Desde Barcelona
UNO En la cresta de la tsunámica ola de calor, Rodríguez –con el sudor de su frente y del resto de su cuerpo– fantasea con un texto que se leyera como a una ducha. Fresco, refrescante y, enseguida, ineficaz. Y otra vez a ducharse: porque uno sale del agua y, ya en el mismo acto de secarse, vuelve a sudar. En cualquier caso, goteo de palabras cayendo como una de esas piezas obsesivas y momentáneas y concentrándose en lo microscópico para reformular todo el universo. Algo como ciertos instantes de Nicholson Baker o de Stephen Dixon o de David Foster Wallace. Algo un poco Oulipo y otro poco noveau roman. Algo como de un Beckett caliente por el Desacuerdo de París. O, si no, como un disco de canciones/covers tan mal interpretadas por una hipotética banda llamada The Showers, cantando como se canta en la ducha (para Rodríguez no hay peor mejor voz duchante, mitad sacerdotal, mitad hipnotizador, que la de Julio Iglesias; y, sí, falta menos para su versión susurrante de “Despacito”; y falta mucho para que Justin Bieber se aprenda esa letra latitonta que él canta sin entender palabra de lo que está cantando). Y así Rodríguez, mojadito, escuchando como sus desafines rebotan contra los azulejos y...
DOS ...Rodríguez se ducha con la puerta abierta y el televisor encendido y continúa el recuento de víctimas en la catástrofe de la semana británica. Y un nuevo análisis de las calenturas de la moción de censura a Rajoy (donde todos se arrojaron wiki-citas literarias como si fuesen esos jaboncitos que nadie quiere agacharse a recoger). Y febril despacho anticipando el refundante o refundiente congreso federal de PSOE (con muchos próceres ausentes o de pasada) para entronar a Pedro “Renacido” Sánchez. Y Trump recalentando la Guerra Fría con Cuba. Y toda esa gente (misterio: siempre hay un argentino) arrimándose a cámaras y micrófonos para exudar profundidades del tipo “Ay, qué caló”. Y Rodríguez escucha que en Madrid se ha evacuado un colegio de nombre Neil Amstrong porque sus alumnos –desorbitados y lunáticos y eclipsados– sufrieron golpes de calor y patadas de canícula y crisis de ansiedad. ¡Escuela de calor! Y que –a unos pequeños pasos para ellos pero como si fuesen varios grandes saltos bajo las radiaciones 3D, los spinners girando en sus deditos– el sitio más cercano con refrigeración que había para que se repusieran era... un tanatorio. Sí: los muertos de calor junto a los fríos muertos y, supone Rodríguez, más nervios para alguno de los niños. Pero así están las cosas en la ardiente y CinemaScope España donde, después de todo, se filmó buena parte de la tórrida y desértica Lawrence de Arabia. Ahora, aquí, de nuevo las recomendaciones de funcionarios gubernamentales rancios, como el Consejero de Sanidad de Madrid aconsejando como “terapia ocupacional muy importante para los niños” la recuperación/manualidad con papel del muy patrio y Loco Mía abanico para combatir las altas temperaturas en aulas mal acondicionadas para estos malos trances. “Haciéndolo como lo hacíamos cuando éramos pequeños, dobla, dobla, dobla y tienes el abanico”, instruyó el hombre que cobra del dinero público recaudado por Hacienda. Organismo impositivo que se ha lanzado a por Cristiano Ronaldo quien, con calentón, niega toda defraudación, siempre con ese aire de estar barnizado en varios capas de gel de ducha, y que ahora –defraudado porque no lo defienden– parece querer probar climas nuevos y paraoasis fiscales lejos del Real Madrid. Mientras tanto, derritiéndose en esos pupitres, los maniáticos más que manuales jóvenes no pueden dejar de mirar las pantallas de sus teléfonos móviles preguntándose cuánto falta para que se estrene la app que sirva para ducharse.
