Jonas Mekas tiene 95 años y en su portada de Facebook se lo ve saltando alegremente con los brazos en alto por alguna soleada calle neoyorkina. Si se bucea hacia abajo en la página, aparece en fotos con apenas un bolsito de mano en Grecia, España, México,o en las instalaciones del mítico archivo Anthology Film con una careta de Donald Trump bajo la cual reza el epígrafe Halloween surprise! Mekas llegó a Nueva York en 1949 siendo un joven poeta algo golpeado, que había tenido que emigrar de Lituania, su país natal, escapando tanto de nazis como de soviéticos. En un duro periplo había pasado por campos de trabajos forzados y campos para personas desplazadas, lugares donde junto con su hermano Andreas, siempre y pese a todo, intentaban encontrar un resquicio para seguir pensando, observando, escribiendo y hasta leyendo poesía. Todo este camino largo y sinuoso hasta llegar a la ciudad faro de un país que prometía cumplirle el sueño americano a los expulsados de Europa, es relatado en su extraordinario diario Ningún lugar a donde ir, que abarca el periodo entre 1944 y 1955. Un libro bellísimo, triste y luminoso, singular por donde se lo mire, tal como es Jonas Mekas.
Pero lo que pasó después de eso, el proceso por el cual Mekas llegó a convertirse en uno de los máximos exponentes del cine experimental estadounidense y la vanguardia neoyorkina de los años sesenta, abrir la revista Film Culture, fundar la cooperativa The Film Makers (1962) y los archivos Anthology Film Archives (1970), para conservar y promover el cine experimental, era solo comprobable a través de destellos de sus hermosas “películas- diario” y algunas entrevistas. Es ahora, con Cuaderno de los sesenta que el proceso mental que realizó en aquellas décadas, la reflexión paralela a la acción, puede leerse en un exhaustivo volumen que incluye un poco de todo: diálogos, entrevistas, reseñas, manifiestos en una suerte de desfile de personalidades claves de esas latitudes y esa época: William Burroughs, Andy Warhol, John Cage, Pier Paolo Pasolini, Susan Sontag, Harold Pinter, Maya Deren, John Lennon y Yoko Ono, los fundadores del Living Theatre, entre muchos otros aparecen en dialogo con el cineasta, contando sus pruebas, sus hipótesis del momento, pensando a la luz de sus preguntas simples y esenciales.
Dueño de una pluma privilegiada, de un modo inconfundible de proyectar su voz de poeta en textos narrativos, a lo largo de las páginas es posible tener un acceso de primera mano al universo de la vanguardia de los sesenta, sucesos que ocurrían en cines rotosos, sótanos sucios, departamentos pequeños y galpones donde se pasaba frío. Fue allí donde un grupo de jóvenes de todas las disciplinas rompieron y refundaron el pacto entre el arte y la vida de un modo radical. Puede decirse que en Cuaderno de los sesenta esta poderosa generación de artistas independientes se percibe aun viva, gestándose. Mekas era uno más de ellos, pero a la vez no: fue el testigo que se mantuvo alerta, el que quiso narrar estas experiencias, el que pudo salir del ojo de la tormenta para convertirse en un cronista con consciencia de cómo la historia se escribía en el presente, aun cuando nadie más parecía estar dándose cuenta, ni hacía nada para preservarla.
Estrategias radicales
Cuaderno de los sesenta es fundamentalmente un compilado de artículos periodísticos. Una parte importante son los textos de su columna “Movie Journal” que durante años mantuvo en el mítico Village Voice; otros aparecieron en otros medios, algunos fueron escritos en los sesenta pero se publicaron más tarde, incluso algunos permanecían inéditos hasta hoy.
En todos estos textos puede comprobarse cómo Mekas es el fundador de una nueva forma de pensar la escritura crítica. Diferente de otros enfoques (como podría ser la etapa clásica deCahiers du Cinema si bien con alguna similitud en cuanto al entusiasmo). Este cronista es claramente el vocero de una generación de artistas radicales y está comprometido personalmente con todo lo que da a conocer: las experiencias de John Cage en música, Judith Malina y Julian Beck del Living Theatre en teatro, Gregory Corso, Allen Ginsberg y William Burroughs en literatura, una cantidad considerable de cineastas experimentales y así. Mekas es un cartógrafo que traza el mapa de ese renacimiento cultural o mejor dicho contracultural, con una mirada que se entrega a toda clase de arbitrariedades, porque es de esos detalles, de esa subjetividad llevada hasta las últimas consecuencias, que está hecha su escritura.
