En 1934, durante varias sesiones de un Senado que, contrariamente a lo que se podría pensar acerca del origen de sus miembros –característicos dueños de estancia y redivivos de la oligarquía- escuchó la voz clara y tonante de Alfredo Palacios que describió, punto por punto, la cuestión Malvinas que parecía olvidada en la llamada “década infame”. Queda un libro de esa histórica intervención que no sólo culmina en la verdad que se ha venido sosteniendo obstinadamente desde hace décadas, “las Malvinas son argentinas”, sino cuál y cómo fue el proceso de anexión de las islas a la corona británica, clara condena, perfectamente fundada en razones históricas y políticas. Podemos representarnos el carácter de las sesiones: silencio absoluto, exposición pausada, no cabían dudas y el senador Palacios encarnaba toda la dignidad de un cuerpo que parecía haberla perdido porque, entre otras cosas, tenía en su haber el pacto Runciman-Roca, luego el asesinato de Bordabehere y tantas otras canalladas antipatrióticas.
Pero ni la contundencia de la exposición ni la aquiescencia del Senado lograron modificar la situación. Los ingleses, mucho más firmes en este tema que cuando se trató de colonias más grandes e importantes, deben haber respondido con el silencio, del mismo modo que lo hicieron siempre, hasta, inclusive, con el amable Macri que se quedó con la palabra Malvinas atragantada en el encuentro que tuvo con Cameron, el Primer Ministro entonces: seguramente, por hacer alguna pregunta retórica, con escasa pasión, Macri mencionó las Malvinas; el lacónico inglés dijo, sin vueltas, “de eso ni hablar”. Al relatar su viaje Macri dijo, acaso emocionado, “fue una linda conversación”. ¡Qué suerte!
Nos hemos pasado casi dos siglos preguntándonos, generación tras generación, por ese silencio británico, tan elogiado por los argentinos de “bien” y, en verdad, sin poder romperlo ni saber cómo hacer para recuperar las islas, que sería algo más importante que hablar con los brits y hacer que acepten la culpa por el desfalco que han hecho. Lo hizo la Iglesia cuando reconoció, casi 380 años después, que Galileo tenía razón, admitió, por fin, que el planeta giraba pérfidamente alrededor del Sol y no al revés, como sostenían Ptolomeo y la Santa Chiesa- pero ya era tarde, como es bastante tarde que Inglaterra reconozca que su empecinamiento en ni siquiera hablar de las islas y menos devolverlas es torpe, abusivo, colonizante, una rémora.
Y si los ingleses callan los opinadores argentinos hablan y hablaron hasta por los codos durante los episodios de 1982. Probablemente, se pueda clasificar toda esa cháchara de la cual puede decirse que quizás lo peor, y más deleznable por hipócrita, es la posición de los que sostuvieron que hay que consultar a los habitantes de las islas acerca de qué prefieren, si integrarse a la Argentina o seguir siendo ingleses. Al parecer los “kelpers” leyeron al Coronel Mansilla cuando dijo esa profunda verdad: “Ser inglés, qué pichincha”. No renunciarían a esa pichincha por una trivial cuestión de legitimidad, al fin y al cabo, deben pensar, no es tan importante el lugar en el que uno nace sino lo que se posee, ni siquiera lo que se hace.
Proponer una consulta parece democrático pero es de una falsedad insoportable: han sido implantados ahí, no pretenden ser independientes de la Corona porque no les conviene, prefieren ser aburridos en inglés más que divertidos en castellano y, por añadidura, siempre pueden volver a la isla grande sin haber dejado nada en la pequeña, aislada, helada, acompañados por el solo balar de las ovejas de las que sale la lana de los magníficos sweaters que todos queremos tener, al menos yo. En fin, mis saludos a la señora Sarlo, que tuvo esa brillante idea, como tantas que tiene día a día, fiel observadora de una realidad fluyendo y resbaladiza pero en la que se mueve con una seguridad estremecedora.
