Un brazo en alto, una mujer parada sobre el banco de trabajo, un cuerpo curvado con una gracia inesperada al lanzarle un cascotazo a un cana. Una boca que dice no, muchas bocas que cantan un blues, una que se crispa. Las calles de París donde llueven muebles sobre policías, las de Santiago de Chile cortadas por estudiantes, las de Buenos Aires cruzadas por Madres de pañuelo. Los sombreros mexicanos de Tina Modotti, los obreros abrumados de Facio Hebecquer, las páginas culturales de la Guerra Civil Española, las tomas del Mayo Francés. Y visiones terribles como los testamentos arañados en los calabozos griegos, últimos mensajes de los fusilados en una guerra que ya nadie recuerda.
Sublevaciones es una muestra profundamente inquietante por lo inteligente y por mostrar el hilo de identidad del acto y la acción de alzarse, de no aceptar. Es una gran instalación de arte que no necesita subtítulos aunque cruza a Izvestia con el anarquismo italiano, a Black Panthers con estudiantes chilenos, a situacionistas franceses con comunistas griegos, a desaparecidos argentinos con espartaquistas alemanes, de esos de bombín y molotov. La máquina funciona porque maneja con inteligencia la variedad y la unicidad del tema, porque parte del patrimonio del Jeu de Paume de París y porque tiene al frente a Georges Didi-Huberman, alguien acostumbrado a ver los ángulos, los márgenes y las cosas que cuestionan.
Nacida como Soulèvements, la muestra es una criatura a medias de Marta Gili, la directora del Jeu de Paume, y de Didi-Huberman, el filósofo y teórico del arte que enseña en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. Es una criatura que evoluciona, de su estreno en París a su primera encarnación en Barcelona, su pase a Buenos Aires y su futuro en San Pablo, México y Montreal, porque en cada parada agrega y mezcla materiales locales. En esta escala argentina, hubo una curaduría local de Diana Weschler que agregó Claridad, Madres, Cordobazos y arte de nuestra clandestinidad.
Que Didi-Huberman sea el curador y pensador de esta muestra no sorprende a quienes conozcan algunos de sus cincuenta libros. Francés, hijo de un judío árabe y de una judía polaca, simpático, sesentón con alto millaje, multilingüe y una persona con una evidente alegría de estar aquí y ahora, Didi-Huberman reflexionó mucho y muy duro sobre el lugar de su disciplina en el gran esquema del pensamiento. Famosamente, definió y cuestionó su propia definición de que la Historia es una “ciencia imperial” y que la Historia del Arte es, entonces, “una rama local” de ese imperio, porque es la historia de algo en particular mientras que la Historia es simplemente “la historia de todo”.
También es alguien capaz de explicar por qué una alegre figurita que entra refrescante en un mural de Ghirlandaio es un cuestionamiento, un elemento de deseo y de desequilibrio necesario. Que esa chica parezca saltar, que tenga una brisa propia que le mueve el pelo, es una declaración sexual y una rebelión fascinante frente al dogma y a las maneras burguesas de la Florencia del Renacimiento.
Es entonces natural que la política termine siendo el centro de una experiencia de curaduría de Didi-Huberman, que se ganó el premio Adorno en 2015 justamente por andar cruzando estas líneas. El avatar argentino toma buena parte del centro de arte que la Universidad de Tres de Febrero tiene en el Hotel de Inmigrantes, un lugar potente por su estética interna de hospital, hospicio, refugio, con un qué de cárcel amable, por tu propio bien. La muestra toma varios de los viejos dormitorios comunales donde tantos ancestros pasaron su primera noche argentina y se estira por halles y comedores. Lo primero que llama la atención son los sonidos y parpadeos de las instalaciones audiovisuales que abren y cierran lo expuesto.
Uno de los padeceres de esta vida, compartido con tantos artistas, es el arte conceptual. Despreciando al objeto de arte, termina en objetos de segunda y refugiado en la abstracción de la idea, un augurio de desastre si la idea no es potente. En estas sublevaciones el resultado es armónico porque la idea es más que poderosa, y porque el conjunto podría ser una demostración de tesis de qué es la mix media encarnada en videos vanguardistas, fotos blanco y negro, publicaciones de trinchera, originales de puño y letra, grabados, óleos, collages y objetos bravos de definir.
