Salvo en los ambientes politizados y por la obsesión de los comunicadores oficialistas para situar a Cristina al borde de la muerte electoral, el cierre de presentación de alianzas transcurrió sin que se notara una inquietud popular significativa. Pero tampoco, por fuera de conflictos gremiales aislados, se percibe una relevancia especial de la tormenta económica. ¿Por qué?
La tormenta es perfecta a futuro de mediano plazo, con consecuencias que ya se aprecian sin esperar siquiera al corto. La fuga de divisas está en niveles récord. La bicicleta financiera es indetenible, como corresponde a un gobierno que sólo apuesta al endeudamiento externo como factor de financiación. El desempleo y la subocupación llegaron a un límite nunca visto desde hace diez años, para el primer trimestre, mientras la propaganda oficial intenta girar el eje –¡y lo logra!– hacia la “industria mafiosa” de los juicios laborales. El Gobierno no aparece preocupado y simplemente festeja que la Operación Randazzo pueda darle efecto positivo. Con el quiebre del voto peronista en la provincia de Buenos Aires y la confianza en que el rechazo a la figura de Cristina es nacional y decisivamente más grande que su popularidad en el conurbano, el bando macrista no presta atención a las ulterioridades electorales de su política económica. Es más: se da el lujo de surfear con suficiencia la eliminación de pensiones a personas con discapacidades.
En su columna del miércoles pasado en PáginaI12 (“Los nuevos empoderados”), el colega Fernando D’Addario escribió sobre el ¿milagro? logrado por el macrismo. “Hasta hace no muchos años, la demagogia electoral consistía en prometer salariazos, revoluciones productivas, un aluvión de trabajo para todos, aumentos en las jubilaciones, etcétera. Hoy, la demagogia electoral irrumpe, de pronto, con la promesa de bajar la edad de punibilidad y mostrando proyectos para echar de Buenos Aires a los inmigrantes. (…) En otro contexto, un gobierno que tiene dos discapacitados en su primera línea ejecutiva hubiese generado empatía anunciando proyectos de inclusión; nuevos beneficios para chicos, adultos y ancianos con capacidades diferentes”. Sin embargo (por acción y omisión, podría agregarse, siendo que lo que omite el Gobierno lo esparcen sus comunicadores), “el macrismo presentó alegremente la eliminación de miles de pensiones porque sabe que mucha gente –que no es discapacitada ni tiene familiares en esa condición– justificará la medida. Como está viviendo mal y la plata no le alcanza, ‘es saludable que se acaben los privilegios de los que simulan un discapacidad y se abusan del Estado’”. Hubo una explicación que, en su sentido más tétrico, es tan espectacular como lo conseguido por el marketing oficialista. Según el instructivo del equipo de comunicación de Cambiemos y reproducido por la ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley, quienes creen que merecen la pensión pueden llamar a un 0800 y advertir que se les dio de baja cuando no corresponde. Pero eso, si se quiere, no es nada al comparárselo con el punto 3 de la recomendación oficial, que llama a acordarse de que el Plan Nacional de Discapacidad estará bajo la órbita de Gabriela Michetti como si la vicepresidenta formara parte de otro gobierno. A mediados de mayo pasado, ese hipotético plan fue presentado por Macri en el Centro Cultural Kirchner y, a su lado, frente a la pregunta de cómo se instrumentará concretamente, Michetti respondió que es una “idea” que debe realizarse “entre todos”. Fiel al estilo de la fraseología escolar macrista, mencionó al gobierno nacional, a las provincias, a los municipios, a las ONG y a la responsabilidad empresaria. Un verdadero chiche de facilidad burocrática cuya consistencia es tan vigorosa como la sensibilidad de Macri por los pobres, y al que el Gobierno recurre junto con la recomendación de probar telefónicamente si acaso una persona con discapacidad se enteró, cuando fue al cajero, de que le habían retirado la pensión porque, por las dudas, es un corrupto. Más un dato al que pocos prestaron atención. Desarrollo Social ya había desmontado los equipos territoriales que atendían la situación integral de las familias. Pero como eso era parte de la grasa militante, no le interesó a nadie. O sí: le importó a los miembros de la pesada herencia que denunciaron en vano el desmantelamiento de los programas de ayuda social del Estado, porque la construcción de imaginario alcanzada por el macrismo hizo creer –y seguiría haciéndolo– que el único signo de los doce años kirchneristas fue la corruptela. Felicitaciones.
