Desde diciembre de 2015 la pregunta principal a cuyo alrededor gira toda la vida política argentina es si después de su triunfo electoral, los sectores privilegiados podrán construir un orden político sólido para la reestructuración neoliberal del país. Mucho se dice que por primera vez desde la ley Sáenz Peña de 1912, la derecha pura y dura accede al gobierno en elecciones limpias y sin proscripciones; pero a ese título de honor el gobierno de Macri deberá agregar, si quiere entrar en la historia, el balance positivo de esa experiencia, lo que por ahora está entre gruesos signos de interrogación. Pero más allá de Macri el problema irresuelto es la erradicación del antagonismo político del centro de la vida política. Dejarlo reducido a escenas marginales de resistencia sin capacidad de incidir en la distribución de los recursos de poder político. En la agenda central del establishment argentino (económico, político, judicial y mediático) está la “normalización política” del país. Si miramos hacia fuera del país vemos que en todo el mundo liberal-democrático se ha instalado durante los últimos treinta años un régimen político basado en la pluralidad, la moderación y la alternancia. Es decir, la distancia ideológica entre los partidos se ha achicado y todo el mundo debe resignarse al retiro pacífico cada vez que se pierde una elección de gobierno. De ninguna manera el resultado de una elección alterará el pacto no escrito en las democracias de mercado: los intereses del gran capital concentrado no se tocan, las políticas de los grandes poderes globales no se impugnan. Predominante en el mundo, esta matriz política se instaló entre nosotros –no sin tensiones y contradicciones– desde la recuperación de la democracia en 1983 hasta el estallido general de fines de 2001.
En todo el mundo esa fue la forma política de la dominación global del capital concentrado. En todo el mundo esta forma está entrando en un ciclo profundamente crítico. Y la principal víctima política de esa crisis en desarrollo fueron los partidos socialistas y socialdemócratas. El consenso centrista fortaleció sus credenciales de aptitud para gobernar y, al mismo tiempo, los fue alienando de su base social y de su sentido histórico. Dejaron de ser fuerzas asentadas en el mundo del trabajo y sus organizaciones, dejaron de formular –siquiera como retórica electoral– el credo de un futuro de igualdad en sus naciones. Hoy están en un proceso de derrumbe acelerado en varios de los principales países europeos; solamente el laborismo británico, con Jeremy Corbyn al frente, emerge fortalecido de la última elección de gobierno, y es justamente el caso de una de las escasas rupturas políticas con el orden neoliberal que surgió de las fuerzas tradicionales de la “centroizquierda”. Aunque parezca que esto nada tiene que ver con la actual situación del peronismo (que nunca se reconoció como socialdemócrata) es eso lo que se está definiendo en este tramo de la historia política argentina.
El yrigoyenismo primero y el peronismo después bloquearon toda posibilidad de que el antagonismo político argentino se exprese en términos de partidos de derecha y de izquierda. Lo nacional-popular fue el lenguaje absolutamente dominante utilizado por las clases subalternas para fundar su movilización, que alcanzó intensidades y dramatismos, distintivos de la Argentina en la región. El lugar que los partidos de origen clasista ocuparon dentro del sistema político en la mayor parte de Europa, en nuestro país lo ocupó el movimiento nacional-popular. Por eso la experiencia crítica actual de los partidos socialdemócratas está hablando de un dilema al que no es ajeno el peronismo. Porque de lo que se habla es de que la dilución del partido en la trama de dominación neoliberal amenaza seriamente su perdurabilidad como expresión política de los trabajadores y del pueblo. No es tan excepcional la Argentina, ni tan excepcional el peronismo. Durante todo el período democrático desde 1983 hubo y hay una querella interna en el peronismo, a veces larvada, a veces más abierta. En los orígenes de este proceso, la llamada renovación peronista se dio la tarea de adaptar las formas del peronismo a las necesidades de su actuación en el marco de la democracia reconquistada y para contribuir a su consolidación. Los protagonistas de este interesante episodio político no podían saber que esa democratización liberal del peronismo abría líneas de tensión muy profunda con la historia del movimiento y con la naturaleza de su relación con las clases populares: la democracia liberal nunca tuvo en la Argentina una relación armoniosa con la movilización de esos sectores, durante muchos años se llamó democracia liberal a un régimen basado en la proscripción del partido popular mayoritario. La renovación desembocó en el menemismo, fue la época en que la vía de la liberalización política del peronismo llevó a la captura neoliberal del movimiento. Fue el tiempo de la hegemonía interna de una clase política fundida hasta la indiferenciación con las expresiones más típicas del poder y del pensamiento antipopular y gorila.
