¿Qué es un taller literario? Si nos remitimos a la fórmula organizativa presencial, se determina un día, una hora y un lugar de encuentro. Los participantes son escritores (avezados, principiantes, intuitivos, audaces, desprevenidos, enfocados, desenfocados) y un coordinador de diversa florescencia y monstruosidad que, en su más sana y tenaz locura, lanza las musas al aire.
Pero se sabe que las musas, como cualquier divinidad, son irreverentes, incluso, podríamos decir, mal llevadas, y sobre todo, escurridizas. Por ello, el coordinador debe haber recorrido antes los riesgosos laberintos que habitan, tiene que haberse extraviado por completo, debe haber sido devorado por minotauros metonímicos y, en pedazos atado con los hilos de anafóricas ariadnas, arrastrado por los teseos catafóricos a través de las catorce galerías infinitas. Una vez que sobrevive y sobremuere a todo esto, puede decirse que el coordinador ha comenzado a tener cierto trato con ellas y por lo mismo, cierta destreza en el arte del naufragio.
Pero bien. Las musas, por supuesto, no existen. De ahí lo fácil que les resulte a ellas ser musas. Y lo sencillo que es para nosotros decir que no existen. Una vez que el coordinador conjuga su existencia y su inexistencia, entonces puede decirse que empieza a escuchar el llamamiento íntimo de cómo ir sembrando la simiente inventiva.
Por lo tanto, un Taller Literario, además de ser un encuentro periódico en un determinado (o indeterminado) lugar, es una reunión de seres presentes y seres invocados. Y aquí se produce algo que ya ha sido dicho y analizado: la psicología individual de las musas es, al mismo tiempo y desde el principio, psicología social. Esto es así porque la musa, como desemejante, forma parte de cada uno de los miembros del taller, ya sea como modelo, como auxiliar o como adversaria.
Pero si quieren saber cómo opera la mecánica del taller, no hay mayores secretos, es sumamente simple. Primero, sale del propio cuerpo, otro cuerpo que ha caminado noche tras noche, que ha pasado entre naranjos amargos y ha caído en una profundidad que no necesita ser medida. Una vez que ese otro cuerpo sale, más o menos perfumado de azares, más o menos abismado de abismos, toma el lugar del cuerpo primero, o anterior, o cuerpo propiamente dicho y se estremece. Estremecerse es el acto más importante que pueda ocurrir en un taller literario. Y es ahí cuando las musas se vuelven generosas cuando quieren ser generosas y esquivas, cuando quieren súplicas.
No sé si estará bien decirlo, pero las musas tienen doble filo aunque puedan comerse a cucharadas. Y pienso que todo tiene que ver con la estructura libidinal que cohesiona el vínculo de los miembros del taller con las criaturas del parnaso. Esto, por supuesto, también tiene una explicación lógica: las musas, como toda divinidad, necesitan que se les tenga miedo. Que se les tenga amor y se les tenga miedo. Yo no sé cuánto amor y cuánto miedo caben en el corazón de una musa, pero sé que los miembros de un taller no se ponen a medir temblores y latidos. No cuentan lágrima por lágrima ni beso por beso. Si hay que darlos, los dan, si hay que sacarlos del fondo del silencio, los sacan. Por eso, digo, no hay nada de extraordinario en todo esto. Simplemente ocurre que del fondo del silencio se saca una lágrima, se saca un latido, se saca un temblor. Tampoco quiero decir que sea fácil hacerlo, sólo se hace porque no hay más opción que sacarlo, aunque se vayan pedazos de carne y pedazos de alma en el proceso.
Podría pensarse que el coordinador de taller ejerce cierta crueldad celeste. Y muy acertados estaríamos en hacerlo, pero sepamos que sólo puede ejercer la crueldad que ha padecido. Por ello, cuanto mayor sean los tormentos estéticos, lingüísticos y crepusculares a los que haya sido sometido, mayores serán las agonías que pueda compartir con todos los miembros.
Si seguimos aportando analogías expósitas y por qué no, filosóficas, diríamos que el taller en sí es una especie de rizoma. Y esto también es muy claro, pues, aunque pareciera que un taller literario fuera una estructura, en verdad es un tallo subterráneo que crece en sentido horizontal. Pocas cosas verticales y rígidas resultan producentes en esta dinámica arbórea. Tal vez, el hada verde cuando aparece en puntas de pie pudiera ser una excepción, pero todas sus acciones inclinadas serán las verdaderamente literarias.
Para seguir aclarando las cosas, diré que los miembros presentes y los invocados del taller, tienen fronteras difusas. A veces, la musa es justamente la muchacha que sirve el café y los que en apariencia están presentes se vuelven invocados. Esto es así por una razón muy simple: cualquier punto de una musa puede ser conectado con un punto de los miembros del taller. La interjección de ambos puntos da por resultado la hipotenusa de la palabra, lo que también nos lleva a asumir la condición pitagórica del taller, pero que será desarrollada en otra oportunidad, pues ha llegado el momento de sentar ciertas bases diferenciales, por si acaso las ya mencionadas no fueran suficientes, a saber:
un taller literario que garantice la peligrosa presencia de las musas, es un taller en el que no se hace escritura creativa sino escritura de invención. La invención, "inventio" ‑para volvernos todavía más precisos en la imprecisión‑ proviene de lo que los integrantes del taller ya traen consigo (es decir, las musas que han gestado entre azares y abismos). Y este aserto es un posicionamiento ético del coordinador que también debe estar peleando el podio de todos los naufragios.
O sea, volvamos a la hipotenusa. Un taller de escritura creativa se asume como un espacio en el que antes de lo que allí se produce, no había nada. Como si los integrantes del mismo fueran tabula rasa. En cambio, un taller de escritura de invención, trabaja desde el potencial, desde los argumentos (diría el gran Cicero) que cada integrante trae. Por consiguiente, la inventio, no es una creación sino una búsqueda. Y así se hace la diferencia ética y procedimental entre unos y otros. El coordinador, que es un motivador, un sacudidor del cubilete de las musas, en determinado momento del proceso se convierte en apenas una reminiscencia de Ariadna o de su hilo.