Estoy aprendiendo a pintar y quedo impactado por una pintura. En ese momento no uso la palabra impacto porque no sé cómo me siento. Tampoco sé si usar esa palabra ahora que estoy escribiendo. El impacto es una fuerza de choque, un golpe inesperado, y lo que creo que sentí en ese momento fue la aparición de algo extraño, el pequeño florecimiento de una sensación nueva.
Cuando empecé a pintar venía de dibujar mirando historietas y bocetos de pintores antiguos. Imágenes de líneas seguras y contornos definidos en blanco y negro. Aprender los procedimientos de la mezcla de color y las formas coloreadas fue entrar a un lugar desconocido. Acompañaba ese primer momento, entre otras cosas, recorriendo el Museo de Bellas Artes. En una de esas visitas me encontré con un cuadro de Miguel Diomede. Cuatro naranjas sobre una mesa, dos sobre un plato, las otras sobre la madera. De las del plato una está cortada a la mitad, exhibiendo su forma interna, la otra amarillenta a medio pelar. De las que apoyan sobre la tabla una está pelada con la piel blanca del pellejo a la vista, la otra es naranja.
Al ir hacia atrás me surge una pregunta que ahora puedo elaborar aunque antes estaba ya presente solo que difusa y escurridiza: ¿Se puede pintar así? ¿pueden vibrar las formas dispuestas en un cuadro fijo? ¿se puede hacer desaparecer lo que se está pintando? ¿puede estar la pintura a punto de irse y a su vez estar tan quieta? Son varias peguntas en realidad pero apuntan todas a una evidencia clara que no llegaba a entender. Siendo principiante esos interrogantes partían de una curiosidad técnica (darle forma a la cosas, definirlas y hacerlas estar frente a los ojos) pero por otro lado eran ideas, mucho menos especificas, que intentaban dar sentido a esos movimientos que produce un cuadro en quien lo mira y a los cambios que aparecen después, cuando ya dejamos de mirarlo.
Tengo nueve años y veo una película. Hay brujas malas, niños valientes, ratones y una abuela. Una de las primeras escenas cuenta una historia que presenta la trama: Un padre le encarga a su hija ir a comprar pan al mercado. En el camino una bruja le ofrece caramelos y la invita a tomar una taza de té, ella acepta. La niña no regresa a su casa y nadie vuelve a verla. Los últimos planos muestran el momento central: un living, la madre teje, el padre lee el diario y fuma su pipa, es la familia de la niña ausente, tiempo después de la tragedia. Mientras nos acercamos se empieza a escuchar una voz, primero como un susurro. Miramos ahora un cuadro colgado en la pared del living, de espaldas a la pareja. Es una vista nevada de un campo, un día de trabajo rural en pleno invierno. Hay vacas y gallinas, un granero, montañas de fondo y una niña, muy abrigada, que mira a cámara desde una ventana. Está quieta, es parte de la pintura, pero escuchamos su voz que se vuelve más clara: "ayuda", nos dice.
(Mientras escribo vuelvo a la película, para confirmar mi recuerdo, y veo los cambios en la historia. El padre ve sin poder creer a su hija en la pintura, él mismo había pintado ese paisaje. Pasa el tiempo y la niña crece en el cuadro, vive dentro de él. A lo largo de distintas escenas fijas aparece ataviada en los trabajos de la vida rural: ordeña las vacas, limpia el granero, le da de comer a las gallinas, así hasta volverse anciana. Luego desaparece.)
Estoy terminando de leer La leyenda del muñeco de nieve de Francisco Bitar. Es una novela sobre un fantasma que va y viene visitando seres queridos en compañía de su perra Doly. En un momento la novela y el fantasma reflexionan: “Si tuviera que decir que cosa tiembla, tal como él, en el límite entre la consistencia y su desaparición, diría que se trata de cosas leves, vistas con el costado del ojo. El viento, por ejemplo, que ahora infla los árboles. Los cajones abiertos, un ropero mal cerrado. Una pava, o el agua que hay dentro de ella: el agua que sin ningún motivo, pasa la noche en una pava. Las migas de pan sobre el mantel cuando la comida se ha terminado y no queda nada encima de la mesa, una hormiga llevando un pedazo de geranio, un abrigo a punto de pasar a manos de un mendigo, zapatos viejos y achanchados, cada una de las lunas transparentes.”
Federico Juan Rubi es artista plástico. Nació en 1985 en la provincia de Buenos Aires. Se formó en distintos talleres y participó de clínicas de obra con Leila Tschopp, Verónica Gomez, Carla Barbero y Javier Villa. Realizó una muestra individual en Museo del Banco Provincia y participó de distintas muestras grupales. En el 2021 recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes. Actualmente se puede visitar su muestra MUSICA en LAR (Local de artes recientes), en Paternal, que estará abierta hasta el 24 de septiembre. Vive en La Pampa.