“Vivimos en el consumismo desenfrenado y, esto puede parecer medio naif, pero de todo lo que compramos, la comida es lo único que va a formar parte de nuestro cuerpo y no le damos bola. Pasamos media hora inspeccionando la suela de una zapatilla antes de comprarla... y comemos cualquier cosa”. Nicolás Artusi pensó mucho en lo que se come e invita a seguir sus pasos. Quiere que se ponga pausa en el acto elemental y se le dé sentido. Propone disfrutar de ese acto lleno de pequeñas historias, con un libro que en alguna de sus lujosas 407 páginas bautiza “literatura de las primeras cosas”: del banquete más grande o de los primeros que decidieron comer tres veces por día.
Café de por medio, como no podía ser de otra manera, este periodista, sommelier de café y conductor de múltiples programas en radio y televisión, habla de su último libro Cuatro comidas. Breve historia universal del desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena (Editorial Planeta), una obra que le llevó dos años de trabajo “neto”, y de la trilogía de la que es parte.
Cuatro comidas conjuga su pasión por la comida, los viajes, un vasto conocimiento de cultura general, el gusto por la anécdota y el dato, así como el rescate de la memoria personal.
–¿Por qué este libro? ¿Cómo surgió?
–Es inevitable hablar del género cuando me preguntan eso. Cuando yo escribí mi libro anterior, Café, que es la historia del mundo contada a través del café, lo que quería era experimentar con un género híbrido, algo que los yankees hacen muy bien, y que acá no está tan explorado. Que es mezclar una especie de antropología fácil, cultura popular, historia, crónica y memoria popular. Entonces, como yo soy tan fanático del café, cuando escribí el libro del café dije “no quiero que sea un libro tipo Wikipedia: todo lo que hay que saber del café”. La manera que se me ocurrió para que fuera un libro de historia literario, fue mezclando todos los géneros. Después de ese libro, quedé muy contento con el resultado y sobre todo con el experimento. Entonces, cuando dije “¿ahora qué?”, se me ocurrió profundizar en esa senda. Ya tenía como una especie de trilogía, de hecho va a haber un próximo libro que va a completar, una especie de trilogía de los recuerdos y la gastronomía...
–¿De qué va a ser?
–Un viaje a mis orígenes. Voy a viajar a Italia, a Forlimpópoli, que es un pueblito muy pequeño, siguiendo los pasos de Pellegrino Artusi, que es como el máximo gastrónomo de Italia, que vivió en el siglo pasado. Voy a ir en busca de mis orígenes, que estarían vinculados con el mayor gastrónomo de Italia. Tenemos el mismo apellido y somos de la misma zona. Y voy a aprovechar para contar la historia de la comida italiana y cómo nos influenció a nosotros, porque tanto la pizza como el helado, como el café, como la milanesa y la pasta son las cosas que comemos desde siempre. Pero esta es la segunda escala en esa trilogía y básicamente la dispara una idea, que es esta idea tan equivocada que tenemos de creer que las cosas más cotidianas son así desde siempre, que toda la vida se comió cuatro veces por día, que toda la vida se usó el tenedor, que toda la vida se tomó la merienda. Esa idea es una idea muy equivocada en todos los aspectos... todas las cosas que damos por supuestas las inventó alguien y nosotros no lo sabemos, o fueron el resultado de una transformación cultural muy importante que tampoco conocemos, entonces me pareció una historia linda para ser contada.
–Tiene mucho de búsqueda de la anécdota, de la primera vez...
–Eso me gusta mucho. Ahí se revela el berretín periodístico. Tengo ese lema que aprendí en la facultad: una línea, un dato; un párrafo, una idea. Estuve un año leyendo libros de historia, enciclopedias. Algunos libros sobre gastronomía, que hay bastante publicado en Europa pero acá nada. Sobre todo basándome en la obra de los dos máximos expertos en la historia de la alimentación, un francés y un italiano: Jean-Louis Flandrin y Massimo Montanari. Fue un año neto de elaborar el índice, la piedra basal. Tuve que leer 60 libros. Es un libro de libros. Hoy me decían que se puede leer como literatura. Y me gusta esa idea porque los personajes de este libro serían Ricardo II, la princesa Teodora y yo...
–Y su infancia y sus abuelos.
–Sí, mucho.
–Está la sensación de la historia de la magdalena de Proust dando vueltas en todo el libro...
