Hay formatos que se resisten a desaparecer, a dejarnos en paz. Uno es el que asocia nazis con Argentina, un lugar común irresistible para los diarios, para la web, para los medios de todo el mundo. Si hay un yeti en Nepal y un dinosaurio en un lago de Escocia, hay nazis en Argentina aunque el calendario marque que ya deben ser todos centenarios. Y no importa si Néstor Kirchner exorcizó los fantasmas apenas asumió, abriendo los archivos de Migraciones y revelando el tamaño real –enorme, de a decenas de miles– de la llegada de ustashas, fascistas y nazis. Y no importa que este sea el país de la memoria, el único que enjuicia genocidas. Que Argentina sea un país con nazis, de nazis, es divertido y vende.
Por eso el anticuario Carlos Olivares terminó siendo noticia en medio mundo, hasta en medios que deberían ocuparse de otras cosas. El nueve de este mes, la policía le allanó dos locales y su casa en busca de objetos cuya venta internacional está prohibida. Las noticias son confusas, extrañamente confusas como cuando se entra en el universo paralelo del amarillismo, pero parece que Olivares vendió objetos de una cultura prehispánica argentina en Europa o a europeos. Los objetos fueron detectados e Interpol pidió que interviniera la policía argentina.
Los convenios internacionales sobre contrabando de objetos arqueológicos son muy claros y duros, y buscan evitar el saqueo históricos de países ricos en pasado y pobres en presente. Los campesinos andinos, como los egipcios, saben que encontrar una tumba antigua es un pasaporte a la riqueza relativa, a comprarse una moto, mandar un chico a la escuela. Los gringos pagan y los huacos inician un viaje a galerías de arte discretas, secretas, de las que no dan recibo.
Argentina no sólo es signataria de estos convenios mundiales sino que tiene sus propias leyes locales y como sabe cualquiera que haya intentado sacar legalmente una vasija del país, se aplican. A Olivares, según el gobierno, le encontraron piezas de la cultura Condorhuasi de Catamarca y además estatuillas chinas y 40 momias egipcias de animales. Pero lo que causó impacto fue que tenía además una colección de veinte objetos nazis, para mejor escondidos en un cuarto cuya entrada estaba oculta detrás de una biblioteca. El detalle romántico espesó la historia y Olivares terminó hasta sospechado de infringir la ley 23.592, que penaliza actos discriminatorios.
Si las piezas son legítimas –y el abogado del anticuario procesado lo pone en duda– sería interesante que la justicia explique de qué manera es un acto discriminatorio tenerlas bajo siete llaves, tan fuera de la vista que están en un romántico cuarto secreto. De hecho, vender objetos nazis no es un delito, como sabe cualquiera que se inicie en la filatelia y descubra que esos paquetes de estampillas baratas que sirven para llenar el álbum siempre incluyen las del Tercer Reich.
Pero la zoncera mayor es la que ya se está adhiriendo a los objetos fotografiados, incluyendo un calibre curvo que “habría” pertenecido al doctor Mengele, que “habría” andado midiendo cráneos criollos en su exilio sudamericano. Lo que se olvida es que por doce años hubo en Buenos Aires y en tantas capitales del mundo una embajada alemana que hacía volar en un mástil la bandera nazi, que era la bandera nacional de Alemania. En Argentina, como en tantos países con inmigrantes alemanes, existía un Bund, una colectividad “oficial” que entre otras cosas hacía actos nazis y era ferozmente criticado por el Argentinische Tageblatt, el diario alemán antinazi. Ese Bund repartía libros infantiles para mostrarle a los pequeños argentinos rubios que Adolf Hitler era también su esperanza, libros que parece que Olivares también tenía en venta.
Y esa embajada, ese Bund, se adornaba con águilas de bronce, regalaba a emigrantes ilustres, o al menos ricos, dagas de ceremonia con svásticas, ponía arriba del escritorio relojes de arena con el símbolo nacional estampado y, en general, producía todo el cotillón nacional que se te pueda ocurrir, de estampitas a escarapelas. Como ya sabemos en qué terminó ese disparate racista y belicista, es revulsivo ver la svástica que siguen luciendo estos miles de objetos abandonados por acá después de la guerra. Esos objetos, promovidos a reliquias, fueron y son coleccionados por filonazis, como un político bonaerense que en los años setenta invitaba a su estancia a ver su espectacular arsenal de Lugers y Walters, sus vitrinas con uniformes alemanes, sus bandejas interminables de condecoraciones y su panoplia de banderas del Reich y sus cuerpos armados. Son coleccionados justamente por su repugnancia, por saber en qué terminó la historia.
Que este coleccionismo y el comercio de estas colecciones sea un delito será jurisprudencia nueva, algo a determinar como no es necesario determinar que los huacos y las momias no son de venta libre. Mientras tanto, ya sería hora de enterrar el binomio Argentina-nazis, el amarillismo del cuartito secreto, la pasión infantil por encontrar bases secretas y submarinos en los médanos.