Se preocupó de no fallar y por eso apostó doble. Se cortó las venas de sus dos muñecas con una hojita de afeitar luego de tomar un montón de pastillas de esas que prometen un knock out químico. Tenía 48 años. Quién sabe si se desvaneció o si fue consciente de su agonía. La sangre sale lenta y la muerte se demora. Fue el 26 de julio de 1971. No dejó ninguna nota. No dio explicaciones. Sucedió en Nueva York, el lugar donde nació y en el que pasó toda su vida. La misma ciudad donde encontró, primero caminando como vagabunda por las calles, a quienes retratando convertiría en personajes inolvidables de sus fotografías, un ejército de seres diversos, lejanos al ideal encorsetado del pretendido sueño americano. La verdadera pesadilla. Los llamaron monstruos. Ella prefirió mirarlos a los ojos mientras cautivaba sus miradas y registraba sus cuerpos para inmortalizarlos. Se atrevió a conocerlos recién a los 33 años, la edad de Cristo. Cuando crucificó para siempre su carrera como fotógrafa de modas, un trabajo que compartía con su marido. El tipo del que se enamoró a los 13 y con el que se casó a los 18 y con el que tuvo dos hijos. El que le regaló su primera cámara durante la luna de miel. Salió del estudio para dejarse llevar por los cauces arrumbados de la ciudad y sus habitantes. Cerró los ojos para volver a abrirlos. Descubrió otro mundo. O mejor el mundo. Allí donde todxs somos otrxs. Ella lo vio antes que nadie. Fue valiente. Fue lúcida. Fue un escándalo. Provocó miedo. Sucedió en 1956. El mismo año en el que Grace Kelly se convirtió en la Princesa de Mónaco y en el que Elvis grabó su primer vinilo, I Was the One. Allí salió a la calle, a estrenar su mirada impiadosa con la que creó una obra que cambió la fotografía para siempre. Luego de sus retratos ya nadie puede apuntar la lente pretendiendo inocencia. Ella, sin embargo antes durmió una larga siesta, como domesticada. O disimuló.
La cuna de oro
Diane nació princesa en Nueva York en 1923. Su madre, Gertude Russek, heredera millonaria del almacén Russek, una tienda de ropa de lujo en la Quinta Avenida, se enamoró de un “lacayo”, un joven que vestía los maniquíes de la vidriera y con él se casó sin importarle la resistencia de su familia y la cifra chistosa de su cuenta bancaria. El joven, David Nemerov, le sacó jugo a su matrimonio y llegó a ser director de la empresa. Gertrude se dedicó a sí misma, a verse hermosa aunque tuviese que pintarse como una puerta y a viajar por el mundo sólo para ir de compras sin entrar jamás a un museo. David, el ex vestidor de maniquíes, fue un dotado para captar las nuevas tendencias. Gertrude podía disfrutarlas y presumirlas, despertándose al mediodía sin dejar la cama antes de las tres, la hora de la siesta, luego de lo cual hacía lo que más le gustaba: mirarse al espejo. Bajaba a la calle para subirse a su coche lujoso donde su chofer la esperaba y la conducía hasta su tienda, los almacenes Russek, donde llevaba adelante el único papel que le encantaba, el de dueña. Para Diane, su madre fue un cuerpo sin abrigo y su padre un hombre distante, dedicado a hacer dinero y más dinero.
En ese desamparo donde la única cuna eran los dólares creció Diane junto a su hermano Howard Nemerov, tres años mayor que ella, quien se convirtió en un prestigioso y premiado poeta. Los hermanos desarrollaron una complicidad que siempre se consideró incestuosa pese a los múltiples ocultamientos de la familia. Como apunta el último biógrafo de Diane, Arthur Lublow (Portrait of a Photographer, Cape, 2016), Nemerov en el entierro de su hermana leyó un poema donde repetía seis veces la palabra secreto. Lublow también asegura que el incesto comenzó en la adolescencia y duró hasta la muerte de Diane.
Diane Arbus era bella. Su personalidad, filosa. Los retratos que hay de ella la muestran sólida e inquisitiva. La evolución de su rostro es notable. Retratada la retratista a lo largo de su vida, fue endureciendo la carne y luego se sumergió en las ojeras, dejando una cicatriz en el aire. Igual que su madre, se casó con un empleado de la tienda, Allan Arbus. Él fue quien puso un estudio fotográfico, independiente del emporio familiar y en 1956 Diane empezó a tomar fotografías en la calle y no volvió a mirar atrás.