TRES Las ideas de Rodríguez, claro, son más vintage o anticuadas, según se las mire del lado del sol o del lado de la sombra. De ahí que –bajo la regadera, silbando el cui-cui-cui que compuso Bernard Herrmann para el apuñalador empelucado Norman Bates– Rodríguez piensa en un libro sobre la historia universal de ese determinado espacio. Algo que te vuelva muy ducho en duchas (y que te evite estos estúpidos e insolados juegos de palabras) con un título como The Shower Show: A History of Drops Keep Fallin’ On Your Head. Uno de eso volúmenes de divulgación científico-histórica que ensamblan tan bien los ensayistas norteamericanos y británicos y que escasamente se producen en español. Incluyendo desde canciones perfectas para cantar en la ducha (hay muchas listas en internet, destaca “Splish-Splash”, de Bobby Darin, 1958), cuadros célebres (“Man in Shower in Beverly Hills”, acrílico de David Hockney, 1964), una apreciación de la ducha en la obra de Stephen King (en Carrie y en The Shining) y, por supuesto, los últimos hallazgos histórico-sociológicos sobre el acto en cuestión. Todo lo que Rodríguez ha venido averiguando durante el desierto ardiente de estos días que te adelgazan a gota a gota gorda. Como que la ducha es buena porque activa las conexiones cerebrales y nos centra en nosotros mismos y produce más dopamina y estimula la imaginación (de ahí, tal vez, las ganas de masturbarse bajo la lluvia doméstica, piensa Rodríguez). Que la ducha despierta por las mañana y relaja por las noches. Que los brasileños se duchan mucho y los chinos poco y los franceses (contrario a lo que se mitifica) una vez al día; que en Suecia las mujeres se lavan menos que los hombres; y que los españoles son los más ducheros del continente pasando allí unos 12 minutos promedio. Que ducharse mucho (resultado de una exitosa maniobra de marketing de los fabricantes de productos para el aseo personal y del incremento de trabajo en fábricas a finales del siglo XIX) es malo para nuestra piel y elimina a una cantidad de micro-organismos benéficos para el mantenimiento de nuestro envase y manto lipídico. Que es un ahorro importante de líquido vital (80 litros contra los 150 litros de agua de un baño de inmersión). Que la ducha perfecta se elabora con agua tibia y jabón que no supere el 5.5 de PH y esponjas suaves. Y que la ducha fue inspirada por las cascadas naturales y diseñadas por los muy higiénicos egipcios y mesopotámicos y perfeccionadas por griegos y romanos hasta, en 1767, ser patentadas en Londres por un tal William Feetham. Después el clásico modelo Regency, y así hasta llegar a esas cortinas tan graciosas que emulan al diseño de un perfil de Facebook con recuadro transparente para que uno asome la cabecita pensando en móviles anfibios que te permitan tuitear bajo las aguas y no malgastar tu tiempo leyendo incomprensibles etiquetas de shampoos escritas en nadsat o en bloomsday. O pensando en algo importante. O masturbándote. Aunque, mejor, aquella app duchante mencionada más arriba, ¿sí? Rapidito.
CUATRO Pero, finalmente, lo del principio y lo que falta para el final, porque ésto recién empieza: el calor y la novedad de que la primera ola rompiente haya llegado a la orilla en primavera. Y, en este contexto y paisaje, la ducha no es más que una nota al pie (y de pie) del calor. Aunque ahora Rodríguez esté acostado y disuelto, como si, descompuesto en el desierto, un principesco y agobiante rubiecito (no Bieber) se le acercase a pedirle que le dibujase un cordero. Y ahí él, contando ovejas, la toalla como un paño de lágrimas, todo el cuerpo llorándole. Hasta que rompa la mañana y, yendo de la cama al baño, tropezando como ciego sin lazarillo y, mirándose en el espejismo del baño, se diga a sí mismo eso de “Levántate y anda y dúchate”.