Como dice D’Addario, “el veneno inoculado produjo un extraño efecto inmuno-tóxico: convenció a mucha gente de que, si no tiene derecho a vivir mejor, ahora al menos sí tiene derecho a que los Otros vivan peor”. Y hasta sería probable que, “en la próxima campaña, retomen el viejo lema de que ‘los únicos privilegiados son los niños’ para eliminar la Asignación Universal por Hijo”. ¿O acaso ya no ocurrió que Cambiemos ganó las elecciones con tipos capaces de asegurar que la plata de la AUH se iba por las canaletas de la droga y el juego, y que las adolescentes se embarazaban para allegarle plata a la familia? ¿O acaso ya no sucede que los tarifazos deben comprenderse resignadamente porque era necesario reordenar las cuentas del país? ¿O acaso ya no pasó que un bocón de la Alianza gobernante hablara de sectores humildes y clase media enfermizos, por haberse entusiasmado con que les correspondía el derecho de cambiar la moto, el celular, el auto, o viajar unos días por el exterior?
El odio de clase que tanto frívolo sindica como “la grieta” viene desde el fondo más profundo de nuestra historia, y sobre esto ya se ha escrito en forma abundante con alcances mucho más amplios. Que el oprimido reproduce el discurso del opresor es una observación de carácter universal, y limitarla a la coyuntura argentina sería propio de una pobreza intelectual pavorosa. Pero sí es cierto, como señala Jorge Alemán, que el neoliberalismo es un modo de producción de subjetividad y que esa subjetividad está subordinada a los imperativos de rendimiento, de competencia, de lógicas empresariales, de las malditas autoayudas. El sujeto está todo el tiempo confrontado a una exigencia frente a la que no da la talla, y con respecto a la cual siempre está endeudado. Es una especie de fábrica de deudores, como advierte Alemán y como ya lo hicieron otros teóricos; una mezcla de llamado a la felicidad, una especie de convocatoria a estar “todos juntos”, “todos felices”, para luego quedar en falta con respecto a eso mismo. Es por esa obra discursiva donde se cuela lo imperioso de ver al enemigo no en los manosanta de derechas que conducen la fantasía, sino en los postergados eternos que amenazan una prosperidad inalcanzable. La novedad, en todo caso, es lo intenso de esa catástrofe cultural que no tiene grandes adversarios a la vista. Y es el hecho de que las clases dominantes lo expresan sin ningún pudor, hasta el punto de hacer campañas exitosas con programas electorales que hablan de represión, de ajuste, de xenofobia tolerable, de quitarle la pensión a gente con discapacidad. Véase este último aspecto desde otro lugar que, desde ya, es el mismo. El Gobierno, frente al escándalo desatado por la quita de ayuda a personas con invalidez diversa, se manifestó apesadumbrado por los errores que pudieran haberse cometido y anunció una marcha atrás ma non troppo, porque se tomará su tiempo para revisar las medidas injustas. Listo el pollo: si pasa, pasa, y de lo contrario somos un gobierno que tiene la inédita característica de reconocer sus yerros. Sus equivocaciones son siempre en contra de los mismos, de los más débiles. En eso jamás se equivocan, pero no sólo no parece advertirse sino que, justamente, es usado como fusible para mostrar espíritu de expiación. Para cualquiera que disponga de alguna inquietud de pensamiento político crítico, es una obviedad inenarrable. Sin embargo, el macrismo sabe que opera sobre una masa crítica, precisamente, dispuesta a creerle. Ya estaría siendo hora, larga, de que periodistas, analistas, sociólogos, ensayistas, indagáramos con mayor valentía -o menor corrección política, si se prefiere- acerca de componentes psicosociales capaces de explicar mejor cómo es posible que por la base y por el medio se vote en contra de sí mismo.
Una parte de la reflexión, innegable, puede pasar por el fraccionamiento opositor; las hábiles jugadas de algunos operadores oficialistas; el descrédito sobre el conjunto de la dirigencia política y, por tanto, la entronización de “outsiders” que sirven indefectiblemente a la lógica más perversa; la crisis de las representaciones partidarias, las graves deficiencias comunicacionales de las organizaciones del campo popular. Pero hay otra parte, con seguridad más compleja, que debería atender con mejor precisión –y, sobre todo, masividad– al porqué de tanta gente que en lugar de preferir que bajen algo desde arriba prioriza que los de abajo no suban ni un poco.