“Las palabras son como tiros de revólver, uno dice sí o no y mata.” Este dardo semántico de Jean-Paul Sartre está incluido en Teatro, representación y otras yerbas (Nahuel Cerrutti Carol editor) de Bernardo Carey, una selección de artículos y ensayos que escribió para jornadas, congresos y distintos encuentros en los que participó entre 1990 y 2015. El sistema solar de estos textos es el teatro: mimesis y personajes, palabra e imagen, posmodernidad y crisis, totalidades o fragmentos, el problema de la verdad, la situación del dramaturgo, la experiencia frustrada de Homero Manzi; todo orbita alrededor del teatro, ese amor tan intenso que recela de la inscripción, la huella o el trazo sobre el papel con ambiciones narrativas. “Tengo miedo de empezar a escribir una novela y abandonar el teatro”, confiesa el dramaturgo y narrador, autor de las novelas Adiós a la izquierda (1964), publicada por Jorge Alvarez, y Sucedió en la campaña bonaerense (2014). “Quiero demasiado al teatro para abandonarlo por la novela. Hay un problema espiritual, de negociación conmigo mismo –reconoce Carey en la entrevista con PáginaI12–. Ahora estoy lejos del mundo de la novela; después de la muerte de (Ricardo) Piglia, más aún.”
–¿Por qué plantea que “hoy el creador está antes que la obra de arte” y que incluso “hay creadores sin obra de arte”?
–En esa parte estoy hablando del happening, de aquello que en la obra de arte es algo efímero y destruible, que no tiene permanencia, que no es capaz de ser juzgada por lo venidero, sino que es juzgada exclusivamente por el presente. Escrito en los años 90, es posible que entonces hubiera una fugacidad mucho mayor con respecto a la distancia entre el creador y la obra de arte. El creador creaba para romper, para que no estuviera, para que desapareciera; era como un signo, ¿no? A medida que aumentó la cantidad teatral, aumentó también paradójicamente la permanencia de lo teatral. Hoy en el teatro del Pueblo, salvo lo espectacular de Terrenal de Mauricio Kartun, todas las otras obras duran poco. Cuando yo estrené Cosméticos, mi primera obra, iba en el Payró de martes a domingo. Hoy no se produce eso, incluso espectáculos con cierto peso van un día solo. Mientras que los autores tienen más permanencia que la obra misma. Uno está más cerca de los que producen que de lo producido.
–En “Palabra e imagen teatral” advierte que “los autores, desautorizados, erramos desorientados con nuestro bagaje de palabras entre la aquiescencia cómplice del establishment y la indiferencia activa del underground, sin ya ni siquiera migajas Nobel a las que aspirar”. ¿Cómo explica esta pérdida de autoridad, esta desorientación?
–Yo estoy hablando del autor cuasi literario. Había una controversia entre la palabra y la imagen. Quizá hoy eso está más ensamblado, no lo sé, es posible; pero en ese momento había una dicotomía muy grande. El teatro de la imagen había invadido nuestros medios, nuestra ciudad de Buenos Aires, y la palabra estaba desautorizada al mismo tiempo. Hoy está en boga el director-autor, pero en esa época no estaban juntos director y autor; se han conciliado ambos términos.
–¿Cómo ve al autor teatral que escribe en escena, ensayando con los actores?
–Me parece excelente, estéticamente valioso en el plano artístico. Como pienso que la relación con el público es fundamental para el arte teatral, la complejidad del hecho estético está dada por la presencia del espectador, incluso el mensaje que te manda el espectador sentado. El director-autor está más en relación con el espectador que lo que estaba el autor literario, que escribía desde el escritorio. Pero no estoy seguro de que sea positivo porque el público es parcializado y escaso. O hay una carencia con respecto a la relación con el público o hay un público más indiferente que el que había antes.
–El público teatral, en las obras más pequeñas, puede alcanzar a unas 50 personas, una cifra que no es escasa porque el teatro tiene un público intenso que va circulando por las obras.
–Sos optimista, está bien. Quizá lo que nosotros queremos es algo imposible de tener: una cancha de fútbol llena de gente. Eso fue una ilusión. Yo con Manzi, la vida en orsai fui masivo, pero es excepcional en mi escritura. No sé si era lindo ser masivo… fui masivo por Manzi, porque él era masivo.
–A propósito de Manzi, ¿por qué lo revindica como dramaturgo por “La novia de arena”?
–¿Te parece una reivindicación? Ese texto está escrito con cariño… Nunca se le reconoció en vida su gran valor poético. Ulises Petit de Murat, con quien escribió esa obra, estuvo mucho tiempo en México, y tiene un libro muy bueno sobre técnica cinematográfica, que creo que era lo que le enseñaban en México. Yo creo que trataron de estar a la moda de la época de los teatros oficiales, aunque no fue la mejor experiencia que podrían haber tenido. Muchas veces ni la crítica, ni el público, ni los actores, ni el propio autor sabe leer su propia obra.
–En uno de los ensayos cuenta que no pudo leer “Mythologies” de Roland Barthes, libro que le prestó Oscar Masotta. ¿Por qué los libros de semiótica le parecen “ladrillos”?
