“Una Navidad, mis padres le obsequiaron a mi hermano una cámara fotográfica muy rudimentaria: una Lumière 6 × 6. Yo era muy joven y como mi hermano la tenía descuidada, no tardé en tomarla prestada. Comencé a fotografiar los gatos y los terneros. Después me atreví a fotografiar a mis padres en la cocina un día entre semana y luego el domingo justo antes de ir a visitar a unos primos en la Bresse…” Ese fue el inicio con la fotografía para Raymond Depardon. Cálido, fascinado por las cosas simples a su alrededor y sobre las que naturalmente su lente se posaba. Una buena manera de introducirse a su universo de imágenes es así, imaginando el entorno de la pequeña granja familiar de Garet, cerca de Villefranche-sur-Saône. Ahí vivió una infancia campesina y trabajadora que está presente en su obra y en las reflexiones que de ella hace en los textos que escribe junto a sus fotos. Los rostros comunes, los entornos naturales y solitarios, pero sobre todo, los colores vivaces y despreocupados provienen de su infancia y se derraman en toda su obra.
Y algo de todo esto puede verse en la gran muestra que acaba de inaugurar el Centro Cultural Recoleta: Un momento tan dulce y Francia. Dos partes para una sola muestra que propone un recorrido sesgado por la obra de este fotoperiodista francés, sumado algunos textos de su autoría que puntúan y acompañan las diferentes salas. No es exactamente una retrospectiva, sino dos caminos paralelos que se complementan: las fotos son todas color, de diversos tamaños, técnicas y fechas. Imágenes de sus viajes por el mundo, pero también de viajes por una Francia profunda e irreconocible. Un conmovedor paseo visual curado por Hervé Chandès, que nos permite acercarnos al costado más reposado, liviano y por supuesto, dulce de un fotógrafo clave del siglo XX.
La cámara al costado
Raymond Depardon comienza a fotografiar a los doce años y a los diecisiete ya estaba fotografiando a Edith Piaf. ¿Cómo pudo? Era evidentemente un dotado de los encuadres, un intuitivo de las líneas que tironean una imagen fotográfica. Las primeras fotos de Un momento tan dulce son de ese período iniciático, a fines de los años cincuenta. Un retrato de su mamá atareada con un pedacito de lengua asomando de la boca, unos patos de la granja, un pastor alemán sumamente entusiasta, hasta llegar a la cautivante imagen de Piaf, en color, con los ojos muy abiertos. Con apenas dieciséis años Depardon dejó la finca familiar y viajó a París, donde fue aprendiz de un fotógrafo con el que salía a hacer reportajes. De esa época es la foto con la mítica cantante parisina. “La gente me miraba, sin duda, porque era muy joven. Yo sencillamente me ponía de frente”, dice, aunque se sabe que ponerse de frente no es algo tan sencillo.
Su carrera es la del fotoperiodismo de agencia. Comenzó con Dalmas de París en 1960, cuyos destinos más comunes eran en África y allí marchó con su Leica. En 1966 cofundó la agencia Gamma junto con Hubert Henrotte, Jean Lattès, Léonard de Raemy y Hugues Vassal, Jean Monteux y Gilles Caron, con la que hizo reportajes en las más diversas latitudes y que a su vez viajaron por todo el mundo. Más tarde entró en Magnum. Un recorte de ese trabajo en las décadas del 70 y del 80, es el que se ve en la muestra: 160 fotos color en su mayoría inéditas, muchas de ellas en momentos y lugares de conflicto. La inmensa particularidad de Depardon es cómo logra desde el fotoperiodismo, del reportaje temático, escapar de la necesidad de ser elocuente respecto de los apremios mostrados, despreocuparse de hacer de la foto una denuncia social. Su modo de mirar hacia otro lado, sorprende. Es como si girara sobre sus pies y en vez de fotografiar al soldado disparando una ráfaga con su ametralladora, se detuviera en un auto cosidos a balazos, o en la pared posterior, agujereada y polvorienta, bajo el ardiente sol del día siguiente.
Destinos recurrentes: Chile, Beirut, Glasgow, Bolivia, Etiopía, Chad, Hawai y Estados Unidos. En estas fotos es como si ese principio de desplazamiento y metonimia se potenciara. Justamente por el uso del color. Él explica, en estos textos que acompañan la muestra: “Son fotos libres que había sacado durante mis viajes por el exterior para mi trabajo o para mi, casi clandestinamente. Son fotografías bastante agradables, con distanciamiento, con cierta reserva”. Esto significa que como fotoperiodista enviado a destinos “sensibles” también ha decidido tomar distancia del exotismo, su mirada sobre el otro no buscaba lograr una imagen impactante por muy típica. Hiper consciente de los límites y de los peligros de su oficio, se interroga y su punto de vista también devela sutilmente una ética de la fotografía.
