A principios de los setenta los pasillos de la Facultad de Derecho ardían junto al país. El Cordobazo del 69 había volteado a Onganía. Levingston, ese General desconocido que importaron de EE.UU. para suplantarlo, fue pronto eyectado del poder por Alejandro Agustin Lanusse. Se iniciaba el tramo final de la negociación con Perón, que llevaría al triunfo de Cámpora y sus 49 días de inolvidable gobierno. “Cámpora al gobierno Perón al poder”, fue la consigna, y el “Tío” la honró para que Perón lo suplantara en elecciones anticipadas, arrasando con más del sesenta por ciento de los votos.
En ese contexto histórico, mientras cursaba el ingreso a la Facultad, conocí a Carlos Slepoy. El Carli.
Era unos años mayor que yo y tenía el título de abogado al alcance de la mano, pero la militancia estudiantil ocupaba sus horas más que los libros de Derecho.
Carli era uno más entre los que conformaban JURE, Juventud Universitaria Rebelde, una agrupación de izquierda independiente, con inserción política sólo en esa facultad, pero de crecimiento incipiente en otras. Aunque sus miembros no eran muchos comparados con otras agrupaciones, sus militantes eran creativos, persistentes y muy convencidos de sus propuestas, algunas de las cuales triunfaban en asambleas multitudinarias donde se discutía como eliminar el curso de ingreso a la facultad, que duraba un año o, ya en democracia, la mejor manera de echar a los profesores que habían sido jueces durante la dictadura de Lanusse.
El decano Alberto Rodríguez Varela, Jaime Lamont Smart, Ernesto Ure, Jorge Quiroga, Eduardo Munilla Lacasa, entre otros, fueron expulsados de sus cátedras por haber sido miembros del llamado “Camarón”, la temible Cámara Federal de la dictadura de Lanusse, creada para juzgar los “delitos contra la seguridad nacional”, eufemismo que escondía la persecución a todos los opositores.
Carli encabezaba los grupos que entraban a las aulas donde enseñaban esos personajes, y en sus mismas narices, les explicaba a los estudiantes porque esos jueces siniestros no podían enseñar Derecho en la facultad de la democracia. Slepoy sonreía feliz luego de sus arengas, y disfrutaba del apuro con el que los ex magistrados, antes tan altaneros y prepotentes, salían de las aulas poco menos que corriendo.
Sin ser el mejor de los oradores de la JURE, su voz grave y potente no necesitaba micrófonos para hacerse oír en las asambleas. La majestuosa Aula Magna de Derecho fue un escenario que no sólo jamás lo intimidó, sino que le sirvió de entrenamiento para los alegatos que daría años después, ante tribunales internacionales.
Con esa misma voz cantaba las canciones de Daniel Viglietti,, Alfredo Zitarrosa o Paco Ibañez, y hasta se animaba con algún blues de Manal en las peñas estudiantiles, mientras tocaba la guitarra y su sonrisa ganadora enamoraba compañeras.
La facultad era su vida, la nuestra. Ahí crecimos, estudiamos, nos formamos. Conocimos y convivimos con apellidos inolvidables: Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde, Aldo Comotto, Alfredo Curutchet, Rodolfo Mattarollo,, Gustavo Roca, Silvio Frondizi, Manuel Gaggero, Héctor Sandler, Hipólito Solari Yrigoyen, Mario Hernandez, Roberto Senigaglia y el decano de la facultad, Jaime Kestelboim. Todos ellos varios años mayores que nosotros, nos alumbraron con sus cátedras y nos enseñaron el camino de los libros y el compromiso.
Poco antes de su muerte, repasé con Carli esos nombres, algunos asesinados por la Triple A, otros torturados y presos, varios desaparecidos y los que pudieron salvarse obligados a dejar el país. Carli fue uno de ellos.
A poco de obtener su título, en 1975, fue encarcelado, y luego de pasar por la Esma, quedó detenido varios años en la cárcel de La Plata. De ahí partió al exlio y en Madrid continuó con su militancia en defensa de los perseguidos, de los trabajadores, de los inmigrantes, de los pobres del mundo que recalaban en su estudio con sus pesares a cuestas, en busca del consuelo y las soluciones legales que él encontraba para aliviarlos.
Pero además, como si las horas fueran eternas, trabajó hasta el último día por la Memoria, la Verdad y la Justicia.
Los indultos de Menem lo alentaron en la búsqueda de la justicia universal, un concepto que abarcaba la posibilidad de juzgar a los represores en cualquier lugar del mundo que fueran encontrados, cuando se hubieran cerrado los caminos para hacerlo en sus propios países.
Junto al fiscal Carlos Castresana y el juez Baltasar Garzón logró perseguir a varios de los asesinos que caminaban impunes por nuestras calles. Su acusación contra el marino Adolfo Scilingo, piloto confeso de los vuelos de la muerte, fue lapìdaria. Y su participación en la persecución y enjuiciamiento en el año 2000 del represor de la ESMA Ricardo Cavallo, refugiado en México, fundamental.
Hasta Augusto Pinochet, detenido en Londres al bajar de un avión , sufrió las consecuencias de la Acusación Popular que Carli encabezó en nombre de las víctimas chilenas. Fue incansable e implacable.
Recién ahora, que ya pasaron dos meses de su muerte puedo escribir para recordarlo. Cuando su tarea militante lo traía a la Argentina, llamaba al diario, “su diario”, apenas pisaba Ezeiza. Nos contaba las novedades y nos pedía la difusión de los motivos que lo habían traído, siempre ligados a la defensa de los derechos humanos y la persecución de los genocidas. El archivo de PáginaI12 tiene sus reportajes, sus columnas de opinión y sus reflexiones, que valen la pena leer para enterarse la magnitud de su tarea.
Hacía ya muchos años que Carlos Slepoy no podía levantarse de la silla de ruedas a la que lo condenó un Guardia Civil que le pegó un tiro por la espalda en una plaza de Madrid, cuando Carli intervino para frenar la golpiza que el policía le propinaba a un grupo de chicos indefensos.
Así recordó ese hecho un lector del diario El País de España, en una carta al periódico, al enterarse de su fallecimiento
“He leído el obituario de Carlos Slepoy. Resulta que yo estaba en la plaza de Olavide el día que menciona. Estaba jugando con mi hija, que entonces tenía dos años. De repente los chicos que estaban al otro lado del parque vinieron corriendo hacia nosotros. Uno de ellos dijo “tiene una pistola”. Y allí estaba un policía uniformado, obviamente borracho, pistola en mano. De repente apareció un señor que empezó a hablar con él. El policía le pegó un tiro. Yo cogí a mi hija y la llevé corriendo a casa, volví enseguida para ver si podía ayudar, pero ya había llegado un coche de la policía. Seguí el caso en los periódicos y tenía entendido que el señor iba a tener que pasar el resto de su vida en una silla de ruedas.
Lo que hizo Carlos Slepoy aquel día es lo más valiente que he visto en mi vida. Y ahora me entero de las demás cosas que hizo. Me siento pequeño a su lado.” Peter R. Morgan.
Nosotros también.
* Su libro, Los días eran así, ya está en librerías.