El renacimiento
Luego de dejar el estudio que compartía con su esposo y de abandonar definitivamente las fotografías para revistas de moda, Arbus tomó clases con la fotógrafa Lissete Modele quien fue la que realmente contribuyó a cambiar su visión de la fotografía. Durante la misma época en que se desarrollaba el movimiento beatnik y Allen Ginsberg escribía su fabuloso poema “Aullido” donde empezaba diciendo: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas,/arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo,/ hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna…” , Arbus se sumó a esa mirada desgarrada del mundo.
Las más de un centenar de obras que agrupa la muestra que en breve llega al MALBA fueron tomadas por Arbus entre 1956, cuando tenía 33 años, y 1962, una etapa en la que aún no había explotado como una de las mejores especialistas en retratar el interior de los seres humanos a través del exterior, como si cada imagen tuviese una pretensión de tomografía clínica del alma de los modelos. Fue el camino hacia la constatación de que era dueña de un don especial para revelar secretos. Casi la mitad de las fotos que hizo en su carrera son de esta época, pero, perfeccionista como era, decidió almacenarlas y no mostrarlas en público. Almacenadas en cajas escondidas en un rincón de difícil acceso del cuarto oscuro que utilizaba en el sótano de Charles Street, en el barrio neoyorquino del Greenwich Village, las copias en papel permanecieron sin descubrir durante varios años y ni siquiera fueron inventariadas una década después del suicidio de Arbus, cuando el archivo fue catalogado. La mayoría de las fotografías incluidas en la exposición son parte del material que compró el Metropolitan Museum de Nueva York, donde esta muestra que ahora llega a Buenos Aires se mostró por primera vez el año pasado. La compra a las hijas de la artista, Doon Arbus, nacida en 1945 y escritora, y Amy Arbus, nacida en 1954, que trabaja como fotógrafa y debe bastante al estilo de la madre, ocurrió recién en 2007. Fue entonces cuando apareció este tesoro de material inédito –copias, negativos, cuadernos de notas sobre el terreno, correspondencia...– y este primer trabajo seminal comenzó a ser explorado por los archivistas.
En 1956, Arbus adquirió una cámara ligera y fácil de manejar, consciente de que necesitaba un aparato más liviano que le permitiera salir a la calle y mejorar una capacidad latente que necesitaba desarrollar. “Siento que tengo una capacidad muy sutil y un poco embarazosa para mí: creo que hay cosas, que nadie podría ver a no ser que yo las fotografíe”, escribió por entonces Arbus, que decidió hacerse con una cámara de 35 milímetros y recorrer la ciudad-mundo de Nueva York en busca de personajes. Marcó el primer rollo de película como #1, señalando que estaba empeñada en buscar “un nuevo comienzo”. Retratos rápidos, intuitivos, de una sola toma y solo con la luz natural disponible, explorando lugares que conocía y dominaba -Times Square, el Lower East Side, Coney Island-, la Arbus callejera se especializó en retratos rápidos, intuitivos, de una sola toma y solo iluminados con la luz natural disponible. En Diane Arbus: in the beginning hay mujeres inmutables fotografiadas en plano frontal en el autobús; un chico con el torso totalmente cubierto de tatuajes; un hombre con gesto duro mientras está en la playa con su short, sombrero, calcetines y zapatos; una drag queen en el vestuario de un club... Son algunos de los tanteos que prefiguran el estilo y el temario de una mujer que siempre se interesó por lxs distintxs. En la exposición aparecen también media docena de imágenes tomadas en 1962, cuando Arbus pasó al medio formato de una Rolleiflex, porque consideraba que las imágenes cuadradas se adecuaban mejor al estilo que buscaba. Hasta su muerte firmó fotos inolvidables y de una tristeza profunda de enanos, enfermos mentales, gigantes, travestidos y niños peligrosos, como el que sostiene una granada de juguete en Central Park con la cara en tensión.
“Esta primera etapa es una prueba de lo extraordinaria que fue esta artista”, dice el curador de la exposición, Jeff Rosenheim. “Ofrece la oportunidad de mostrar su obra en 35 mm en relación con su obra más tardía y observar que fue Diane Arbus desde sus comienzos. Supo lo que quería de la cámara desde el principio. En 1956 ya tenía una voz. Esto es algo que hasta ahora no sabíamos”.