En este sentido es interesante cómo, para armar esta muestra, Depardon volvió a algunos de esos lugares otrora en conflicto, como quien vuelve al lugar del crimen. Las fotos entonces mezclan las décadas y se tornan aun más misteriosas, los espacios se vacían de protagonistas, el enfoque se vuelve más silencioso y mental.
En cada destino Depardon parece imantarse por el punto de color, como si fuera eso lo que lo moviera hasta lograr convertirlo en centro inequívoco de la imagen. Los paisajes plomizos de Glasgow están rasgados por el chicle del globo que un niño hace con su boca, o por el vestidito rosa de una niña en el patio de un barrio invernal. El Líbano es puro color: rojo, turquesa, dorado en los negocios de la calle, las camisas setentosas de los vendedores, los trajes de los sonrientes invitados a un casamiento, que pese a la guerra civil, tiene lugar en el centro de Beirut.
Un francés en Francia
En 2004 Depardon inició el ambicioso proyecto fotográfico Francia. Se trataba de un retrato del país, en su totalidad. La pintada, fotografiada y por supuesto filmada hasta el hartazgo, Francia. Aquí el punto de partida fue la decisión de usar una cámara de 20 x 25, gran formato, algo que le da una calidad, un peso y una lentitud ostensible a las fotografías. Y por supuesto, color. Así lo narra él: “La revelación del color la tuve en 1984, durante mi trabajo en DATAR (“Délégation interministérielle à l’aménagement du territoire et à l’attractivité régionale”). Cuando acepté trabajar en la misión, lo hice como un homenaje a mi padre y pensando en el dolor que sintió cuando se construyó la autopista que amputaría una parte de sus tierras de la propiedad de Garet, acabando con el trabajo de toda una vida. En el patio de la granja estaba el tractor rojo de mi hermano y la mobylette azul de Nathalie, mi sobrina. De repente surgió el color como algo evidente.” Tras ese rastro partió, viajando “como viaja un niño”. Eso respondía a su otra pasión, la de las aventuras y la soledad.
El objetivo fue posar la misma mirada –mismo aparato y mismos encuadres– de Norte a Sur y de Este a Oeste, para intentar indagar si ese territorio guardaba algún denominador común, alguna semejanza visual, pese a los cambios topográficos. Una pulsión de movimiento y de indagación lo guió en esos viajes, mucho más interiores y cercanos a su origen, –los de un fotógrafo que nunca dejó de sentirse un campesino del interior– en el interior del país.
¿Pero cómo fotografiar algo aparentemente tan vasto y a su vez tan recorrido como su país? Depardon explica: “Cuando me propuse fotografiar Francia, supe que había que hacerlo de otro modo: no ir al encuentro de la gente con mi Leica, no imitar los Fragonard sobre las colinas, sino reencontrar ese camino que va de la casa a la escuela, a la tabaquería, estacionarme en algún sitio, esperar, no mucho tiempo e irme.” Y ese camino no lo encontró en las ciudades icónicas, ni en los suburbios de las mismas, sino en las pequeñas y perdidas poblaciones, en las del Tour de France, ciudades promedio, pequeñas zonas industriales, todas parecidas y muy poco fotografiadas.
Es así como la vemos en unas fotos de una belleza reposada y sobria: el lujoso exterior de una verdulería que parece una retícula de Mondrian, una boulangerie de hermosos colores, la entrada a un restaurante en pleno campo verdísimo que tiene como indicador unos gigantescos cubiertos rojos sobre un fondo de cielo despampanante, el cielo grisáceo y refrescante de la Riviera sobre un bar cerrado, fragmento de un camino zigzagueante en un campo fluorescente de verde y un poste de luz. No hay nadie, en ninguna foto. El tiempo pareciera estar detenido. ¿Qué es esta Francia anacrónica que emerge? O en todo caso, ¿qué parte del paisaje es la que le interesa a Depardon dar cuenta en sus fotografías?
Sin romanticismo pictórico, ni realismo desmejorado, muchísimo menos pintoresquismo afrancesado. Y sin embargo hay una cuota microscópica de estas tres vertientes que hace al encanto de la imagen. Los elementos del paisaje que entran en su enfoque, son claramente en función de una búsqueda plástica, de líneas rectas y apaisadas, sin casi anécdota. O la anécdota es la existencia de una fiambrería preciosa, en una esquina muy limpia, por la que no pasa casi nunca nadie. Y que por alguna secreta razón, que está inscripta en esa fotografía, vale la pena detenerse en ella bastante. Segundos, minutos, un momento tan dulce.
En el marco de la muestra se verán algunas de sus películas: La vie moderne: 7 y 28 de junio, 20 horas. Journal de France: 14 de junio y 5 de julio, 20 horas. Les habitants: 21 de junio y 12 de julio, 20 horas. La muestra se puede ver hasta el 20 de agosto en el C C Recoleta, Junín 1930. Gratis.