Las elecciones estéticas definidas en su carrera periodística tienen que ver con todo aquello que estaba a la izquierda, casi cayéndose del dial, lo que ocurría al margen de las instituciones y el gran público. Estrategias radicales que son ejemplos o manifestaciones de su posición frente al hecho artístico: “Siempre es así”, escribe, “cuando la literatura se congela y se estanca surge desde los bajos centros urbanos un viento juvenil que acarrea ráfagas de vida salvaje y que amenaza con borrar del mapa a toda la literatura oficial: son los salvajes de las letras. Como Rimbaud.”
¿Cuáles son estas posiciones? Probablemente podrían enlistarse bajo el título de Elogio de la superficie, el mismo de uno de sus artículos donde analiza las acciones de la cineasta, performer y artista visual estadounidense Carole Schneemann. Allí argumenta su interés en la epidermis de las cosas, por sobre cualquier intento de buscar una esencia interior en aquello de lo que escribe, se puede decir que Mekas va por la “toma directa”: “Tanto en pintura como en escultura, hace una década que los artistas han estado explorando nuevas texturas, materiales, superficies; han usado chatarra, basura y cosas que nos rodean, colocándolas en o sobre el lienzo hasta que se hinchen y apesten, hasta que dejen de ser pinturas y se conviertan en otras cosas, luchando y anhelando escapar de las fórmulas impuestas al sentido, a la forma, a la perspectiva o al contexto (…) En el cine Warhol, Brakhage y otros, van directo a la superficie de las cosas, de la gente, de las texturas. Las cosas que nos rodean y hasta el cuerpo humano mismo se han vuelto invisibles a lo largo de estos últimos dos siglos. Dos siglos de industrialización, racionalismo y materialismo han logrado que el mundo material sea invisible a nuestros ojos”.
Visibilizar los acciones, las personas, los objetos que nos rodean. Como crítico, Mekas es de algún modo igual que como cineasta: un vitalista de la mirada, de posar los ojos amorosamente en la superficie de cosas casi imperceptibles, por pequeñas, inacabadas o muy lentas.
La mirada de los otros
Uno de los aspectos que más llama la atención de sus notas, es que la posición que asume frente a los personajes y las obras, no es la del analista distanciado, sino la del observador involucrado, que no deshecha ningún elemento contextual de lo que fue esa apreciación, ese día. Su crónica es una descripción pegada a las impresiones del momento, en una primera persona que nunca abandona lo que le sugieren sus sentidos. Cuenta si esa película la vio cansado y se quedó dormido, si había fumado marihuana, si tuvo que salir del teatro porque algo lo perturbó, si después de leer aquellos textos de los que habla se emborrachó con sus amigos para festejarlos, si escuchó lo que dijeron otros espectadores, si abuchearon o aplaudieron y hasta lo que él les contestó. Es a partir de esta experimentación corporal, de ese filtro sensible, que realiza su reflexión posterior.
Es así como en conversaciones con Pier Paolo Pasolini, con Susan Sontag, en textos sobre el cine de Joseph Cornell, de Stan Brakhage, o las fotografías de Andy Warhol, nos entrega un conjunto de nociones estéticas, que pese a no tener ese objetivo a priori, van de la pura observación a un más allá de sentido. Sin ser complacientes nunca, siendo a veces opiniones negativas que no llegan a ser juicios de valor escritos en ninguna tabla, ni intentan generar decálogos de ninguna ley.
La persistencia de Mekas en pintar su época como un paisajista es en gran medida un gesto de generosidad. Casi un don que se suma a toda su extravagancia de poeta lituano exiliado, cineasta experimental, historiador avant la lettre de algo que parecía hecho para consumirse en la llama del momento. El 3 de junio de 1965, por ejemplo, anota en su Diario de Cine: “Dado que sigo siendo, tristemente, el único historiador del Nuevo Cine, siento la necesidad de hacer un informe sobre las múltiples variantes que se proyectaron en el recientemente finalizado First New York Theatre Rally”. Era el único que no colocaba el mirar en un lugar secundario o subsidiario del hacer.
La belleza de sus textos, más poéticos que periodísticos, la entrega al pensamiento sobre la búsqueda de los demás, sus contemporáneos, es un gesto más de su propia obra. Siempre mirar, dejarse conmover, escribir.
En el primer texto del libro, su manifiesto En defensa de la perversión (1958), decía: “Permitámonos, pues, negar y destruir; quizás así algunos de nosotros podamos reencontrar y preservar (hasta que vuelvan a ser necesarias) la verdad de la vida, la espontaneidad, la alegría”. Viendo el modo en que vivió su vida, lo que hace a sus 95 años, el modo en que estos textos salen a la luz y siguen resultando lúcidos, e inspiradores, se puede decir que probablemente él las haya reencontrado.