Terreno conocido. Gente del común lucha contra la insensibilidad de los servicios sociales para mitigar, aunque sea en parte, sus serios problemas laborales. ¿Terreno conocido en el cine de Loach o en la realidad del Reino Unido? ¿O en la realidad a secas? Todo eso, seguramente. Y todo eso está ligado: las películas del ya octogenario realizador de Riff Raff y Tierra y libertad tienen, como los cinéfilos saben de sobra, estrecha relación con la realidad social. Y Yo, Daniel Blake, que es la más reciente, no es la excepción. Por otra parte, a los 80 (o 79, edad que tenía cuando la filmó) uno no se pone a innovar demasiado. Así que quien halle aquí ecos de películas previas –Ladybird, Ladybird; Mi nombre es todo lo que tengo, sobre todo– estará en lo correcto. No sólo por aquella batalla en desventaja contra el sistema sino por el otro gran tema que le interesa desarrollar a Loach, el de la solidaridad de los desaventajados. Lejos de todo nihilismo, el cineasta de Raining Stones y La canción de Carla sigue siendo un esperanzado a pesar de todo. No por nada la otra película que estrenó casi al mismo tiempo que ésta fue el documental In Conversation with Jeremy Corbin, lanzada en plena campaña electoral en su país.
Daniel Blake (el extraordinario Dave Johns) tiene 59, pelo completamente blanco y un corazón en riesgo. Su cardiólogo le indicó que no debe trabajar, por lo cual necesita de la asignación estatal. Pero esto no es tan sencillo, porque hay ciertos formularios que deben completarse online y Daniel es ciber-iletrado. Además de eso, Kafka parece haber intervenido en la confección de las disposiciones de la ayuda estatal británica, por lo cual Daniel debe presentar pruebas de haber dedicado nada menos que 35 horas semanales a la búsqueda de un empleo que no está en condiciones de asumir. Cuando después de andar mucho (el empleo no abunda y en general no buscan candidatos canosos) Daniel encuentre un ofrecimiento, deberá explicar que era todo de mentirita. Además, la empleada parece una discípula inglesa del personaje de Gasalla, lo cual complica más las cosas.
De hecho, Daniel conoce a Katie (Hayley Squires) cuando esa misma empleada se niega a atenderla porque llegó tarde, por más que la chica, que carga con dos hijos, explica que viene desde 500 kilómetros de distancia. Solidaridad entre pares: frente a la indiferencia vacuna de la mayoría, Daniel reacciona y sale en defensa de la chica. No servirá de mucho, pero de allí en más Daniel, que es carpintero, se ofrecerá para hacerle unas refacciones en su deshecho departamento. No intentará aprovecharse: los trabajadores de Loach (algo semejante sucede con unos africanos, vecinos de Daniel) son buena gente, de la que ya casi no se ve. ¿Idealización? Tal vez. Allí está un vigilancia de supermercado, que intenta aprovecharse de la situación de Katie, para volver las cosas a la realidad.
Contrariamente, el viudo Daniel confiesa que no sabe vivir sin su ex, y acaricia una vieja foto de ella, aunque fuera una mujer “difícil”. Y además es rebelde: en la escena que más orilla con la demagogia, Blake denuncia con aerosol a la gente del servicio social, convirtiéndose en héroe de los que andan de a pie, que lo ven un poco como los presos al Darín de Relatos salvajes. Aquí aparece también un detalle que a Loach y Paul Laverty (su guionista desde hace veintiún años) se le debe haber ido de las manos: el admirador más eufórico de Daniel es un tipo que ve en él al desocupado “blanco” que se atrevió a denunciar la falta de trabajo, “robado” por los inmigrantes pobres. Glup. Habría que haber puesto a este personaje en algún contexto, porque así como está se corre el riesgo de que lo aplaudan.
El estilo de Loach, tildado en ocasiones de televisivo siempre se caracterizó por una fluida elegancia, hecha de planos ligeramente distantes, escasos saltos, iluminación pareja, la menor cantidad de cortes posibles y una manifiesta continuidad visual. Todas esas marcas pueden hallarse aquí. También, lamentablemente, una concesión por el grosor dramático que en ocasiones aparece y acá adquiere la forma de un exabrupto final al que, por oposición al deus ex machina podría llamarse divus ex machina: una desgracia salida de la nada, para darle moraleja a un cuento que no la pedía. Aun así, a Yo, Daniel Blake le dieron la Palma de Oro en Cannes 2016, la segunda que gana Loach después de la magnífica El viento que sacude el prado (2006).