Por Silvia Sara Lisnofky, docente jubilada de la Ciudad de Buenos Aires para El móvil de todos de AM 750.
Cuando cumplí los 70 años, hacía ya varios años que había dejado de votar, de leer los diarios, de escuchar y mirar noticieros y de participar en cualquier conversación donde se hablara de política, o de actualidad dolorosa.
Cuando anduve por los 72, me sumergí en las novelas románticas que leía en Internet, donde todos los protagonistas son hermosos y sexies, y todos los finales son felices. Ficción total. Había abjurado de la realidad. Quería ignorar a toda la gente, a todo el gobierno, a todas la miserias de mi país y del mundo. Estaba en modo avestruz. Este año cumplí 76. Como la ley no me obligaba pero me lo permitía, decidí volver a votar en las PASO. No sé por qué ni en qué momento, se me desconfiguró el modo avestruz, y me fui para el otro lado. Tuve necesidad de sumergirme en la podrida realidad, a riesgo de afectar mi vacilante cordura.
En tres días leí todo lo que pude sobre la actualidad, las leyes, los candidatos, la desastrosa situación económica, política y social del país. Los desmanes del gobierno. Gracias a Internet. Fue como una fiebre. Y decidí ir a votar. Me preguntaba por qué, si estaba segura de que mi voto no cambiaría nada. Un voto que no representaba más que una molécula en una tonelada de queso. Todavía no puedo responder por qué. Por suerte, la mesa que me tocaba estaba a una cuadra de mi casa. Podía ir caminando, y si había escaleras, en el diario decía que podían bajarme la urna a la planta baja. Para más, mi hija, mi acompañante full time, no podía ir conmigo porque tenía que votar en otra parte. Pero fui sola, encontré fácilmente la mesa con los cartelitos, subí las escaleras, puse cara de viejita de 85 con artrosis de cadera, y me dejaron pasar sin esperar en la fila.
Al verme adentro del cuarto truchamente oscuro, rodeada de boletas, tuve uno de mis acostumbrados episodios de ceguera cognitiva y durante unos minutos no vi la boleta que buscaba. Ya estaba por salir a reclamar (“Perdón, falta una pila de boletas” como había leído que debía decir para no deschavar cuál iba a poner e infringir el obligatorio secreto del voto), cuando saltó a mi vista (como un afiche en primer plano, con lucecitas intermitentes) “la boleta”. Respiré.
Salí, deposité, retiré el documento, y me fui. Me sentí rara, pero bastante escéptica. No tenía mucha fe en el valor de mi contribución histórica. No recuerdo cómo pasé las siguientes agónicas horas hasta que supe el resultado. Después, sentí como que se abría algo, encima y delante de mí.
Todos los días siguientes hasta hoy, sábado 26 de octubre, me sumergí de lleno en toda la información, las opiniones, y las predicciones negativas y las esperanzadas, y no sé qué pensar. Pero creo que ya no tengo ganas de volver al modo avestruz. Ya no me siento una exiliada del planeta. A pesar de que sigo leyendo novelas románticas para condimentar un poco la realidad.