En parte este fruto viene del amor por la variedad y la falta de bordes rígidos del pensamiento de Didi-Huberman, tan filósofo como historiador, en parte por el territorio que quiere cubrir, en parte por las ganas de sugerir más cosas. En su presentación de la idea en el notable catálogo de la muestra, el curador explica que escribe viendo las imágenes de refugiados miserables buscando cómo entrar en Europa, tabicados por los griegos bajo órdenes de una “Europa oficial” de dirigentes que tienen una “voz oportunista y singularmente cobarde”. Es un caso particular, uno más, de cobardía política, de esa que “se paga muy caro en un plazo más o menos largo”. En este caso, la cobardía es confundir extranjeros con enemigos.
Es un panorama de gente que espera en el barro por una taza de algo caliente, atendida como pueden por voluntarios exhaustos y vigilada por soldados que se ocupan de que las alambradas sigan en su lugar, nada más. Y de griegos sueltos, pobres ellos y empobrecidos por la austeridad europea, que se arriman a dar lo que puedan, lo que tengan. Es lo que Bertolt Brecht llamaba tiempos oscuros, recuerda el curador, de los que tientan con replegarse, aguantar, acostumbrarse, aceptar la pulsión de muerte de la que hablaba Walter Benjamin. Es “la inercia mortífera de la sumisión, tanto si es melancólica como si es cínica o nihilista”.
Enfrente está el descubrimiento de Sigmund Freud en su libro de los sueños, sobre “la indestructibilidad del deseo”, algo que Didi-Huberman “desearía que fuera cierto” con gran entusiasmo. Y algo que explica que los anarquistas catalanes encerrados en mazmorras aprendieran de los gitanos “ladrones de tres aceitunas” a iluminarse cantando. Si los tiempos son oscuros, un punto de luz es una estrella y, como dice la canción,”las coplas me alumbraban con el lucerito que yo encendía”. Lo que lleva a la necesidad de la sublevación, “un gesto sin fin que recomienza sin cesar, tan soberano como lo puedan ser el propio deseo o el impulso de libertad”, remata Didi-Huberman.
Pero el curador advierte que no busca “construir una iconografía estándard de las revueltas (como para minimizarlas), ni montar un retablo histórico, es decir un estilo transhistórico de las sublevaciones pasadas y presentes”. Después de esta advertencia casi de Aby Warburg -por algo Didi-Huberman le dedicó ensayos múltiples y lúcidos al gran alemán- el curador plantea su verdadera pregunta: ¿Por qué las imágenes beben tan a menudo de nuestros recuerdos para dar forma a nuestros deseos de emancipación? ¿Cómo es que la dimensión poética se construye tan sistemáticamente como el núcleo de la sublevación y es, a la vez, el mismo gesto de sublevarse?
Las etapas
Esta muestra sobre sublevaciones se extiende en cinco secciones, cinco conceptos que describen y analizan el acto mismo de alzarse. La primera es Elementos (desencadenados), que Didi-Huberman explica como el momento en que “revertimos la pesadez que nos clavaba al suelo” y que hace que cosas muy concretos, paños, banderas, carteles, vuelen al viento, que luces estallen, que el polvo se haga nube, que Víctor Hugo como Serguei Einseinstein puedan comparar al pueblo con un huracán o una ola que rompe. La sublevación es contra un “desastre”, como descubrió Goya, que es eso que nos oprime, lo que nos quiere quietos. “A eso oponemos la resistencia de fuerzas que, en un principio, son deseos e imaginaciones, fuerzas psíquicas de desencadenamiento y reapertura de lo posible”.
En esta primera sección está un formidable dibujo de Jean Veber, pleno siglo XIX, en que el pueblo devora a sus dirigentes, pareado con las fotos etéreas de Dennis Adams y el video de la egipcia Jasmina Metwaly sobre la rebelión de la plaza Tahrir. Tina Modotti forma la hoz y el martillo con cananas y choclos, Pere Catalá Pic pisa svásticas con alpargatas catalanas, Tadeusz Kantor trata de dirigir el mar en 1967, las manos de los desaparecidos cubren el cielo de la Avenida de Mayo en 1985.
