Soy nadie. ¿Tú quién eres?

¿Eres tú también nadie?

Ya somos dos entonces. No lo digas:

lo contarían, sabes.

Emily Dickinson, Poema 288.

Religión. Reclusión. Deseo. Amor. Muerte. Esos podrían ser los cinco grandes temas en la vida y la obra de Emily Dickinson, la gran poeta norteamericana a la que casi nadie leyó en vida. Una vida signada por la rebeldía ante los dogmas y reglas prácticas del protestantismo, la imperiosa necesidad de no caer rendida a las reglas sociales del matrimonio y la maternidad y una cada vez más acentuada resistencia a abandonar, primero su Amherst, Massachusetts, natal, luego los confines de su hogar y, finalmente, los límites de su cuarto. Todo eso y, desde luego, la poesía, que llovía a cántaros entre las horas de la madrugada y el amanecer, cuando el resto de la casa se entregaba al descanso del sueño y la misma naturaleza parecía congelada, antes de estallar en luces y colores. Dickinson es el centro del universo en el último largometraje del realizador británico Terence Davies, una película de época que se parece en poco y en nada a la típica película de época a la que el cine nos ha venido acostumbrando casi desde sus orígenes. El título es elocuentemente acertado: no hay aquí grandes pasiones –amorosas o de otras índoles– ni enormes despliegues escenográficos. Mucho menos, un intento por adaptar al siglo XIX las éticas y modos del XXI: ni guerrera ni mártir ni quema-corpiños, el proto feminismo de Dickinson sólo podía respirar de modo embrionario. La primera y breve escena de la película no podría ser más representativa de sus virtudes. La directora del seminario Mount Holyoke pide a un grupo de alumnas que se dividan en dos grupos: las que deseen seguir el camino de Cristo y entregarse a la salvación, hacia la derecha; aquellas otras que, en cambio, apuesten a seguir una vida convencional confiando en que podrán formar parte del Arca, a la izquierda. Sola, en medio de ambos contingentes, una Emily de dieciséis años. Lo que sigue es un breve diálogo entre la Institución y el Cordero Perdido. “Mi alma es mía”, dirá la muchacha por primera pero no última vez en el film, afirmación que será consecuentemente interpretada como orgullosa blasfemia o imbécil banalidad, pero nunca como una interpretación del mentado libre albedrío. Podría también haber dicho “mi cuerpo es mío”, aunque las cosas del espíritu poseían en su entorno y contexto una connotación mucho más densa. Así sea el alma una extensión imaginaria del cuerpo o un ente con movimientos propios, ambos le pertenecían. O, al menos, ese era uno de sus deseos más ardientes.

A pesar de que son precisamente esos temas –tan complejos e inasibles– los que constituyen el núcleo duro de la última creación de Davies, Una serena pasión se sigue con una enorme facilidad. Además del sentido del humor que permea constantemente el relato –en particular durante la primera mitad del metraje, durante los años de juventud– parece evidente que el realizador intentó, desde un primer momento, escaparle a la peste de la gravedad autoimpuesta. “No quería que fuera solemne; no hay nada peor que las películas sobre gente famosa en las que todo lo que hacen es caminar y verse fantásticos y aburridos”, afirmó en una extensa entrevista a la revista especializada Filmmaker. “Quería que fuera divertida, viva e ingeniosa. Y también inteligente. Estas mujeres eran muy, muy educadas y, por lo tanto, creo que debían tener un nivel muy alto y adulto en sus conversaciones”. Nada nuevo en las formas y métodos del realizador nacido en Liverpool hace casi 72 años, cuya obra ha sido de lo más elusiva en la cartelera comercial de nuestro país: si bien muchos de sus largometrajes se han visto en uno u otro de los dos festivales de cine locales más importantes, y algunos otros fueron presentados en algunas funciones en salas independientes, solamente La casa de la alegría –magnífica adaptación de la novela de Edith Wharton– tuvo un estreno comercial relativamente importante a comienzos del milenio. Para muchos espectadores, el lanzamiento de Una serena pasión será algo así como un descubrimiento, pero detrás de esta última producción se esconde el nombre detrás de Distant Voices, Still Lives (1988), The Long Day Closes (1992), Of Time and the City (2008) y The Deep Blue Sea (2011), títulos que continuaron reflejando una manera particularmente sensible de entender la narración cinematográfica, que el realizador ya había ensayado en su célebre trilogía de cortos y mediometrajes integrada por Children (1976), Madonna and Child (1980) y Death and Transfiguration (1983), que recorren la vida de un tal Robert Tucker (en parte un alter ego o extensión del propio Davies) desde su infancia hasta la vejez. Terence Davies no sólo es una voz extraña y, por momentos, inclasificable en el cine británico contemporáneo sino en el cine a secas. Y en sus films históricos la reconstrucción minuciosa de los elementos “de época” –desde las tazas y copas hasta las formas del habla, de los vestidos a la manera de darse la mano– sólo están allí para servir a los mecanismos del relato y los avatares de los personajes, nunca a la inversa.