–Me aburren (risas). Tendría que tener una explicación un poco más académica, debo haber escrito eso en un momento de pasión. Uno ha seguido cierta filosofía del hombre, pero cuando hay que analizar las palabras como las analiza la semiótica, me quedo afuera. No la puedo incorporar, me resulta aburrida. Yo soy capaz de pasarla bien con un libro engorroso de filosofía, pero no con esa escritura semiótica, que estuvo muy de moda en los 90. El libro que me prestó Oscar estaba en francés, porque en español salió como diez años después. Oscar descubría todo, era un genio en eso. Como era sordo, él hacía hincapié en su sordera. Y le convenía porque había cosas que le decían y que no las escuchaba porque era sordo…
La picardía chispea por los ojos celestes de Carey, que sonríen como si relampaguearan. Hay una alegría retrospectiva en el modo de recordar momentos de su juventud. Si hubo un trío crucial en su formación sentimental fue el que conformó, en los años 50, con Juan José Sebreli, Oscar Masotta y Carlos Correas. “Yo vivía solo en un caserón y era amigo de Sebreli, de Correas y de Masotta. Al único que le daba la llave y le decía ‘vení a la noche y quedate a dormir’ era a Masotta. A los otros dos no, porque tenía miedo de que vinieran con un chongo y se me armara lío con los verdaderos dueños de la casa, mis tíos, que eran muy oligarcas –aclara el dramaturgo y narrador–. Siempre había peleas: ‘¿por qué Oscar puede venir y nosotros no?’”.
–“El mundo es hoy una bisagra, quizá, ojalá, a la manera del Renacimiento”, dice en uno de los textos. ¿Una bisagra hacia qué?
–Quizá deba revisar ese texto y decir que el mundo siempre es una bisagra, no solo mi época. Hoy creo que, pese a lo que se dice sobre la lucha de las clases, que la lucha entre el mundo capitalista y el mundo socialista desapareció, existe el mundo de la gente y el mundo de la protesta. Pienso la bisagra como una contradicción que crea la puerta. En estos años de vida que tengo todo ha cambiado una enormidad y creo que va a seguir cambiando. El cambio está metido no solo en la época, sino en el contenido de la vida. El cambio es mejor para lo efímero de la vida. Es mucho más divertido vivir en un momento de cambio que vivir mirando el atardecer o el amanecer.
–¿Por qué dice que el término “burgués” fue retirado “puntillosamente” de las discusiones?
–La clase social también se abandonó, pero la inflación es un índice de la lucha de clases. La inflación patentiza la lucha de clases porque es una lucha entre el precio y el consumidor en última instancia. Cuando la inflación se para es porque generalmente uno de los dos triunfó: el de arriba lo cagó al de abajo. La palabra burgués es malinterpretada incluso por los que están en contra de la situación del poder actual. La palabra burgués parece una palabra del siglo XIX. Nadie dice que 1810 fue una revolución burguesa, como lo fueron muchas otras revoluciones en muchas partes del mundo, a principios del siglo XIX. Todas las monarquías que cayeron fueron reemplazadas por burguesías. La palabra burgués ha perdido prestigio y se habla de un burgués como si fuera simplemente un señor que está en camiseta, sentado en la puerta de su casa viendo pasar a un vecino, ¿no? Me parece que eso deterioró el concepto de burgués, que no es nada más que habitante de los burgos. Lo burgués es bien de este siglo, que lo burgués tiene prevalencia, filosofía y modo de vida.
–¿Qué sería del teatro sin una burguesía?
–No existiría… o existiría pero con otras limitaciones. Cuando teníamos veinte años, aspirábamos a tener al proletariado mirando los espectáculos. ¡Cuánto falso concepto! Realmente el teatro vive por la burguesía. El teatro San Martín, el teatro Cervantes, los teatros oficiales, son teatros que viven gracias a los burgueses de buena voluntad, que van además a aceptar que los escupan y que los critiquen. ¿Cómo te despojás de la particularidad más distintiva de la época? No te podés despojar. Yo soy un pequeño burgués con pensamiento crítico, creo yo… Después venís vos, me empezás a leer y preguntar y dudo (risas).
–“Sin crisis no hay creación”, advierte en uno de los ensayos. ¿Qué implicancia tiene esta afirmación hecha por un escritor y autor teatral de un país como Argentina, que siempre se ha pensado en crisis?
–Nosotros sentimos la crisis porque estamos en Argentina. Pero el portugués siente la crisis porque está también en Portugal. Me parece que es medio como una morralla que llevamos todos en el hombro. Hoy se conocen mucho más los límites que lo que se conocían antes. El descreimiento de que hay otra vida después es más profundo o tiene una configuración filosófica más grande que la que tenía antes. Occidente vive en crisis. Yo estoy muy enojado con la burguesía empresaria argentina, que no entiende nada y hace las cosas con tanta naturalidad que no tiene un concepto de lo que está mal o lo que está bien. Me parece que no tienen demasiada vida, que es esporádico, que quizá se ha dado de una manera singular porque algo parecido pasa en Estados Unidos con Donald Trump: empresarios que manejan con conceptos empresariales el Estado y la gente de un país. ¡Qué brutos son! Tienen poca vida, soy optimista en eso. En última instancia, creo en el cansancio de los habitantes de este país, porque además los están quebrando económicamente.
–Para poner un poco en cuestión su optimismo, Carlos Menem fue relecto cuando el sistema productivo del país había sido aniquilado y había una alta tasa de desocupación.
–No creo que la historia se repita. Yo creo en las reservas de la gente. Cada vez son más los que están muy condicionados económicamente. Me parece que va a ser muy difícil que pueda enraizar la permanencia del pensamiento del poder actual en los habitantes. Mencionaste el ejemplo de Menem, pero Menem cayó. Es imposible desde el punto de vista de los negocios, porque le caga los negocios a la burguesía si no hay mercado interno, si no hay consumo, si no hay nada. No creo que nos podamos convertir en una elite económica que maneja signos que no son cotidianos. Pero no tengo elementos para convencer. Quizá sea una impresión. O un deseo.