La segunda sección trata de los Gestos (intensos), una forma de acción directa porque “incluso antes de emprender y de llevar a buen término una acción voluntaria y compartida, uno se subleva por un simple gesto que de pronto derriba el abatimiento que hasta entonces nos hacía padecer la sumisión”. El gesto es un “signo de esperanza y de resistencia” y también es una emoción, como asumieron con plenitud los republicanos españoles con su cultura visual forjada por un Goya o un Picasso. Aquí aparece la iconografía del combatiente y del participante rescatados por Korda y Willy Röhmer, y por la prensa partidaria retratando a La Pasionaria.
En esta parte de Sublevaciones, tal vez porque la gestualidad es elemento visual, se adensan algunas propuestas. Hay una hermosa superposición de fotos sepiadas de bailarines y cantantes de brazo en alto, con obreros protestando con el mismo gesto, con católicos fervientes frente a una pieza de Aleijaidinho en Minas Gerais, con vascos recibiendo alborozados al Guernica en España. Hay una inolvidable imagen de la obrera Rose Zehner llamando a la huelga en las fábricas Citroen en 1938 que dispara su historia: Zehner fue despedida, vivió en la miseria por las listas negras y fue “redescubierta” en la vejez, cuando reapareció la foto, como un símbolo de libertad en Francia. También hay un bello contrapunto entre espartaquistas subidos a los árboles de Berlín para ver mejor un acto en 1918 y cubanos subidos a las faroles habaneras para escuchar mejor a Fidel en 1959, y un muy extraño video de Jack Goldstein de 1972 que muestra qué le pasa a un vaso de leche cuando se insiste en golpear una mesa, sin rendirse.
Como en un ballet, Gilles Caron muestra en una serie de fotografías el gesto de arrojar piedras en Redon y en Londonderry, y Agnes Geoffray lleva el cuerpo a un extremo en un retrato intervenido de Laura Nelson, una negra linchada hace un siglo en el sur norteamericano: la víctima parece levitar, sin soga que la asesine. Como en respuesta, tres Panteras Negras alzan sus puños sobre un campo de nieve en Chicago, en 1969. También es una zona rica en el cruce con los argentinos, con dos fuertes grabados de Abraham Regino Vigo de 1933 y 1937, una tapa de Claridad de Guillermo Facio Hebecquer y tres intervenciones de Marcelo Brodsky sobre las rebeliones latinoamericanas en los sesenta.
La tercera parte del recorrido lleva a las palabras, “porque hacen falta palabras, hacen falta frases para decir, cantar pensar, discutir, imprimir, transmitir la sublevación”. Rimbaud lo vió en la Comuna, cuando los poetas se ubicaron “por delante” en una continuidad de las “poéticas insurreccionales”. Didi-Huberman señala que “hay una inteligencia particular, atenta a la forma, que es inherente a los libros de resistencia o de sublevaciones”, que se extiende a los formatos digitales contemporáneos y que hace “que los muros hablen y la palabra invista al espacio público, al espacio sensible en su totalidad”. Con lo que esta sección incluye un fascinante portfolio de Annemarie Heinrich recorriendo las calles porteñas recogiendo pintadas gorilas del 55 y proclamas de resistencia de “los negros”, escrituras de León Ferrari y un raro ejemplar del “libro” Violencia, de Juan Carlos Romero, hecho en secreto en 1977. Hay tres obras de Horacio Zabala, un artista que el curador estaba más que contento en descubrir, y una notable proyección, en Super 8, de Andrés de Negri. Una vitrina compara un ejemplar de Izvestia con una revista italiana de izquierda que avisa que “a salario di merda, lavoro di merda”.