Interiores

La casa de Dickinson es hoy un museo, que el equipo de rodaje de Una serena pasión utilizó como inspiración. “No se podía filmar allí, obviamente, porque no se pueden quitar las paredes e ingresar maquinaria pesada. Eso no era posible, pero toda la casa fue completamente reconstruida en Bélgica. Fuimos a Amherst para rodar los exteriores”. La explicación racional de Davies describe indirectamente la forma en la cual el realizador viene realizando sus últimas películas, de presupuestos bastante moderados para el tipo de historias que narran. Su largometraje inmediatamente anterior –la algo fallida, pero de todas formas intensa, Sunset Song– fue producida con aportes de su propio país y la participación de capital luxemburgués; para embarcarse en el viaje de Una serena pasión fue indispensable la coproducción con Bélgica, donde además se rodaron todas las escenas de interiores, es decir, gran parte del film. No hubo participación estadounidense en el capital productivo, a pesar de que gran parte del reparto es de ese origen: Keith Carradine, que interpreta al patriarca de la familia Dickinson; Jennifer Ehle, la hermana menor de la poetisa; y la propia Cynthia Nixon, encargada de darle vida en la pantalla a Emily. Elección que a muchos podrá sonarle extraña: cosas de los prejuicios y de la relación que se establece a veces entre actor/actriz y personaje, para muchos el rostro de Nixon es y será por siempre jamás el de Miranda Hobbes, la amiga pelirroja de Carrie Bradshaw en la exitosa serie Sex & the City. Nixon no podría estar mejor en su papel, sin embargo, aportando en cada escena una intensidad usualmente morigerada por los usos y costumbres de su entorno, pero que la vivacidad de la mirada y posturas corporales no logran ocultar. En una entrevista con el periódico inglés Independent, la actriz –lectora asidua de poesía, bien escaso en estos tiempos– afirmó que “el desafío era interpretar a alguien que, en ocasiones, está llena de amor y excitación por el mundo, pero que también sufre un profundo dolor emocional y físico. Creo que era una persona extraordinaria y que cualquier cosa que hubiera hecho, en cualquier área y época en la que se hubiera visto involucrada, hubiera sido exitosa. De haber vivido ahora es posible que también fuera una persona muy solitaria. Creo que hubiera hallado una audiencia más fácilmente de ser contemporánea. Y se hubiera quedado pasmada no sólo por ver cuán famosa es sino lo importante que resulta para otros escritores y lectores en todo el mundo”.

