De todos los puestos que hay en los alrededores del santuario de San Cayetano uno llama la atención. Las piezas desplegadas sobre un manto amarillo en una mesa de baja estatura --casi que oculta, escondida entre las otras más altas-- son una rareza, marcan una diferencia entre tantos objetos todos iguales y despersonalizados. El merchandising lo dominan las espigas, como se sabe. Junto a las velas y cintitas de protección para las muñecas son lo que más se vende; la tríada más económica. Llaveros, pulseras, rosarios, botellas, imanes y hasta barbijos con la imagen del santo se consiguen en estos poquitos puestos a lo largo de la calle Francisco de Viedma. Casi todo cuesta el doble que el año pasado, cuando el templo no abrió sus puertas debido a la pandemia aunque los fieles se acercaron igual hasta Liniers.
El hombre sentado detrás de la pequeña mesa se llama José Eber Gamboa. Prefiere Eber a José. No son sólo las delicadas piezas que ofrece las que hacen distinto a su puesto; hay algo distinto también en la historia de este trabajador, en sus orígenes, respecto al resto. El rincón de los vendedores que cuentan con la infraestructura de puestos y la ventaja de no estar siendo perseguidos por inspectores --pues los hay también ambulantes, a quienes no dejan instalarse con la mercadería en la vereda, y se van moviendo con esfuerzo cargados de bolsas-- se inunda de olor a palo santo por una razón: la mayoría son peruanos. El uso del palo santo se remonta a los rituales de los chamanes incas, que al encenderlo atraían la buena suerte, alejaban la negatividad, se comunicaban con sus dioses. Eber no es peruano.
Está solo, o acompañado por sus criaturas y unas pocas herramientas. Tiene un ojo marrón y el otro dañado, sin rumbo, celeste, medio transparente. 63 años, pero algo juvenil en su energía, en su semblante. Una especie de alegría innata y perdurable, una frescura que parece nunca perderá. Amén de los precios de sus productos, hechos a mano, por ende más caros que los de sus colegas, su figura genera cierto magnetismo. No quiere decir esto que vayan a comprarle, se acercan más bien a apreciar, como si se tratara de joyas de una vidriera. No: como piezas de museo. Encierran algo arcaico, místico de verdad. El puesto tiene también ese halo. Por sus dimensiones, se asemeja a la estructura del de un tarotista que lee destinos en plena calle. Invita al encuentro, a la conversación. Tiene un aura de calidez.
Lo primero que dice Eber es algo bastante contradictorio con el espíritu de San Cayetano, y sobre todo teniendo en cuenta que a pocos metros, del otro lado de las vías del tren, está empezando una gran marcha de movimientos sociales bajo el lema de "paz, pan, tierra, techo y trabajo". Fuera del contexto de una Argentina en crisis y el de un territorio que recorren fieles que lloran y "piden la bendición" contra la informalidad y la precarización laboral y la inflación, Eber, sonriente, con las uñas sucias de la tarea, dice esto: "No es trabajo porque me gusta lo que hago". Una máxima hermosa aunque políticamente incorrecta.
¿Qué hace Eber? Talla. Primero en madera y luego hace las réplicas en terracota, un tipo de arcilla de tono tirando a rojizo. Las que están sobre la mesa son piezas muy diminutas, en su mayoría pensadas como medallas, ya que les suma un cordoncito. Representan a diferentes deidades y símbolos. Esto también hace al puesto de Eber particular: es el único con lugar para la diversidad. "A la orden, señora, San Cayetano hecho a mano, 300 pesos", informa a una mujer que se detiene a mirar de cerca. Es que no hay otra forma de mirar. Mucho detalle en poco espacio. Hay ejemplares del Gauchito Gil y de San Expedito, ya que Eber se está "actualizando con los santos argentinos".
Pero hay una mescolanza. Alejada desde mi adolescencia del catolicismo y con una simpatía por las creencias orientales elijo del manto el Om, el símbolo de lo esencial en el hinduismo. Son 200 pesos. Me parece poco. Le va a poner el cordón. Le digo que no. Que no me lo colgaré del cuello, que lo compré para ponerlo en una repisa dedicada a esculturas místicas, tan variopinta como su puestito. Una repentina alianza espiritual se teje con el hombre, hecha de miradas y palabras, seguramente tallada del todo con la transacción. Al finalizar la conversación me regala a Nefertiti. Dice algo relacionado con el estrés, mueve los bracitos y los pies de la reina egipcia, que son de soga.
Tres meses. Sólo tres meses hace que Eber llegó desde Venezuela. Una nueva patria, una nueva vida, y un artesano, o habría que decirle artista, ya inserto en este breve mercado tan autóctono, familiarizado con los santos locales, capaz de volverlos obra con rapidez. "Poco a poco me acomodo, estoy conforme con lo que haga, aquí me siento en mejor situación que en mi país." En pocas líneas Eber dice mucho.
Durante 20 años talló imágenes para el santuario de la Virgen de Betania, ubicado a unos kilómetros de la ciudad de Cúa, en el estado de Miranda, al norte del país. Vivía del turismo. "Se acabó y me tocó abandonar el barco", cuenta. Sobre la mesa hay apenas unos pinceles y unas gubias. "Vino por Brasil, en el viaje perdió sus herramientas de toda la vida", revela una vendedora con toda la pena que Eber no muestra --quién sabe si la oculta--, como si él no estuviera presente, escuchando. Las perdió en un confuso episodio. "Sonaron disparos", dice Eber. No se entiende muy bien qué pasó, sólo que quedó envuelto, atrapado, en una situación peligrosa.
Llegó a Buenos Aires, más pobre de lo que era, y en Parque Centenario consiguió algunas herramientas usadas con las que ahora está trabajando. Como sea, Eber sonríe sin tiempo. Su cara tiene el brillo de sus dioses de terracota.