Dice Gismonti que Stravinsky, azorado por el escándolo en el estreno parisino de La consagración de la primavera, en 1913, repetía, “pero si es sólo música folklórica”. Como en casi todas las anécdotas –o como en los mitos– no importa demasiado la verdad. Lo relevante es el valor que tiene para quien la cuenta. La manera en que esa historia revela algo de la propia cosmovisión. Y es que en esa frase atribuida al compositor ruso –y en varios de los homenajes, explícitos o no, que Gismonti le dispensa, incluyendo “Strawa na sertâo”, la suite orquestal en que lo imagina en Brasil– se cifra una idea acerca del valor de la música. Una idea que en el caso del brasileño encuentra el sentido –o el salvoconducto– para un estilo inmensamente complejo en la naturalidad, en la fluidez, en ese misterio de lo folklórico.
La música de Gismonti funciona, como la de Piazzolla o los Beatles posteriores a Rubber Soul, porque las experimentaciones, las rupturas, las superposiciones rítmicas más osadas, suenan como si alguien distraído las silbara por la calle. Suenan “folkóricas”. Es decir con el gesto –aunque no los procedimientos– de lo popular. Y ese gesto tiene que ver, sin duda, con la familiaridad. Con horas de tocar y tocar (y de amar) esas músicas. Tal vez sea por eso que el sortilegio que Gismonti obró a solas –o con invitados muy especiales–, en su concierto del sábado, en el de la noche anterior apareció sólo por momentos. La Orquesta Juan de Dios Filiberto, dirigida con esmero por Luis Gorelik, tuvo esa naturalidad a ratos, en las cuerdas solas, en algunos pizzicatos que consiguieron el impulso y la liviandad deseados, en algunas participaciones solistas –fagotes, percusión– pero, en general, sonó sin naturalidad. Más allá de algunos desajustes rítmicos y algún problema de afinación en los bronces, no fue fluida, no bailó donde tenía que hacerlo, no sonó circense cuando era necesaria y un tema de festiva levedad, como “Música de sobrevivencia” sonó más bien como música para la escena de la Fiesta de la Doma en los viejos noticieros cinematográficos de Sucesos Argentinos.
Allí brilló, no obstante, el muy joven cellista Pablo Bercellini, que tocó a dúo con Gismonti “Bodas de prata”, el tema que compuso para Yo-Yo Ma y que grabó con él en el disco Obrigado Brazil, de 2003. Expresivo en el fraseo, con bello sonido, afinación impecable y, sobre todo, escuchando en todo momento, Bercellini tocó de memoria la pieza del brasileño y fue capaz de jugar con ella en todo momento, atento a las mínimas inflexiones de su ocasional compañero de dúo. Gismonti lo premió invitándolo a su segundo concierto y la interpretación recibió una de las grandes –fueron muchas– ovaciones de la noche. El sábado, la exquisita –casi imperceptible– amplificación de la guitarra y las propias virtudes del piano y de la sala fueron, por su parte, el marco ideal para que Gismonti estuviera a sus anchas. Como el día anterior, aunque en este caso a solas con el piano, intercaló en el bellísimo “7 aneis” un homenaje a Charlie Haden, citando el tema “Silence”. En la versión con orquesta lo hizo al comienzo y en el del sábado el extraordinario coral que el contrabajista grabó en 1976 con Keith Jarrett y Paul Motian –en el álbum Bop/Be– y que registró por primera vez junto con Gismonti en Magico, de 1979 –con Jan Garbarek como tercer hombre–, emergió como una sombra fantasmal.
En su concierto solista, Gismonti invitó también al armonicista Franco Luciani, que tocó con él una fantástica versión de “Agua e vinho” y al dúo de la cantante Grazie Wirtu y el notable guitarrista formoseño Matías Arriazu, que ha grabado un álbum excelente para el Club del Disco y que toca habitualmente con Ernesto Snajer, a quien Gismonti produjo un disco. El brasileño prácticamente les entregó el escenario, sumándose de a ratos a improvisar en el piano sobre la guitarra de Arriazu, y después, con Wirtu, en la genial “Retrato em branco e preto”, de Antonio Jobim y Chico Buarque, en cuyo acompañamiento insertó un madrigal de Carlo Gesualdo, aquel vanguardista compositor de comienzos del siglo XVII que saltó a la fama por haber asesinado a su primera esposa y al amante, el Duque de Andria y que mucho después Stravinsky rescató del olvido. Después, Gismonti terminó su ritual a solas. La fenomenal polirritmia que es su marca registrada y esa coexistencia de líneas sumamente líricas con frases extremadamente puntuadas se hizo presente en extendidos desarrollos de muchos de sus temas de siempre y concluyendo, a la manera de un perfecto teorema, en la demostración de “Frevo”, esa alquimia entre materiales “altos” y “bajos” que lo ha convertido en uno de los creadores más importantes de los últimos cincuenta años –“bodas de prata”, al fin y al cabo– y que encuentra su mito fundante en aquel Stravinsky que hablaba de folklore –una tradición– para romper en pedazos la (otra) tradición.