Del derrumbe de esa experiencia neoliberal que terminó con el gobierno de la Alianza y puso al país al borde de la destrucción como comunidad política surgió la novedad que hoy ocupa el centro de la escena argentina. La novedad fue el surgimiento de un desafío al orden político neoliberal operado no desde catacumbas ideológicas sino desde el propio seno de la clase política peronista. Una disidencia, una decisión y una coyuntura propicia por el estado terminal del país y las condiciones favorables creadas entonces en el mercado internacional: esa es la marca de origen del kirchnerismo. Nuevamente circula en el ambiente la retórica de la “renovación peronista”. Nuevamente se impugna al peronismo conflictivo y se reivindica al peronismo constructivo y respetuoso del sistema. Pero el significado de esta “renovación” resulta cada vez más claro e inequívoco. Es la adaptación del peronismo a un orden neoliberal sólido, dentro del cual pueda jugar a una representación popular más eficaz, a un manejo más sensible de los conflictos sociales. Por supuesto ningún actor político de la supuesta renovación explicita en esos términos su conducta. Más aún la mayoría pone en el centro cuestiones de forma y de estilo en la conducción kirchnerista del peronismo; hay vanidades heridas, hay cálculos de riesgo, hay paranoias de carpeta y, claro, hay legítimas interpretaciones históricas y doctrinarias que disienten. Pero en esa maraña enredada y contradictoria hay algo que es cada vez más evidente: los sectores interesados en terminar con la anormalidad del kirchnerismo para fundar un orden neoliberal estable han tomado una muy clara intervención estratégica en el asunto. Este reconocimiento, hay que insistir, no invalida los debates y las disidencias. Pero pone una luz muy potente sobre lo que se está discutiendo, cuál es la frontera que se disputa en la política nacional. Y el sentido de la estrategia del establishment es transparente: aislar a la fuerza política que puso y pone en cuestión la reducción de la vida de los partidos políticos al rol menor de administrar y negociar los intereses de los sectores más poderosos del país.
Es enternecedor observar la inédita preocupación de los comentaristas políticos neoliberales por los partidos políticos en general y por el Partido Justicialista en particular. Se han vuelto abogados de la unidad peronista, preocupados por el futuro del movimiento, abochornados por golpes estratégicos –como el que acaba de dar Cristina– porque dicen que va a perjudicar al peronismo y favorecer a Macri. ¿No llama la atención a quienes creen estar sosteniendo una lucha de ideas leal en el peronismo las insólitas adhesiones que están recogiendo? ¿No ven que algunos de ellos hasta ayer, cuando formaban parte del gobierno anterior, recibían toda la hostilidad y el desprecio de los escribas orgánicos del establishment y hoy bruscamente se han convertido en rubios y de ojos celestes? En el momento en que esto se escribe es incierto el desenlace de las tensiones internas del peronismo, que se expresan de modo concentrado en la provincia de Buenos Aires pero tienen un obvio alcance nacional. Pero en cualquier caso es necesario dejar de pensar la contradicción entre buenos y malos, entre propios y ajenos, para considerarla en términos de estrategias alternativas para el peronismo en el futuro del país. Suelen decir los sectores opuestos al liderazgo de Cristina Kirchner que la división lesiona al PJ en el objetivo de ganarle a Macri y comenzar el camino de retorno al gobierno. Pero la propia fórmula tiene en sí misma un problema. Se le presenta al pueblo un “problema de partido” –el triunfo del peronismo– haciendo silencio sobre aquello en lo que consistiría ese triunfo en términos reales, para qué sería usado en términos de conducta parlamentaria y de movilización popular. El proclamado antimacrismo tendría que rendir cuentas sobre conductas durante todo este período y establecer compromisos sobre el futuro. Está en juego el balance político de la experiencia de pérdida de salarios y de derecho, de cierre de empresas y desocupación, de pobreza e inflación, de ataques a la división de poderes, de escándalos de la familia empresaria ampliada, de persecución a líderes de la oposición, de superganancias asombrosas de los grandes grupos de poder económico, de endeudamiento que condiciona gravosamente el futuro de todos. El balance de lo que ya realizó el gobierno de Macri y de la pública promesa que hacen todos sus funcionarios de profundizar este rumbo político después de la elección de octubre, en el caso de ganarlas. El programa y la estrategia para neutralizar esos planes es lo que estaremos resolviendo dentro de pocos meses.
Impedir que el proyecto neoliberal se consolide no significa cuestionar a la democracia. Por el contrario parece la condición necesaria para su defensa y fortalecimiento. Ya vivimos cómo el último experimento anterior al macrismo terminó en la peor de las crisis. No hay cuestión política más importante que evitar y evitarnos esa ominosa repetición de la historia.