Hacía pocos meses que había llegado como embajadora al Reino Unido cuando nos enteramos de que el periodista australiano Julian Assange, fundador de WikiLeaks, sorpresivamente buscó asilo diplomático en la Embajada de Ecuador en Londres. Rápidamente me organicé para visitar la embajada, cercana a la residencia argentina y prestar solidaridad a la embajadora del Ecuador, Ana Alban. El edificio estaba rodeado ese día por más de cuarenta móviles de la policía y el Foreign Office había amenazado hasta con incursionar en la embajada.
Pocos días después, hubo una sesión especial en la OEA para tratar el caso, donde nuestro canciller Timerman hizo una brillante defensa del derecho de asilo, institución de raigambre latinoamericana que Ecuador valientemente ejerció. Los embajadores de la región nos convocamos esa tarde en la embajada del Ecuador para ver juntos la sesión por televisión y allí se acercó tímidamente a la mesa el joven Assange. Me interesé por su caso y pude comprender rápidamente que lo perseguían por haber revelado secretos del Departamento de Estado: crímenes de guerra, muertes de civiles, centros de detención y tortura de los Estados Unidos, y los cables diplomáticos donde estaba registrado por escrito lo que siempre supimos: el constante nivel de injerencia de los EE.UU. en cuestiones de política interna que afecta, entre otros, a los paises latinoamericanos. Dos mujeres suecas con quienes Assange tuvo relaciones casuales se prestaron a denunciarlo por presunto acoso, y esas denuncias pretendieron sustentar una persecución judicial sin cargos y el pedido de extradición a Suecia. De allí sería extraditado a Estados Unidos, donde hay todo tipo de amenazas; recordemos que Hillary Clinton había sugerido mandarle “un dron”. A todas luces, los alegatos de acoso de esas mujeres eran falsos de toda falsedad. Debe repugnarnos a las feministas que los hombres en el poder manipulen nuestros derechos para criminalizar a un inocente por razones políticas.
Desde entonces y hasta mi partida de Londres, he visitado regularmente a Julian, nos hicimos amigos, celebramos Navidad y Año nuevo juntos con amigos, mi hija y mi perro, y aprendió a comer empanadas y alfajores de dulce de leche con nuestra misma avidez.
A su alrededor suele reunirse gente interesante y sensible a debatir sobre el presente y tuve la oportunidad de conocer a periodistas como John Pilgier y el gran Gavin Mc Fadyen del Centro de periodismo de Investigación (CIJ), al cineasta Ken Loach, a abogados especializados en derechos humanos, artistas y filósofos. He insistido para que tomara clases de español y guitarra para paliar su aislamiento, pero su respuesta ha sido siempre idéntica: no tiene tiempo, esta trabajando.
Es que este hombre -un héroe de nuevo tipo- se aboca día y noche a la ardua tarea de revelar a la humanidad la información que le llega de distintas fuentes, chequearla y hacerla conocer. A diferencia de otros, no discrimina la información que recibe, la democratiza entre los hombres y mujeres del mundo entero, sin sesgos, cálculos personales ni tendencias partidarias.
A cinco años de su reclusión -y esta vez sin poder llevarle, como otras veces, una torta con el número de días pasados inscriptos en el fondant- celebro la vida y el trabajo de Julian Assange. Abogo por su pronta liberación. Entre las paradojas de este siglo, acosados por las “noticias falsas”, la manipulación de la información y la mentira, lamentamos que la sociedad acepte la reclusión de un soldado de la verdad.
* La autora es ex embajadora argentina en Londres.