¿Dónde se juega el sentido de una película, en el guion o en la puesta en escena? Fueron los Cahiers du Cinéma los que en los años 50 del siglo pasado plantearon la discusión, o la grieta si se quiere, optando resueltamente por la segunda opción. Llevada al extremo, la apuesta por la puesta en escena como suprema instancia de producción de sentido llevó a darle un valor impensado a lo que hasta entonces se consideraba ridículo: el cine de monstruos clase-B, el terror camp o ciertos melodramas a puro Technicolor. Entre el conservadurismo estético de Hollywood, la corrección política del off-Hollywood y la cuidadosa sensatez de la periferia, hoy en día no queda mucho lugar para explorar cuánto hay de cierto en aquello que según dicen Napoleón dijo alguna vez: “De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”. El danés Nicolas Winding Refn, autor de la exitosa Driver (2011), empezó a andar ese camino en Only God Forgives (2012), donde la cruel mater mafiosa Kristin Scott Thomas (¡!) ordenaba a su hijo, el kickboxer Ryan Gosling, vengar la muerte de su hermano en Tailandia. Tercera película de Winding Refn programada al hilo en la competencia oficial de Cannes, la reciente The Neon Demon, que se consigue online, va mucho más allá. Más allá, donde el ridículo y lo sublime se vuelven indistinguibles.
Firmado por el propio Winding Refn –como en la mayoría de sus películas– el guion de The Neon Demon (“El demonio de neón”) es una apoteosis del copiado y pegado. La fábula de la chica ingenua del interior perdida en la gran ciudad se superpone con la de Annie la huerfanita y con la de la pureza a la que todos quieren corromper. El mundo es el de la moda, en su versión más despiadada. Jesse (Elle Fanning), huérfana de 16 años nacida en Georgia, virgen para más datos, es algo así como la modelo soñada: rubia, flaca, fresca, dueña de una belleza sin cirugías, que deslumbra tanto a los fotógrafos-estrella como a las top models, que empiezan a cultivar por ella una envidia larvada y persistente.
Hay episodios aislados y extraños, como cuando en la habitación de hotel de Jesse entra un puma. O cuando –ligeramente más pesado– entra en medio de la noche el encargado del hotel, interpretado por un Keanu Reeves francamente amenazante, que ofrece chicas de 13 a los pasajeros. Christina Hendricks, la pelirroja brutal de Mad Men, aparece en una única escena, dando la impresión de que su personaje fue segado. Un fotógrafo que le arrastra el ala a Jesse tiene un poco más de suerte y aparece en dos o tres escenas, siempre sin dejar rastros. Una maquilladora que muere por ella, interpretada por Jena Malone, trabaja también en la morgue, cuestión de dar lugar a un disparatado arrebato de necrofilia.
Pero más allá de estas inconsecuencias e insensateces, lo que importa es que The Neon Demon tiene un gran clima, dado tanto por la respiración de muchas de las escenas –para el cual es fundamental el hablar pausado de Jesse– como por el extraordinario trabajo de la directora de fotografía argentina Natasha Braier, que había estado a cargo de su rubro en XXY, de Lucía Puenzo. Braier trabaja, por supuesto, con mucho neón y densos filtros con abundancia de rojos, tonos metálicos y azules eléctricos, pero también con efectos de niebla nocturna o bajo una luz de amanecer o atardecer. Como en la portentosa y fantasmagórica escena culminante, cuyo nivel de asombro y locura vale de lejos por toda la película.