se había topado con páginas enteras ilegibles, con la tinta corrida, saturando el papel, manchándole las manos. Juan Carlos solía sentarse a leer los diarios con tijeras e iba recortando palabras, fotos, titulares, que alimentaban distintos sobres de su archivo, futuros materiales para sus obras. Supe, de golpe, que se nos había hecho más difícil el camino: leer un diario ilegible. Y enseguida intuí que él hubiera recortado incluso algunas manchas y hubiera salido con otros a empapelar las calles, una vez más.