La cuarta sección se abre Por Conflictos (Encendidos), que es cuando “algunos ven sólo caos, otros ven surgir las formas mismas de un deseo de ser libres”. Como señala Didi-Huberman, el mismo concepto de manifestación es tan colectivo como extraño, es una estado creado en común que fue sujeto de la pintura y lo es de los medios modernos, que suelen fragmentarlo en incidentes, en imágenes rotas. De este imaginario surge la barricada, que es “la arquitectura provisoria de las sublevaciones” y es una cosa “paradójica, movediza” hecha de “cascotes y cachivaches”. En esta sección están las tomas del Mayo Francés, Emiliano Zapata y su sombrerote en un collage de Ernesto Molina, y los notables grabados de Armand Dayot sobre el París revolucionario de 1830 y 1848: en uno, de un verismo alarmante, las tropas que reprimen enfrentan una lluvia de muebles que incluye sofás y armarios tirados desde pisos altos. Entre las barricadas hay paralelos realmente únicos, como las de los mexicanos levantando rieles en 1914 y las calles de Atenas cerradas con durmientes en 1944, y la de los revolucionarios alemanes de 1919 atrincherados detrás de bobinas de papel y paquetes de diarios en el Berlín insurrecto. Una curiosidad de este segmento es la serie de ilustraciones de Jean Veber sobre la Guerra Boer, concentrada exclusivamente en los campos de concentración ingleses –en esa época se llamaban “de reconcentración”– y en las ejecuciones de civiles.
Nuestro aporte es sencillamente iconográfico, con la famosa foto de la huelga de panaderos de 1911, una serie sobre la Semana Trágica, una toma de Eduardo Martinelli sobre el Cordobazo, una de la serie de Sara Facio sobre la vuelta de Perón y la icónica, inolvidable imagen de las patas en la fuente del 17 de octubre de 1945 (explicarle esta foto a Didi-Huberman y a Gili terminó siendo un largo rato fascinado, de política e iconografía). Zabala reaparece con sus “anteproyectos de cárceles” de 1973 que muestra siniestros penales subterráneos, subacuáticos o colgados de columnas, y varias piezas de Romero de los años ochenta.
El final es el Deseo (indestructible), “que sobrevive al poder” y se expresa en la pulsión por dar testimonio, por sostener la memoria. Ya en la muestra original de París esta sección cita a las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo como un ejemplo de que “las lágrimas no son sólo de tristeza, pueden todavía darse como potencias de sublevación”. Aquí están las terribles fotos de Voula Papaioannou de las verdaderas cartas rasguñadas en los muros de los calabozos de la calle Merlín en Atenas, escritas por los prisioneros de los nazis en 1944, y las marchas de las Madres. Una cámara fija toma la marcha interminable de los refugiados sirios en Idomeni, Grecia, un ir sin pausa de niños y mujeres resignados, de padres impotentes y desorientados en una neblina, tratando de encontrar cómo llegar a Europa. El aporte argentino se completa con un Vigo de particular belleza, una mujer enfrentando a ladrillazos la represión de una huelga de 1935, y los pañuelos blancos tomando la Plaza en 1987.
En la trinchera
Potencia no es poder, pone el dedo Didi-Huberman, potencia es una función del arte que puede enfrentar al poder o ayudarlo. El francés confiesa que a la puesta en el Hotel de Inmigrantes le faltaría la Libertad guiando al pueblo o tal vez el Guernica, pero resulta que “ya no son fáciles de transportar”, con lo que conviene encarar su Sublevaciones con la cabeza llena de otras imágenes. No es un déficit que los argentinos suframos, al menos los de ciertas generaciones que vieron calles llenas, carteles inmensos, violencias de todo tipo. Esta potencia deviene memoria, se empaca en no ceder, contesta y propone, y se expresa en maneras que se emparentan con otras sublevaciones.
Lo que se desparrama por las salas blancas del Museo del Inmigrante es familiar, algo que conocemos en los huesos y tenemos impreso detrás de los ojos. En otras lenguas, en otras puntas de esta esfera, reconocemos y nos reconocemos. Lo que sugiere con claridad el montaje brillante, la antología de Didi-Huberman, no es que exista un isotipo de la rebelión sino que existe una condición humana de la libertad. Que, como el deseo, no se puede extinguir.
Sublevaciones, organizada por el Jeu de Paume y el Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, se puede visitar en el Centro de Arte Contemporáneo MUNTREF, sede Hotel de Inmigrantes, entrada por Apostadero Naval, Avenida Antártida Argentina. De martes a domingo, de 11 a 19.