En la última obra de Ricardo Bartís, que es una versión de Hedda Gabler de Ibsen, en un rincón del espacio escénico hay un cuadro de Perón. Está algo escondido y poco iluminado, como si fuera un detalle más. Por algún guiño con el texto, sin embargo, algún espectador muy despierto podrá pensar que aquel general es el general Gabler, padre de la protagonista, que le legó todas las herramientas con las que cuenta para desenvolverse en el presente. Si eso fuera así, sería bastante orgánico con la idea expresada por el propio director de versionar el clásico noruego “como si Hedda fuera la Argentina: alguien que no parece particularmente inteligente, que no parece particularmente linda, ni particularmente nada pero sin embargo está obligada por su nombre, por el lugar en el cual es colocada, a generar un estado de excepcionalidad, algo que la masacra.”
Pero, como es teatro, también puede pasar que el espectador no vea nunca el cuadro de Perón, que no haya leído ninguna de las entrevistas donde el autor de Postales argentinas sugiera esa analogía, y que transite el devenir del espectáculo en la ignorancia absoluta de esas informaciones, sin por eso perderse de nada. Para ese espectador, en todo caso, la “noticia” será otra, ni más ni menos que el hecho de que un teatrista como Bartís, con la singularidad de su poética siempre dispuesta a experimentar, esté poniendo en cartel una versión de un dramaturgo como Ibsen, maestro del realismo y pionero del teatro moderno. Para aquellos, Hambre y amor –el provocador título que eligió el director para su versión– será entonces el resultado de ese choque. No un manifiesto historicista. No la argentinización de una crítica al poder.
El director del Sportivo Teatral ya había querido montar su versión del clásico noruego hace diez años, pero en ese momento no lo hizo porque sintió que no estaba obteniendo los resultados que esperaba. Aun hoy, pese a estar más conforme con el trabajo, Bartís sigue diciendo que la obra en la que se inspira es “mala” y con “muchísimos problemas desde el punto de vista escénico”. Por eso, el espectador podrá decidir entre ver Hambre y amor con la expectativa de encontrarse con una creación semejante a, por ejemplo, La máquina idiota (su obra anterior a esta, excepcional para público y crítica), o transitarla como lo que es: el desafío de buscar más allá de la teatralidad aparente. Una prueba y una revancha.
De lo que no podrá escapar quien se siente en alguna de las poquísimas butacas que hay en el entrepiso del teatro de Palermo será de cierto clima de agobio muy bien logrado por el director, y de un análisis sociológico, antes que psicológico, del universo de los personajes. Lo que se ve en Hambre y amor no es tanto un “carácter”, como en la mayoría de las versiones que toman a Hedda, sino una pertenencia de clase, una radiografía de una sociedad arrojada al aburrimiento. Ahí está quizás el mayor acierto de la pieza: que en ese punto no importa si la obra es metáfora de la Argentina o un drama noruego, o la mejor pieza en la historia de un director o una forma de poner en jaque a toda su obra, porque lo que todos ven todo el tiempo es una historia de lucha contra el sinsentido.
Por lo demás, el equipo técnico-artístico es de excelencia, al igual que el actoral, con una Carolina Faux a la cabeza haciendo uno de los papeles femeninos más complejos de la historia del teatro.