“Somos del espacio en el que nos olvidamos”, dice María una joven de treinta años que escribe críticas de cine, cuando le preguntan si conoce al cineasta Emiliano Cervera, el hombre que fue el amor de su vida. La separación, después de casi nueve años de convivencia, la hunde en el dolor que produce la obsesión de algo que se perdió: el amor y la juventud, como dos líneas rectas que se cruzan en el plano de los objetos extraviados. Lo que podría transformarse en un drama para leer con un arsenal de pañuelos descartables deviene una suerte de tragicomedia, con la ironía como mejor aliada para mantener a raya el exceso de sentimentalidad. “Tengo el corazón roto. Y tener el corazón roto es como andar borracho, pero como borracho de dos copas de vino, o sea, desinhibido, medio impertinente, pero no súper atento al hecho de que uno está borracho”, reflexiona la protagonista de Todos los días son nuestros (Planeta), primera novela de Catalina Aguilar Mastretta, guionista y directora de cine que ha dirigido dos películas de su autoría: Las horas contigo (2015) y Todos queremos a alguien (2017).
Aguilar Mastretta, hija de los escritores Ángeles Mastretta y Héctor Aguilar Camín, vive entre la ciudad de México y Los Ángeles hace nueve años. Tenía 24 cuando decidió estudiar cine en la Universidad de Nueva York. “Los guiones de cine son estructuras muy rígidas que no te dejan irte por ninguna tangente. Al estar viviendo en Estados Unidos, con todas mis amigas y mis hermanos en México, sentía que se me perdían muchas observaciones y reflexiones de los que les estaba pasando a ellos. Entonces fui tomando notas y eso se fue volviendo una novela”, cuenta la escritora y cineasta mexicana en la entrevista con PáginaI12.
–¿En qué sentido “el cine salva”, como plantea María en Todos los días son nuestros?
–El cine te transporta de un modo particular y te permite olvidar el lugar en el que estás sentado. La ficción es la única religión que tengo. Que un extraño te cuente una historia y te haga sentir que te la escribió a ti y que no estás solo, implica que hay una conexión muy espiritual. El cine tiene una especificidad inmediata que para mí fue muy impresionante de niña y es por eso que me fui más hacia ese medio, por la idea de tener una experiencia conjunta con un actor y al mismo tiempo con una persona que no ves, que está detrás de todo un esfuerzo que se siente grande. Ya no puedo ver una película sin saber que hay miles de personas tratando de concentrarse en el detalle más estúpido, para transmitirme la cosa más específica.
–Todos los días son nuestros es una novela no sólo sobre la ruptura de una pareja, sino sobre las pérdidas en un sentido amplio. De un modo más preciso es una historia sobre la pérdida de la juventud, ¿no?
–Sí, es una novela sobre lo que significa crecer y cómo uno nunca deja de crecer. Todo lo que escribo trata sobre el crecimiento y la pérdida. La idea de estar lejos, de estar en Estados Unidos, hacía que sintiera que me estaba perdiendo el crecimiento de los demás. Aunque no era muy consciente, quería escribir un libro para mis amigas, para que dentro de veinte años, cuando lo leamos, digamos: “esta es la ciudad en la que crecí”, “esta es la ciudad en la que nos hicimos amigas”.
–¿Qué diferencias hay entre la escritura de un guion y de una novela?
–La novela es una historia completa. Los guiones no están hechos para ser obras completas. Los escribes para convencer a alguien de que los convierta en otra cosa. Los personajes están hechos para un actor, lo cual quiere decir que no están terminados por completo en un guion, y siempre van a ser radicalmente distintos porque van a tener el cuerpo de otra persona en la versión final. En cambio la novela está hecha para un lector y tiene una rara falta de neurosis: “no estoy tratando de convertir esto en nada; esto es lo que es y el lector lo acepta o no lo acepta”. Pero sale de mí y ahí termina. Eso me da mucha tranquilidad (risas).
–”Escribo porque es lo que hago, pero no es lo que me llama como un chamán molesto que no me deja vivir”, plantea María. ¿Coincide?
–No. Como quería contar la historia desde el punto de vista de María, sabía que Emiliano nos iba a quedar más lejos. Entonces la manera de que Emiliano no se me perdiera es que se pareciera a mí. Emiliano tiene mis obsesiones, mi personalidad, reacciona a las cosas de la misma manera en que yo reaccionaría. Como Emiliano, me puedo perder obsesivamente en qué le va a pasar a un personaje que inventé.
–¿Cómo se escribe un buen diálogo?
–Los diálogos que más disfruto y por lo tanto trato de emular son una mezcla entre algo realista –que dos personas puedan hablar de ese modo– y algo elevadito, donde hablan de manera más elocuente de lo que hablamos todos los días. El único parámetro es que los diálogos te hagan pensar que los personajes tienen un ingenio y una inteligencia que te llaman. Que cada personaje hable como una persona individual y distinta, que no hablen igual. Esto es técnica, pero también instinto. En la mejor versión estás escribiendo una conversación que te gustaría tener.
–¿Por qué a través de algunas series como 13 Reasons Why y Stranger Things se manifiesta cierta nostalgia por la música y la estética de los años 80?
–Los millennials –léase nuestra generación– no quieren crecer, entonces vuelven al pasado. A la hora de estar en posición de crear, crean cosas que se parecen a las que los marcaron de niños. No es la primera vez que pasa. El mundo está cambiando cada vez más rápido y las cosas que entiendes están atrás, incluso para la gente joven. El futuro inmediato se empieza a sentir como un abismo que no vas a poder abarcar.
–¿Cómo está viviendo el Estados Unidos de Donald Trump?
–Al haber crecido en la ciudad de México, la frontera me parecía que estaba lejos. Pero en Los Ángeles la siento muy cerca. La manera en que la cultura gringa ha reflejado a los latinos que viven en Estados Unidos es profundamente pobre. Los latinos se sienten ilegítimos porque la mayoría llegó de manera ilegal al país. Es radicalmente opuesta a la experiencia de los afroamericanos, que sienten que tienen una herida que la sociedad les debe resarcir. Y tienen razón. No es lo mismo un migrante que llegó voluntariamente que un migrante que llegó esclavizado.