Mientras las transformaciones tecnológicas impactaban en los procesos comunicacionales, sociales y políticos, simultáneamente se producía el pasaje de un capitalismo industrial a otro financiero. Entramos al siglo XXI y los dueños de Blockbuster cerraban sus persianas y encendían las computadoras.
El capitalismo, cuando entra en crisis, tiende a restructurarse: nuevas tecnologías, nuevas formas organizacionales y nuevos modos de explotación.
En los juegos de la memoria quedan adheridas -cómo fotos deshabitadas- esas imágenes de posguerra que culminaban con los Estados Unidos ocupando un lugar global predominante.
La legitimidad de los procesos que se desplegaban al interior del fordismo (de sus sentidos, tensiones y conflictos) fue expresada sobre todo a través del arte: principalmente el cine. Con los hermanos Lumiere, pero también con Chaplin.
Pero a partir de los setenta se conformó una nueva crisis a nivel mundial ante la declinante rentabilidad de las industrias norteamericanos frente al ascenso de alemanes y japoneses. El viejo modelo fordista dio paso al toyotismo japonés. Se transita de una producción en masa de mercancías homogéneas a otra que responde a las demandas singulares de los consumidores.
Las nuevas tecnologías impactan sobre los viejos modos de producción y muchas veces esto implica que el producto del trabajo y sus consecuencias se vuelvan inmateriales.
La novedad que aporta este capitalismo del siglo XXI se centra en la extracción y uso de un tipo particular de materia prima: los datos. Las plataformas son el nuevo chiche. Esas infraestructuras digitales funcionan como intermediarias que unen a diferentes usuarios, incitándolos a que creen sus propias herramientas.
Frente a este nuevo paradigma de lo digital ¿Qué velocidades imaginamos deberán alcanzar para su plena aplicación? ¿Cuánto nos demandará entender estos procesos comunicacionales híbridos, difíciles de contextualizar?
La pandemia reformuló las pasiones y los lazos sociales mediándolos a través de las pantallas. Por primera vez, nos enfrentamos a un escenario inédito, donde las representaciones, las prácticas comunicacionales y los imaginarios aspiracionales permanecieron en tensión y operaron con una autonomía relativa.
Cuanto más buscamos en Google, más mejoramos sus algoritmos de búsqueda. Uber no necesita para crecer tener nuevas fábricas sino nuevos servidores.
El espíritu cultural de esta época: segmentada, fragmentada, digital, híbrida, desigual, precaria se extiende por los distintos territorios. Porque hoy el poder suele alternar lo panóptico que conceptualizó Michel Foucault en “Vigilar y castigar” con una invisibilidad qué se ordena entre los tiempos del duelo y la melancolía. Nos encontramos ante la presencia de Estados endeudados, sometidos o débiles que no pueden dar respuestas eficaces a sus ciudadanos. La virtualidad parece habernos colonizado. Lo digital nos habla y nos disciplina con nuestro consentimiento. Como diría Nicolás Casullo: se nos vuelve imperioso pensar entre épocas.
Lejos de la nube, las democracias occidentales (y, sobre todo, las latinoamericanas) se siguen debatiendo en los mismos términos que en siglos anteriores pero las plataformas demandan que le dediquemos otro tipo de atención. Quizás esperando alguna señal que las interpele no solo como acumuladoras de datos sino fundamentalmente como productoras de conocimientos. Justo ahí donde para muchos se constituye el medio como el mensaje.
* Psicólogo. Magister en Planificación y gestión de la comunicación UNLP