Tomar una casa es una acción no deliberada. Se realiza con urgencia y sin mucha premeditación. Urgencia que supone una ruptura con el pasado, crea una situación en el espacio-tiempo que colapsa los signos del presente y trata de encontrar nuevos sentidos durante la resistencia en el lugar. Un escenario similar acontece, desde agosto, en la Casa Nacional del Bicentenario transformada por artistas en Casa tomada. 
La base del proyecto (“¡No es una exposición!” arguyen los organizadores) se sustenta en la dicotomía ficción/realidad y tiene como objetivo desacralizar las estructuras del arte contemporáneo, marcado por el culto a la personalidad del artista y al museo como institución cerrada, con reglas internas inamovibles. “Se trata de fingir que el espacio público ha sido tomado por artistas y que el museo no cumple su rol de institución pública a través de una propuesta curatorial”, argumenta Valeria González, directora de la institución y alma mater de la ocupación. El museo dejó de ser una “casa sin gente” para abrir el lugar, metafóricamente, a la “gente sin casa” y, de este modo, pasó a constituirse en un espacio de negociación entre los artistas y la institución, lo oficial y lo clandestino, la legalidad y la ilegalidad. 
La ocupación invita a involucrarse y experimentar en la escena de una propuesta que ha ido mutando, incansablemente, en el transcurso del tiempo. Talleres de armado de sintetizadores, clases de acuarela psicoactiva, lecturas, talleres de costura, performances, clases de batería, conferencias sobre arte y medio ambiente, música, cine, danza y teatro son algunas de las tantas actividades realizadas por los artistas que descartan la mera presencia de espectadores para integrarlos en sus prácticas. Una frase de Hito Steyerl cuelga de una pared y resume la iniciativa: “Una manera típica de pensar la relación de la política con el arte consiste en dar por hecho que el arte puede representar temáticas políticas del modo que sea. Pero hay otra perspectiva más interesante: pensar la política del campo del arte como un lugar de trabajo. Se trata de mirar lo que arte hace en vez de lo que muestra.”
El recorrido se inicia con una sentencia: “Acción autónoma de trabajadores semióticos liberados de la sumisión al trabajo”. El tiempo propio, el tiempo de los artistas, es ocupado en un trabajo creativo que no se dedica a producir un bien material del que se pueda obtener una ganancia al ser comercializado. Aquí, la apuesta de la institución es central e innovadora: los artistas reciben honorarios para que puedan disponer libremente del tiempo, el espacio y los materiales sin que estén obligados a ser trabajadores al servicio de la institución o del sistema del arte. Durante estos cuatro meses, salas, recovecos, pasillos y ascensores albergaron proyectos que señalaron su posición con respecto a la experiencia artística y pusieron en evidencia sus reflexiones en torno a prácticas comunes. Es interesante observar cómo algunos espacios fueron ocupados, alternativamente, por diferentes artistas. La habitación que ocupó Gabriel Baggio, por ejemplo, donde había rollos de papel para empapelar que descansaban “en potencia” junto a una cama y una reproducción digital de La tempestad de Giorgione mientras el artista realizaba performances donde aprendía oficios (carpintería, costura) ahora es ocupada por Sasha Sathya, una rapera transexual que escribió sobre las paredes “Arte no es vida” y “Odio a los artistas” y tocó la guitarra para cualquiera que quisiera calzarse el auricular y escuchar su testimonio personal. Otro ejemplo, es el pasillo donde se proyectaba la película “Fantasma” de Lisandro Alonso, que luego fue ocupado por una estructura de madera realizada por Luis Terán y después por una acción artística de Elena Dahn en la que un látex adherido a la pared es removido para que el cuerpo se incorpore a la materia. Otros lugares de la casa han sido apropiados resistiendo los cambios: la Biblioteca Popular Ambulante (BiPA) que despliega sobre su estructura móvil libros armados con materiales encontrados en la calle realizados por Roger Colom como El libro de Confianza en el Progreso o el Libro de los Próceres de todos los países y de todos los tiempos; el piano-cama de Leonello Zambón que funciona como una caja de resonancia y que se encuentra junto a una mesa donde Sonido Cínico, el proyecto que lleva junto a Sebastián Rey, experimenta con el ruido, los sonidos y por qué no, el silencio; el invernadero creado por Fernando Brizuela donde crecen plantas psicoactivas (floripondio, jazmín del país, coca, peyote, cáñamo, el cactus San Pedro, etc.) habilitando las discusiones en torno al uso y la legalización de sus propiedades; el laboratorio de experimentación sonora de Sonidos Mutantes que ocupa casi íntegramente el tercer piso de la casa donde se pueden leer las preguntas “¿El plagio es necesario? ¿Compartir es un delito? ¿Los derechos de autor son el salario del creador?”, cuestiones relativas al copyleft y la propiedad intelectual que se emparenta con el trabajo que realiza Gabriela Polópulo copiando obras maestras; y, entre otros proyectos, el Archivo Inundación del colectivo M7Red que se propone pensar las inundaciones no como “accidente” sino como una construcción política. Han pasado por Casa Tomada numerosos músicos, cineastas, actores, fotógrafos y pensadores que han dejado su huella en el lugar. Sería imposible nombrarlos a todos, sin embargo, se puede leer el registro de sus intervenciones en el Diario de la Ocupación (cnbcasatomada.wordpress.com). Como sostiene Franco Salvini en el texto Instituir desde el umbral, que distribuye la Oficina de Publicaciones en Casa tomada, “lo que está en juego son los procedimientos y protocolos que pueden mantener abierto el espacio de la institución, no sólo como un desafío de transparencia, de acuerdo al cual aquellos que están afuera del palacio pueden ver lo que pasa adentro, sino más bien para permitir una invasión permanente que instituya nuevas formas de hacer.”
Hay múltiples lecturas en el deslizamiento del significante Casa tomada. La lectura de los transeúntes que realmente creen que la casa está tomada y no se animan a entrar, la perspectiva de quienes cuestionan el uso de los bienes públicos y ven el proyecto como un desacato a la autoridad gubernamental y la vivencia genuina de las personas, sobre todo jóvenes, que se animan a dejar de lado los prejuicios para adentrarse en la experiencia y participar. 
El jueves pasado, el crítico y editor Fabián Lebenglik dio una charla en la que trazó una genealogía literaria y política alrededor de algunos textos de la literatura argentina (La fiesta del Monstruo de Bustos Domecq, El Matadero de Echeverría y Los Sorias de Laiseca) en donde el espacio ficcional generaba una emergencia de lo real y se preguntaba, en clara referencia al cuento de Cortázar, si no habría en la experiencia de la Casa del Bicentenario una inversión del sentido de lo que sucedía en la narración, de modo que, quienes invadían la casa en el cuento –los otros, los bárbaros–, están ahora afuera de la Casa. 
El interrogante es válido si queremos seguir pensando en contexto las prácticas creativas de resistencia que se están dando tanto afuera como adentro de las instituciones. 

Hasta el 30 de noviembre, en la Casa Nacional del Bicentenario, Riobamba 985.

* Periodista especializada en artes visuales.