Un don excepcional intenta, aunque nunca logra del todo, ser demasiadas cosas a la vez: drama familiar, película de juicio, relato “inspirador”, registro ficcional de un don real que, muy fácilmente, puede transformarse en maldición. Dirigida por Marc Webb –que algo de chicos y jóvenes prodigio conoce, habiendo rubricado las dos primeras entregas del nuevo Hombre Araña–, la historia de Frank Adler (Chris Evans) y su superdotada sobrina Mary no se corre de una fórmula narrativa tan convencional como previsible. De hecho, hay algo tanto o más hollywoodense en el trasfondo que aquello que ocurre en la trama. La soleada California ha sido una incubadora de talentos infantiles desde los tiempos del cine mudo y la jovencísima Mckenna Grace es dueña, a pesar de contar con apenas 10 años, de una extensa filmografía. No resulta difícil equiparar los problemas y conflictos de su personaje –capaz de resolver complejísimas ecuaciones a tan tierna edad– con los de cualquier niña/o actriz/actor inmerso en semejante maquinaria industrial de producción cinematográfica, lejos de los placeres simples de una infancia como cualquier otra.
En la pantalla, la vida de Frank y Mary cambia radicalmente cuando la jovencita (hija y nieta de grandes mujeres matemáticas) ingresa finalmente en la escuela primaria, donde ya desde el día uno es evidente que la alumna se siente como pez fuera del agua. “¿Cuánto es uno más uno?”, pregunta la maestra con forzada candidez y el rostro de Mary se tuerce en un gesto que alterna la burla con un inconsciente desprecio. El guion de Tom Flynn mezcla traumas familiares (la madre de la chica murió en circunstancias trágicas; la abuela reaparece y resulta ser una obsesiva del entrenamiento académico, para peor británica) con la lucha legal por la tenencia de la menor y le agrega, como no podía ser de otra manera, una subtrama romántica que no hace más que complicar la relación entre tío y sobrina. Ahí está también la vecina cariñosa (la oscarizada Octavia Spencer), dueña a su vez del trailer park donde viven, para mayor enojo de la sofisticada abuela. Y la mascota entrañable, desde luego, un gato tuerto que hará las veces de impulsor del suspenso durante el último acto.
¿Explotar al máximo las habilidades y ser el más grande entre los grandes, con el riesgo de perder uno a uno los trazos de humanidad, o intentar vivir una vida lo más “normal” posible, dadas las circunstancias? El maniqueísmo de base de Un don excepcional –ideal para sinopsis y taglines de ocasión– es quebrado sólo en parte por un reparto que logra componer a sus criaturas con ese naturalismo tan típicamente verosímil del cine estadounidense. Pero la construcción dramática y resoluciones de manual (los últimos tres planos del film son particularmente banales) coartan cualquier posibilidad de libertad narrativa, y acechan a Mary y demás personajes casi desde el primer minuto de proyección.