La joven Emily Dickinson, interpretada por Emma Bell durante los primeros minutos de proyección, se transforma en una Emily Dickinson treintañera encarnando en el cuerpo de Nixon, que no abandonará hasta su muerte, a los 56 años. La estrategia elegida por Davies para encadenar la elipsis no podría ser más sencilla y efectiva: una serie de acercamientos de la cámara a varios personajes de la familia Dickinson va marcando en cuestión de segundos el paso del tiempo, en una utilización ejemplar de los efectos digitales aplicados a la narración. Apenas un ejemplo más de un film cuya estructura es absolutamente episódica y elíptica. Una serena pasión no recorre los pasillos tradicionales de la película biográfica según la entiende el cine industrial de Hollywood o el de cualquier otra parte del mundo: a Davies le importan más los climas y tonos que amplifican los temas que recorre el relato y las emociones que atraviesan a la protagonista. La marcada melancolía que aqueja a la madre de Emily durante sus últimos años de vida (hoy sería diagnosticada con una depresión) no es explicitada verbalmente sino ilustrada sutilmente a partir de una serie de breves escenas, la primera de ellas un extenso paneo de 360 grados que la encuentra llorando sin más razón aparente que el recuerdo de un joven estudiante cuya voz es recordada como poco menos que angelical. ¿Hay un elemento de deseo sexual detrás de ese recuerdo de un pasado remoto? Posiblemente. La misma Emily imagina o sueña –en la única secuencia que se corre del particular naturalismo expresivo elegido por Davies– la llegada de un hombre oscuro y amenazante. En el “sueño”, la puerta de su cuarto se abre para recibir a esa figura que sube lentamente las escaleras, para cerrarse finalmente antes de que algo llegue a ocurrir. La soltería para una mujer de más de veinte años era algo muy diferente en aquellos tiempos. Aquella persona que decidía elegirla rápidamente era transfigurada en una solterona, figura que describía a la perfección a la poeta: solitaria, recluida, de puertas cada vez más cerradas al mundo exterior y a todo lo que de allí provenga. Al punto de no dejarse ver por nadie que no perteneciera a su entorno familiar más cercano.

Vestida de blanco

El enfrentamiento generacional entre padres e hijos –ese eterno retorno que existe desde el inicio de los tiempos y seguramente seguirá existiendo hasta la desaparición del mundo– está presente en los primeros tramos de Una serena pasión, aunque detrás de la fachada algo anticuada del pater familias se encuentren depositadas las bondades de la comprensión, sin las cuales la secreta pasión de la joven no hubiera podido florecer. La muerte del padre es, según el guión de Davies, el punto de inicio de un quiebre irrevocable en la vida de Emily, quien a partir de ese momento vestirá exclusivamente –e irónicamente– de color blanco, una de las características usualmente más destacadas en los textos biográficos sobre su figura, de la cual, por otro lado, se desconocen muchísimos detalles. Según Davies, “hay una medida de vanidad en todos nosotros, en todo aquel que crea algo. Sus poemas eran realmente vanguardistas, porque destilan emociones hasta su misma esencia, y lo que los hace modernos es la reticencia con la cual están escritos. Cuando uno ve a otra gente haciendo lo que es correcto desde un punto de vista comercial… hubo muchas mujeres que fueron muy famosas por escribir poesía sentimental victoriana, pero ella no era una de ellas”. Luego de la muerte de Emily, su hermana Vinnie encontraría las casi mil poesías inéditas –encuadernadas a mano por su autora– que conforman el grueso de su obra y que sólo serían publicadas de manera póstuma con el correr de los años. La canonización llegaría décadas después. En una de las escenas más dramáticas de Una serena pasión –dramática de una manera serena, aunque evidente–, Davies ubica a la escritora en el jardín de su casa, en conversación con el nuevo párroco recién llegado a la ciudad, y le hace expresar dos cosas: un deseo y una afirmación. El primero nunca se cumpliría: “Me gustaría algo de aprobación antes de morir”. La segunda indica, en cierta medida, el grado de desesperación por ser reconocida: “La posteridad ofrece tan poco consuelo como Dios”. Las comparaciones no pueden ser lineales, pero para alguien como Davies, que ha señalado en muchas ocasiones las marcas indelebles producidas por la estricta educación católica durante su infancia y adolescencia y que, ya como adulto y cineasta, ha debido luchar incansablemente para llevar adelante sus proyectos (entre La casa de la alegría y The Deep Blue Sea hay once años de distancia, sólo interrumpidos por el documental Of Time and the City), las palabras de Dickinson no pueden sino resonar de forma intensamente personal.