Dicen de mí
La prestigiosa escritora Susan Sontag (diez años menor que Arbus) fue una de sus mayores críticas y detractoras. En su libro Sobre Fotografía puso de manifiesto la naturaleza predatoria del medio, acusando a Arbus de tomar instantáneas de “gente patética, que despierta compasión, así como repulsiva” desde una posición de la superioridad de distancia y de privilegio. “Fue un crítica torpe”, señaló luego su último biógrafo, Lubow: “Existía mucha ironía en la mirada de la fotógrafa que se dividía entre lo trágico y lo cómico. Se ha pasado por alto el sentido del humor de la fotógrafa, en ningún caso existió una intención de humillar, sí de empatizar”. Jeff Rosemheim, curador de la muestra, sin embargo, cree que Sontag pudo sentir miedo ante una práctica artística que la confrontaba con gente con la que no se identificaba: “Cuando se piensa en Goya, en Velázquez o en Lucien Freud, se observa que han explorado el mundo desde muchas vertientes y no han tenido miedo de hacerlo. Arbus no trataba de señalar los defectos de la gente, sino los de todos nosotros. No se trata de ellos sino de nosotros”, señala el curador. Su obra es por tanto una invitación a la introspección. A confrontar nuestra propia identidad. Con todo lo que escribió Sontag en contra de Arbus, de la que exigía también poner la obra en contexto y pronunciarse políticamente sobre la guerra de Vietnam, a pesar de esto ella también finalmente fue retratada por Arbus junto a su hijo en una fotografía que es icónica en el álbum familiar de la escritora.
La mirada de las nuestras
Las 12 rastreó a algunas de nuestras más importantes fotógrafas para que nos diesen su punto de vista sobre la obra de Diane Arbus. Así Adriana Lestido, consumada retratista y creadora de series poderosas que ya forman parte de nuestra historia visual, dijo: “¿Cuántas veces se puede mirar una imagen y tener la sensación de que es nueva cada vez? ¿Que esa imagen, que tanto conocemos, nos descubra siempre algo nuevo? ¿Cuántos artistas, cuando una entra en su mundo, provocan tal resonancia en el nuestro que después del encuentro ya no somos los mismos? Eso es creación. Y eso es Diane Arbus para mí. Una mujer en extremo vulnerable, pero que como ella misma decía, cuando miraba a través de la cámara no tenía miedo. Una artista inagotable, perturbadora, inmensa, que con su entrega total nos permite ver el otro lado, la sombra, algo más de nuestra condición humana. Y así sin quererlo ni proponérselo nos ayuda a completarnos. Celebro de corazón que esté aquí”.
Por su parte, Gaby Messina que más de una vez reconoció en su obra la influencia de Arbus, expresa: “Atreverse a sumergirse honestamente en el mundo de Arbus, requiere cierta dosis de valentía y comprensión de su mundo interior (y del propio). Su realidad era su don más preciado. Para ella, el coraje inagotable tenía que ver con la nobleza y la pureza del espíritu. El retrato fotográfico, el cine documental constituyen una herramienta abstracta en el intento de conocer y comprender a las personas que finalmente serán guías para ir a nuestro espejo más profundo. El misterio atrapante de Arbus ha sido un referente clave en el desarrollo de mi obra -como un mantra, una y otra vez- en busca de la verdad de mí misma, del propio interés a través de los otros”.
Éxito y sexo
La exposición que lanzó a Arbus a la fama se celebró en 1967 en el MOMA de Nueva York. Allí compartió cartel en New Documents con Gary Winogrand y Lee Friedlander. “Lo que los une es la convicción de que vale la pena mirar el mundo y el coraje de mirarlo sin teorizar sobre él”, explicó entonces el curador John Szarkowski. La sala más comentada fue la que mostraba los retratos de Diane. Se dice que los guardias del museo limpiaban a diario el cristal que enmarcaba sus imágenes de los escupitajos que le lanzaban. En 1972, un año después de que Arbus se suicidase en su apartamento del legendario Westbeth Building, el museo le dedicó la primera retrospectiva y confirmó su estatus como ícono maldito de la fotografía moderna. Desde entonces, sus hijas cerraron la puerta a investigadores y guardaron miles de imágenes para no inundar el mercado. Y de pronto, casi medio siglo después de que Arbus irrumpiera con sus seres extraños en escena, la exposición Revelations en 2007 presentó cartas, postales, diarios y hasta el informe forense. La figura de Arbus empezaba a mostrarse más de cerca. Su hija Doon dijo que nada había cambiado, era solo una nueva estrategia. Pero fue precisamente una reseña de aquella muestra lo que metió al periodista Lubow en la investigación de su libro. Esta nueva biografía se sumó a la que publicó Patricia Bosworth en los ochenta y tampoco contó con la autorización de la familia ni con las imágenes de Arbus, pero sí con el testimonio de su esposo, Allan; de amigos y de sujetos fotografiados por la artista, y recogió las entrevistas que la fotógrafa dio, entre otros, al historiador oral Studs Sterkel y las clases que dictó en los setenta.
