Necesito valor para seguir leyendo las cartas que mi padre, el Capitán Soriani, me mandaba a la cárcel durante los años de plomo. No me resulta fácil volver a algunos párrafos que mi viejo escribía sin hacerme ningún reproche, a pesar de haberse opuesto siempre a mi militancia y a mis ideas de izquierda. No tenía ni siquiera la seguridad de que llegaran a mis manos: “Te escribo igual, porque si no te llega, nadie me quitará este momento de escribirla, que es como pasar un rato a tu lado. Ese solo hecho me tranquiliza y alegra.”

Tengo en mis manos su primer telegrama, y recuerdo con claridad que me fue entregado por un gendarme que una mañana abrió mi celda del penal militar de Magdalena y me lo tiró en la cara. Cuando me agaché a recogerlo me pisó la mano y me ordenó que se lo devolviera sin que lo hubiera podido leer. La intriga y los nervios me duraron un par de horas, hasta que con el cambio de guardia me lo volvieron a entregar, esta vez de una manera más amable, ya que sólo me ordenaron bruscamente que lo leyera y lo devolviera en el acto.

Hacía muy poco que el grupo de ocho conscriptos detenidos habíamos llegado a esa prisión, luego de diez días de violentos interrogatorios en la sede de lo que era la Policía Militar 101, sobre la calle Cerviño, en un predio que hoy ocupa el supermercado Jumbo. Durante esos días uno de los conscriptos que me custodiaba, impresionado por el maltrato y en un descuido de sus superiores, me pidió el teléfono de casa para avisarle a mis padres que me tenían allí secuestrado, ya que hasta ese momento nadie sabía nada de nosotros.

En efecto, ese soldado, del que nunca supe su nombre y no volví a ver en mi vida para agradecerle el gesto, salió de franco y llamó a mis padres desde un teléfono público. A las cuatro de la mañana, inmediatamente después de recibir la llamada, mi padre estaba en la puerta de Cerviño exigiendo verme, cosa que no logró ni exhibiendo su condición de militar. Se negaron a recibirlo y sólo fue atendido por un teniente, de uniforme, que le negó mi detención y le solicitó “amablemente” que se retirara de inmediato. Pero su presencia allí esa noche sirvió para que bajaran la intensidad de los interrogatorios, hasta que algunos días después fuimos trasladados al penal de Magdalena en un helicóptero que despegó desde el Campo Argentino de Polo, en la Avenida del Libertador, vecino al regimiento.

El viaje se hizo eterno, la tripulación militar no paraba de decirnos que nos iban a tirar a todos al mar, anunciando lo que poco después se haría realidad con los vuelos de la muerte. Cuando aterrizamos en Magdalena, el piloto nos despidió con una ironía que todavía recuerdo: “Aquí van a aprender que ningún trapo rojo va a suplantar nuestra bandera. Ahora que los venga a sacar Santucho”.

Los gendarmes que nos recibieron nos llevaron a empujones y patadas al pabellón que nos tocaba ocupar y fuimos encerrados en celdas individuales. Aislados y obligados al silencio.

En los primeros días no sabíamos cuál iba a ser nuestro futuro ni si nuestra detención era legal o seguíamos “de­saparecidos”. Estábamos sucios y con la misma ropa que llevábamos cuando fuimos detenidos: el uniforme de “colimba” hecho girones y el cuerpo aún dolorido por los golpes. Los gendarmes que nos custodiaban tenían prohibido dirigirnos la palabra y ni siquiera abrían las puertas de las celdas para ir al baño cuando lo requeríamos a los gritos. El plato de comida diario llegaba helado y había que comerlo con las manos y sentados en el suelo, casi siempre mojado por la humedad de esa zona de bañados en las que se asentaba el penal militar.

El silencio a nuestro alrededor era absoluto y ninguno de no­sotros daba nada por nuestro futuro. Ese era el panorama, hasta que aquella mañana de diciembre el gendarme me entregó el telegrama que ahora tengo en mis manos y que sólo muestra cinco palabras:

“Te veremos sábado. Cariños. Papá”

Lo leí, se lo devolví al guardia y no pude contener un grito de alegría que atronó el pabellón.

Esas cinco palabras eran la prueba de que estábamos “legales”. El peligro de un fusilamiento clandestino se alejaba, al menos por el momento.

Tres días después fui llevado a una pequeña sala del penal, fría y desprovista hasta de asientos. Allí me esperaban mis padres. Mamá no disimulaba su emoción y mi viejo, el Capitán Soriani, firme como una estaca, me dio un abrazo y me dijo: “Contá conmigo y no te rindas. Va a ser difícil, pero tenés que estar a la altura de las circunstancias. Nosotros te acompañaremos”.

 

Y así fue.