–Exacto. A mí en lo personal me toca mucho porque mi abuela está muy viejita, y alguna de las cosas que cuento en el libro que ella hace, el año pasado las podía hacer y este ya no. Entonces, eso también a mí me moviliza mucho. Sobre todo porque se tiende ese lazo entre la comida y la infancia. Es inequívoco pensar así. Y también nosotros, los que tenemos esta edad, creo que somos de la primera generación en la cual nuestros padres no cocinaron. Para mi generación, los que tenían el saber de la cocina eran los abuelos. En mi casa cocinaba mi abuela porque mi mamá ya era de la generación de las minas que laburaban.
–Habla de la idea de que eso se siga transmitiendo, la importancia de cocinar en casa...
–Yo no quiero sonar apocalíptico pero insisto mucho en que el temor de que eso se discontinúe. Yo estoy tratando de empezar a cocinar en casa. Nosotros, hijos de madres que trabajaban afuera, cuando nos emancipamos, no nos fue dado el know how de cocinar. Está bien, sabés como hacer una tarta o una milanesa, pero poco más. Yo estoy bastante obsesionado con eso. Primero con el culto a la velocidad. Estoy en contacto con Carl Honoré, que escribió Elogio de la lentitud. Y estoy obsesionado con que la comida, que es indispensable para la subsistencia, no tenga el atractivo suficiente para ser una actividad per se. Vivimos en una época en la cual mientras comemos tenemos que hacer otra cosa: ver la tele, chequear el celular, mirar una película, leer el diario, no nos dedicamos. Eso en el mejor de los casos. En el peor: comer parados en el subte. Cada vez se ve más gente que a la hora del mediodía en el subte está con un tupper o con una bandejita de plástico comiendo en el tránsito de una estación a otra. Eso me obsesiona. Y, por otro lado, vinculado con esta era de ultracapitalismo, donde vivimos en el consumismo desenfrenado y, esto puede parecer medio naif, pero de todo lo que compramos, la comida es lo único que va a formar parte de nuestro cuerpo. Y no le damos bola, pasamos media hora inspeccionando la suela de una zapatilla antes de comprarla... y comemos cualquier cosa. Comemos un choripán en la cancha o comida ultra procesada con miles de colorantes, químicos, endulzantes, emulsionantes y no tenemos ningún proceso reflexivo sobre esto.
Remitiendo inevitablemente a Oliverio Girondo y sus poemas para leer en un tranvía, Cuatro comidas está organizado en ochenta y dos capítulos cortos, como para leer en un viaje en subte. Hay público para eso. Dice Artusi: “Todos comemos y a los argentinos nos gusta mucho hablar de la comida. Acá coincido con el diagnostico de Michael Pollan, que es el principal autor periodístico del mundo, que dice que en esta época hablamos más de cocinar de lo que cocinamos, me pareció que era muy sintomático de la época, ya que hablamos tanto de comida, hay canales 24 horas, ferias, libros de recetas… pero no hay un libro que cuente la historia de la comida.” Y en esa historia tan frondosa, Artusi elige hacer sus propios recortes. Como por ejemplo, rescatar la importancia litúrgica de la comida.
–Para mí eso era muy importante porque hay algo de sagrado, por lo menos para quienes fuimos criados en la cultura judeocristiana, en el acto de comer. De hecho el momento principal de la eucaristía es el pan y el vino, el cuerpo y la sangre. Pero también la Iglesia ha sido bastante consecuente en emparentar la gula con la lujuria, como los dos pecados capitales más imperdonables. Son los dos pecados que hablan del cuerpo, y de la satisfacción insana de los apetitos del cuerpo. Incluso en el habla coloquial, se dice “uy mirá la mina que me comí”; hay infinidad de analogías en el acto de comer y de hacer el amor o el sexo. A mí me gustaba también indagar en eso. Cómo puede ser que, por lo menos para ciertos ojos, sean dos vicios tan emparentados, vicios en el mejor de los casos, pecado capital en el peor. Así como la influencia de la Iglesia que ha sido brutal en la civilización occidental durante tantos años, desde prohibir el tenedor durante tantos siglos por considerarlo un instrumento diabólico o predicar siempre con la idea del ayuno o la temperancia en la comida como una manera de alcanzar la santidad, cuando en realidad lo que te estaban diciendo era “no forniques”, no “no comas”.