En una de sus páginas, Lubow lanzó su particular granada sin detenerse demasiado en ello: la experimentación sexual que desde la adolescencia Diane tuvo con su hermano, el poeta premio Pulitzer Howard Nemerov, se prolongó en la edad adulta y la última vez que se acostaron juntos fue apenas una semana antes del suicidio. El periodista se apoya en la transcripción de una entrevista que la anterior biógrafa mantuvo con la psiquiatra Helen Boigon, quien trató a Arbus. Puede que Bosworth no llegara a escribir tan directamente sobre esto porque Howard aún estaba vivo.
Sobre la promiscuidad sexual de Arbus escribió mucho, probablemente demasiado. Como si su mundo privado mecánicamente debiese trasladarse a su poética. Es algo que aquí ponemos en duda. El curador de aquella primera muestra en el MOMA, John Szarkowski, habló de la relación que la fotógrafa entablaba con las personas que retrataba: “Quería conocer a la gente casi en un sentido bíblico, quería no solo sacar una buena fotografía, sino ese conocimiento, y la imagen final era la prueba de ese saber”. Acabó contrayendo hepatitis a mediados de los sesenta, fotografió orgías y clubes de intercambios de parejas, se lanzó de cabeza a la revolución sexual. La fidelidad en las relaciones físicas nunca tuvo espacio en su matrimonio y fue precisamente una amante de su esposo la que mostró disconformidad con la relación abierta que los Arbus mantenían y forzó la ruptura de la pareja. Conservaron un vínculo estrecho y, como cuenta Allan en la nueva biografía, quizá aquella separación propulsó a Diane a recorrer sórdidos lugares que a él le hubiera aterrorizado que ella visitara. Una mirada, por cierto, claramente patriarcal.
Arbus iba derribando barreras, acortando distancias en busca de una verdad que traspasara el objetivo. Su relación con el pintor Marvin Israel desempeñó un importante papel, la exigente visión crítica que él pregonaba la espoleaba, aunque en el plano personal él no dejara a su esposa y Arbus, dice su biógrafo, se sintiera desprotegida. Según parece, el descubrimiento de que su hija mayor, Doon, mantenía también un idilio con Marvin fue uno de los desencadenantes de la última depresión, de la que no logró salir. Es lo que dice otro hombre, él biógrafo, sobre una mujer que dio vuelta el mundo del retrato contemporáneo. Otra interpretación cargada de testosterona.
Los fotógrafos de la generación de Arbus escondían la cámara en el abrigo, disparaban a traición, miraban sin ser vistos. Mientras, ella iba ocupando un espacio cada vez mayor en el plano que retrataba, reflejándose extrañamente desde el visor. “Una fotografía es un secreto sobre un secreto. Cuanto más te cuenta, menos sabes”, reza una de sus frases más célebres. Para Janet Malcolm, escritora de The New Yorker, los personajes de las fotos desempeñan un papel secundario en un viaje al interior: “Ella no flaquea ante la verdad de que la diferencia es diferente, y por tanto da miedo, es amenazadora, desagradable. No se pone por encima, se implica en la acusación”.
Armada con su cámara, era capaz de agotar a cualquier modelo hasta conseguir que bajara la defensa. Siempre elegía los retratos con mayor fuerza expresiva y no dudaba en engañar si hacía falta, decir que las fotos no se publicarían o presentarse como una tímida señorita. Sabía dónde estaba, cuál era su punto de vista. “No quiero decir que me gustaría ser como ellos o que lo fueran mis hijas. Pero innegablemente tienen algo alucinante”, explicó. “Esto de fotografiar realmente tiene que ver con el negocio del hurto”.
El clasicismo en blanco en negro y la belleza formal e inquietante de sus imágenes no pierden fuerza con el paso de los años. La defensa de la subjetividad, aún menos en una era en la que las cámaras de los teléfonos inundan la vida de cualquiera. “Hay un punto entre lo que quieres que la gente sepa de ti y lo que no puedes evitar que sepan”, dijo Arbus, dedicada a reflejar precisamente eso que los demás ven y uno se empeña en esconder. Quizá en esto se encuentre la clave de la fascinación que su figura provoca, velada en la corte de los llamados “freaks” como una rara avis, con una cámara colgando del cuello.
Así, con esa cámara como joya y talismán será recordada.
Diane Arbus: in the beginning (Diane Arbus: el comienzo). Desde el 14 de julio en el Malba. Avda. Figueroa Alcorta 3415, CABA.