Se ha hablado mucho sobre el tema, en particular todas las corrientes nacionalistas para las cuales proclamar nuestro derecho a Las Malvinas es casi siempre a la manera de una guerra que ya, con sólo decirlo, hemos ganado, pero además, aunque no tan estrepitosamente, se ha escrito mucho sobre el tema, historia, ensayos, novelas y todo termina de la misma manera, según cada intento; en cuanto a la historia se añaden capítulos o se reiteran conceptos: en cuanto a la ficción, hay, como es natural héroes, pero no son iluminados hombres de espada ni rectores de una épica, a veces son meros ladrones de alimentos de los soldados, sino los modestos y sacrificados soldados que debían estar en la sorpresa total, qué hacían allí, traídos a la fuerza, algunos soñando que estaban haciendo patria y gloria y otros resignados, muertos de frío, sus cadáveres yacen en los desangelados cementerios de las islas. En las novelas, a su vez, no falta la condena a la siniestra payasada del aficionado al whisky, que, dicho sea de paso y sin calificar a nadie que hubiera salido a apoyar en la Plaza de Mayo la decisión del dipsómano general, ebrio de gloria en ese resplandeciente instante, produjo en el comienzo de la iniciativa que ya sabemos cómo terminó, oleadas de patriotismo casi a la manera de las damas mendocinas y, lo más grotesco, heroicos Montoneros ofrecieron sus servicios para un combate decisivo olvidando que sus cabezas estaban a precio de liquidación en el mercado represivo dirigido por los pergenios de la presuntamente histórica empresa de recuperación, infinitamente más importante, tal como jactanciosamente se proclamó desde el balcón de la Casa Rosada, que la solitaria patriada que había protagonizado Dardo Cabo años atrás y tan frustrada como aquella.
Los ingleses no aflojan y no sabemos muy bien, o mejor dicho, nada, acerca de lo que se podría hacer. Mandar tropas mal preparadas, con armamentos obsoletos o de segunda mano a invadir las islas no parece actualmente una gran idea. La más sencilla es conceder y dar por terminado el asunto, eso se llama entreguismo y, salvo al engendro denominado Juntos por el Cambio, no nos gusta. La tercera es negociar pero para hacerlo tiene que haber una voluntad y una de las partes no quiere ni oír hablar, sólo aplauden a la ONU cuando se proponen invadir Afganistán o condenar a Venezuela pero de esto nada aunque proclaman a cada rato la descolonización como filosofía política. Otro cantar sería si el intento de recuperación no fuera de la Argentina sino, por ejemplo, de la China o de los Estados Unidos o de un país en condiciones de exigir, sin que necesite pedir, que es lo que, salvo la ruidosa galtierística, ha sido la norma. Tal vez proponer la doble nacionalidad para los isleños y una gradual incorporación por esa vía a la Argentina, pero a quién se le ocurre, sólo a mí cuando me pongo a escribir sobre tema tan evasivo a los 40 grados de una temperatura récord, podemos estar orgullosos de tal proeza siempre que lo soportemos.
Obviamente, no es el caso y, por lo tanto, tantas ideas que andan por ahí son simples ilusiones: hay que ser realistas y atenerse a lo que sagaces investigadores han llegado a saber, o sea determinar por qué los ingleses se obstinan en no aflojar. Cruda verdad: hay petróleo en las inmediaciones, hay fabulosas reservas de peces de todo tipo, explotadas sin piedad por empresas de varios colores; estratégicamente situadas las islas controlan el paso de todo lo que se mueve hacia la misteriosa y prometedora Antártida, aunque no van a impedir el deshielo que se produce ineluctablemente. No ha de ser todo, debe haber algo más que podría ser tanto de interés para el Estado británico como de alegría para los isleños (algunos, como en todas partes), a saber empresas mayúsculas, inversiones como las que necesitamos nosotros y que, en cambio, acuden allí y no padecen antipáticas inflaciones. Y que, aunque sea un tanto amargo decirlo, constituyen el verdadero poder.
¡Qué problema! ¿Cómo hablar de eso sin decir siempre lo mismo y sin que apunte ninguna solución que, para que sea tal, debe ser una solución para este país, al que pertenecen? ¡Vaya conclusión! Decir todo lo que se puede decir es no decir nada y, creo, en eso estamos y eso genera un estado de ánimo que no está para celebraciones ni fastos. Y no es cuestión de decir que si no se hace ahora se corre el riesgo del desgaste que por su lado, sin que nadie lo pueda detener, produce el tiempo mismo. Quienes todavía intentamos decir algo, pronto, si las voces destempladas de los Milei, los Espert, los Macri se convierten en protagonistas, sonará a hueco, los llamados “jóvenes” no sabrán de qué se habla, la nube fatídica que empieza a envolverlos se convertirá en nubarrón y el pasado por el que luchamos todavía terminará por ser una jerga inentendible. Y las Malvinas ahí, imperturbables, contemplando cómo pasa el viento.